viernes, 26 de julio de 2024

Que la semilla haga surgir un brote nuevo que nos llene de esperanza, sea comienzo de un jardín florido y de un huerto de la vida lleno de hermosos frutos

 


Que la semilla haga surgir un brote nuevo que nos llene de esperanza, sea comienzo de un jardín florido y de un huerto de la vida lleno de hermosos frutos

Jeremías 3, 14-17; Jer 31, 10. 11-12ab. 13; Mateo 13, 18-23

Hace una semanas en la terraza de mi casa, porque no tengo huerto donde hacerlo, en una maceta en la que ya había otra planta sembré unas cuantas semillas; pasó un tiempo que podríamos llamar de silencio en que parecía que nada brotaba y podía ser infructuoso aquel sembrado, pero pasados unos días comenzaron a romper la tierra unos brotes de algunas de aquellas semillas que habían germinado, otras parece que no lo lograron, y ahora poco a poco aquellas plantitas, aun minúsculas, van creciendo y tomando forma hasta que en su momento trasplante aquellas plantas que ya tengan fortaleza en sus raíces para que puedan desarrollarse y darme los frutos que deseo.

Una minúscula semilla de la que brotará una planta que con su desarrollo posterior va alegrarme con sus flores y en su día con sus frutos el patio de mi casa. Cuanta virtualidad de vida posee en sí misma una semilla si le damos la oportunidad de germinar y con los cuidados correspondientes luego desarrollarse y crecer. De eso nos está hablando Jesús cuando nos propuso, como escuchamos hace unos días, la parábola de la semilla que el sembrador sembró en los diferentes campos. Hoy los discípulos cercanos a Jesús le han preguntado por el sentido de la parábola pidiéndole que se las explique para poder aplicar su mensaje a la vida.

No es simplemente una historia bonita y ejemplar, pero sí es una imagen que nos lleva a interrogarnos por dentro sobre lo que nosotros hacemos con la semilla. Algunas veces no germina, otras ni siquiera le damos la oportunidad de quedar enterrada en el suelo porque el viento se la lleva o los pajarillos se la comen, otras veces aunque germine no podrá prosperar porque no encuentra ni el terreno adecuado y los necesarios cuidados. Cada día humedecía yo la tierra de la maceta porque que la semilla tuviera la necesaria humedad para germinar, pero he dejado de seguir humedeciendo la tierra para que los calores del estío no seque sus raíces y sus hojas y pueda seguir manteniéndose con vida, a su tiempo cuidaré de escardar los yerbajos que puedan nacer a su alrededor para que no la ahoguen y la abonaré para que pueda crecer con fortaleza para que un día me de sus flores y sus frutos.

Nos dice Jesús hoy que la semilla es la Palabra, esa Palabra que Dios nos regala, esa Palabra que sale del corazón de Dios pero que tiene que encontrar un corazón en el que germine y eche raíces para que pueda en verdad transformar nuestra vida. ¿Habremos puesto una coraza alrededor del corazón para que no pueda penetrar en él esa semilla, o acaso lo habremos endurecido tanto que no encontrará esa tierra buena en la que ahondar con sus raíces?

La semilla en sí tiene su virtualidad de vida; la Palabra que sale del corazón de Dios también está llena de vida y lo que Dios quiere es que produzca fruto en nosotros. De nosotros, entonces, depende ahora el fruto que produzca en nuestra vida. Dios respeta siempre nuestra libertad y somos nosotros los que hemos de dar respuesta, somos nosotros lo que hemos de preparar esa tierra buena de nuestro corazón quitando esos abrojos de nuestras rutinas, de nuestras viejas costumbres, de nuestra frialdad que termina por endurecer nuestro corazón, de tantos apegos que ocupan todo nuestro corazón sin dejar lugar para que esa semilla se enraicé en nosotros para que pueda brotar una nueva vida. Es lo que nos está explicando Jesús de la parábola cuando los discípulos le preguntan.

Ese brote nuevo que puede surgir a lo más mínimo en nuestro corazón nos llena de alegría y esperanza. Es señal de vida, es comienzo de una nueva belleza para nuestra vida, es anticipo de un jardín florido y de un huerto lleno de hermosos frutos.

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