jueves, 29 de diciembre de 2022

En un niño el anciano Simeón vio a Dios y el cumplimiento de sus promesas, dejémonos sorprender por la ternura de un niño y nos sentiremos mirados por Dios

 


En un niño el anciano Simeón vio a Dios y el cumplimiento de sus promesas, dejémonos sorprender por la ternura de un niño y nos sentiremos mirados por Dios

1Juan 2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35

Cuántos pensamientos y cuantos sentimientos se suscitan en nuestro interior cuando tomamos en nuestros brazos un niño pequeño, cuántas emociones se despiertan pero también cuántos interrogantes se plantean; la ternura de un niño pequeño no nos deja insensibles y aparece casi sin querer toda la ternura de nuestro corazón, no nos podemos resistir, se nos derrite el corazón.

Aquella mañana desfilarían muchos niños recién nacidos en brazos de sus padres por el templo de Jerusalén para hacer sus ofrendas al Señor. Por allá había unos ancianos de ojos cansados por el paso de los años, pero muy vivos y atentos por otra parte por lo que sentían que el Señor les decía en su corazón, que sentirían, sí, por todos aquellos niños ese despertar de su ternura tan sensible a sus años, pero sería un niño especial el que llamaría su atención y al que inmediatamente se dirigieron.

El anciano había sentido el impulso del Espíritu del Señor que le señalaba que allí estaba el elegido y el esperado. Un día había sentido en su corazón la divina inspiración de que sus ojos no se cerrarían a la luz de este mundo sin haberse encontrado con el que era la luz verdadera. Ahora ya sus ojos pueden cerrarse en paz porque ha podido contemplar al deseado de las naciones y aquel por quien tanto suspiraba su llegada porque era el Ungido del Señor. No era para él un niño cualquiera el que ahora tenía en sus brazos porque contemplaba al Salvador aquel que era presentado ante todos los pueblos como la luz que ilumina las naciones.

Aquella flor que comenzaba a florecer para perfumar al mundo con su presencia sin embargo tenía una espina de sufrimiento. Era el Ungido del Señor que viviría su amor hasta el extremo, hasta dar su vida y de una forma cruenta para que nosotros tuviéramos vida. Por eso para aquella madre que se gozaba en cuanto escuchaba en relación al hijo de sus entrañas había una espada que le atravesaría el alma. A María no le importaba, porque su sí había sido total, en ella estaba la total disponibilidad de su corazón y podría entender lo que sería enseñanza de su propio hijo de que no hay amor más grande que el de quien es capaz de dar su vida por los que ama. Es lo que haría Jesús y para ella sería una espada que le atravesara el alma, pero era lo que abarcaba también su sí al ángel de la anunciación.

Dejemos despertar en nosotros esas emociones del alma. No endurezcamos el corazón queriéndonos hacernos los fuertes y los valientes. Dejemos que la ternura de un niño nos envuelva el alma y se derrita también nuestro corazón en esa misma ternura. Sigamos emocionándonos cuando contemplamos la mirada y la sonrisa de un niño, dejémonos sorprender por la mirada de los que vamos encontrando por el camino.

Dejemos de agachar la cabeza, desviar nuestra mirada, acallar una lágrima y una emoción que puedan aparecer en nuestros ojos, no nos importe que el corazón comience a latir con fuerza, dejémonos sorprender por esas cosas sencillas que nos puedan suceder todos los días, pero descubramos detrás de todo eso mucho más, podemos descubrir la sonrisa y la ternura de Dios que nos está diciendo que nos ama y que esas cosas que nos están sucediendo en el alma son también signos de su presencia y de su amor.

No rehuyas esa mirada de Dios que nos llega tras la mirada de un niño, o las palabras torpes de un anciano que nos recuerda muchas cosas sencillas de la vida que tantas veces damos por sabidas, pero que tantas veces olvidamos. Dios tiene muchas formas de hablarnos.

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