martes, 30 de julio de 2024

Una invitación a la esperanza y al compromiso nos está haciendo Jesús porque no todo está perdido y podemos hacer brillar un día los valores del Reino de Dios

 


Una invitación a la esperanza y al compromiso nos está haciendo Jesús porque no todo está perdido y podemos hacer brillar un día los valores del Reino de Dios

Jeremías 14, 17-22; Salmo 78; Mateo 13, 36-43

‘El que tenga oídos, que oiga’, termina diciéndonos hoy Jesús al concluir la explicación de la parábola, tal como le piden sus discípulos. ¿Qué nos quiere decir? Puede parecer una frase innecesaria o una frase enigmática y a la larga nos puede parecer hasta contradictoria. Claro que el que tiene oídos es para oír. Pero no siempre oímos, no siempre escuchamos, no siempre comprendemos.

Cuanto nos cuesta muchas veces entender; y no es siempre porque no esté claro lo que se nos trata de trasmitir; todos habremos tenido la experiencia de estar en un sitio escuchando algo, o en medio de una conversación, y de pronto alguien nos pregunta ¿qué es lo que dijeron?, y no podemos contestar porque aunque allí estábamos nuestra mente en ese momento estaba, por así decirlo, a kilómetros de distancia absortos en nuestros pensamientos o nuestras elucubraciones.

No cuesta entender porque no prestamos atención, escuchamos lo que nos interesa, andamos por las superficialidades de la vida y vamos cogiendo aquí y allá lo que nos gusta o apetece pero sin que nos signifique mucho esfuerzo, nos molesta lo que nos están diciendo, recibimos tantas influencias externas como cantos de sirena que quieren llevarnos por sus caminos o quieren apartarnos de nuestros valores… tantas distracciones, tantas disculpas que nos ponemos, tanta cerrazón de nuestra mente que nos oscurece la vida.

Por eso nos dice hoy Jesús que el que tiene oídos, que oiga, que estemos atentos, que prestemos atención, que confrontemos nuestra vida, que nos dejemos iluminar por la verdadera luz, que no nos confundan luces efímeras, que abramos bien los oídos de nuestro corazón.

Había propuesto Jesús una parábola que hablaba de buena semilla sembrada en el campo, pero en el que también el enemigo sembró cizaña; ahora la cosecha se veía malograda, ¿cómo salir adelante?

Un retrato de la realidad de la vida, un retrato de la inmensa tarea que la Iglesia tiene en medio de nuestro mundo, un retrato de nuestra tarea y nuestro compromiso. ¡Qué bello sería el campo donde vemos florecer la buena cosecha! ¡Qué bellos nuestros campos en el reverdecer de la primavera cuando todo se llena de colorido, contemplamos nuestros árboles frutales florecidos como anuncio de una buena cosecha de frutos en el verano! Pero es triste cruzar en medio de campos mal cultivados, en los que las yerbas y matorrales lo inundan todo mermando la capacidad de producir de aquello que allí hemos sembrado y queremos cultivar.

Pero ese es el campo de la vida. Queremos sembrar y sembramos de hecho buenas semillas, pero contemplamos al mismo tiempo que no prosperan esas plantas, esos valores que queremos cultivar. Hay una continua confrontación que muchas veces nos puede llevar a todos a la confusión. Pero es donde tiene que florecer la firmeza y la madurez que tiene que haber en nuestra vida para no dejarnos confundir, para no dejarnos arrastrar por otros planteamientos que pudieran hacernos, para dar un testimonio claro de esos valores del Reino de Dios por el que nosotros hemos optado.

No se trata de arrasar nosotros a los contrarios como tantas veces vemos que sucede donde todo el que no piense como nosotros es un adversario peligroso al que tenemos que hacer desaparecer; es un estilo que se está imponiendo en nuestra sociedad donde cada vez nos cuesta más dialogar para aunar esfuerzos en lo bueno. Dice aquel buen hombre de la parábola que habrá que dejar crecer juntos el trigo y la cizaña, que solo al final se decantarán por lo que es bueno. Es el camino que hemos de hacer en la vida, pero sin dejar que la maldad nos malee.

Es una invitación a la esperanza y al compromiso lo que nos está haciendo Jesús con esta parábola. No todo está perdido por mucha cizaña que veamos en nuestro mundo, porque es ahí donde tenemos que dar nuestro testimonio. Y los corazones si los podemos transformar, sí podemos hacer que se dejen iluminar, si podemos lograr ese mundo nuevo empapado de los valores del Reino de Dios. ‘El que tenga oídos, que oiga’.

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