sábado, 13 de noviembre de 2021

Que cuando salgamos de nuestra oración, cuando salgamos de nuestras celebraciones llevemos muy claro qué es lo que el Señor ha querido transmitirnos en nuestro encuentro con El

 


Que cuando salgamos de nuestra oración, cuando salgamos de nuestras celebraciones llevemos muy claro qué es lo que el Señor ha querido transmitirnos en nuestro encuentro con El

Sabiduría 18,14-16; 19,6-9; Sal 104;  Lucas 18,1-8

Normal es que cuando necesitamos urgentemente una cosa y sabemos que podemos obtenerla de alguien que la posee, le roguemos insistentemente a esa persona para conseguir lo que deseamos o lo que necesitamos; una insistencia a la que no pondría límites, aunque es cierto que cuando tenemos la negativa por respuesta poco a poco desistamos y lo demos por perdido.

Pero una cosa es pedir en nuestra necesidad y otra cosa es escuchar lo que se nos pide. O simplemente escuchar a alguien que viene contándonos sus problemas o cosas de su vida; al final aunque aparentemente quizá por educación o delicadeza parezca que estamos atentos, en el fondo estamos haciendo oídos sordos a aquello que nos cuentan o que nos piden. Pronto nos cansamos de escuchar.

Y todos tenemos necesidad de que ser escuchados, pero sabemos bien que muchas veces nos vamos encontrando un mundo de sordos, pero sordos interesados; escuchamos lo que nos apetece o lo que nos conviene. En un mundo en que se dan las comunicaciones hoy de forma instantánea de un lado a otro del mundo, quizá vivimos incomunicados con los que tenemos más cerca.

Cuánta necesidad tenemos de ser escuchados, cuanto se necesita saber escuchar para poder entrar en una buena relacion en la vida; ese no escucharnos puede crear tensiones como puede crear indiferencia e insolidaridad en nuestro corazón, o ser fruto de ello.


Hoy en el evangelio se nos dice que para enseñarnos Jesús cómo debemos orar con perseverancia sin desfallecer les propuso una parábola. Y habla de la viuda que pide insistentemente justicia a un juez que sus maneras no son precisamente las de un juez que obra con justicia, porque no quiere escuchar ni atender las peticiones de aquella mujer, pero que al final ante la insistencia de la viuda escuchó y atendió su petición. Normalmente la interpretación que hacemos de esta parábola es constatar la insistencia de aquella mujer, como modelo de nuestra insistencia en nuestras peticiones en la oración que al final siempre seremos escuchados. Pero ¿no nos querrá decir algo más la parábola?

Partimos muchas veces del concepto de oración como de petición; oramos porque vamos a pedir algo. Pero la oración es algo más. La oración tiene que ser encuentro; la oración es diálogo del hombre con Dios. No es que nosotros pidamos y Dios nos escuche, sino que en toda verdadera oración ha de estar por nuestra parte esa actitud de humilde escucha ante Dios. ¿Será algo que hacemos? ¿No tendríamos que abundar en este aspecto de una verdadera oración donde de verdad nosotros nos pongamos en actitud de escuchar a Dios?

Si antes hablábamos de esa necesidad de escucha que tenemos nosotros, de escuchar y de ser escuchados para que haya una verdadera y humana comunicación entre nosotros ¿no tendríamos que aplicar eso también a nuestra oración como escucha de Dios en nuestro corazón?

Eso tendría que ser así siempre en nuestra oración personal, pero esto es lo que tendría que ser siempre nuestra oración comunitaria. Realmente se nos ofrece, porque siempre se nos ofrece la Palabra de Dios que hemos de escuchar, pero pensemos si acaso cuando venimos a nuestras celebraciones no vendremos más preocupados por lo que hoy tenemos que pedirle a Dios, por aquellas personas o cosas por las que hemos de pedir, pero no estamos tan preocupados y atentos para abrir nuestro corazón y escuchar aquello que el Señor quiere comunicarnos.

Que cuando salgamos de nuestra oración, cuando salgamos de nuestras celebraciones llevemos muy claro qué es lo que el Señor hoy ha querido transmitirnos, decirnos allá en lo más hondo de nuestro corazón.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Que se nos abran los ojos de la fe y vuelva a brotar fuerte la esperanza en el corazón para que aun en medio de la angustia escuchemos su voz que nos dice ‘no temáis, soy yo’

 


Que se nos abran los ojos de la fe y vuelva a brotar fuerte la esperanza en el corazón para que aun en medio de la angustia escuchemos su voz que nos dice ‘no temáis, soy yo’

Sabiduría 13,1-9; Sal 18; Lucas 17,26-37

Hay textos en el evangelio que en algunas ocasiones nos desconciertan y pudieran  hacer aflorar en nosotros miedos, angustias, desconfianzas. Lo que nos habla Jesús hoy en el evangelio en una primera lectura nos pudiera parecer catastrófico, apocalíptico en el sentido más vulgar por así decirlo de la palabra – como podemos ver por otros lugares lo de apocalíptico tiene otro sentido de esperanza – porque parece que no hace otra cosa que anunciarnos catástrofes, destrucción y muerte.

Os confieso que al ir leyendo el texto para hacer esta reflexión me vino a la mente lo que en estos días están sufriendo muchas personas con el volcán surgido en la isla de la Palma, aquí cercana a nosotros. Prácticamente de forma inesperada – aunque los científicos hacían sus cálculos y sus estudios como siguen haciéndolo – surgió esa llamarada de destrucción que es un volcán con esa lava destructora que todo lo inunda y ante la cual nada podemos hacer.

Lo que nos dice hoy el evangelio de salir con lo puesto, de no volver a sus casas a recoger nada, lo de quedar todo roto y destruido parece una descripción demasiado literal de lo que allí está sucediendo. ‘Como sucedió en los tiempos de Lot’ nos recuerda Jesús, ‘asi serán también los días del Hijo del Hombre’. Pero no quiero sacar conclusiones terroríficas que nos llenen de temor. El evangelio nunca es para eso, siempre nos dirá Jesús, ‘No temáis, soy yo’.

Momentos de angustia y desolación, como la que están viviendo estas gentes; momentos de angustia ante lo impredecible y de desesperanza ante el futuro. Momentos en que es necesaria una fortaleza muy grande y una serenidad de espíritu para no aturdirnos ni acobardarnos; momentos que pueden ser una llamada a renacer y hacer surgir en nuestros corazones lo mejor de nosotros mismos, desde la solidaridad de los unos con los otros en el mismo sufrimiento, y desde una esperanza que quiere renacer de algo nuevo que en el futuro se puede realizar.

¿Y qué nos quiere decir Jesús con estas palabras tan apocalípticas y tan catastróficas que hoy nos ha pronunciado y llega como palabra de Dios en el ahora de lo que estamos viviendo o nos puede tocar vivir en un momento determinado? Siempre las palabras de Jesús son una invitación a la vigilancia para estar preparados ante lo que nos ha de devenir en cualquier momento, y son palabras que nos invitan a la esperanza.

Estas palabras de Jesús, que no podemos escuchar nunca aisladas del resto del evangelio, conectan con lo que nos habla del juicio final donde un día hemos de comparecer y precisamente se nos va a examinar del amor. ¿No querrán despertar en nosotros ese amor que con tanta intensidad hemos de vivir siempre en nuestra relación con los demás, porque todo lo que le hagamos al otro es como si a El se lo hubiéramos hecho?

Viene el Señor a nuestras vidas, y como tantas veces nos dice, ‘no sabemos el día ni la hora’. Y como tantas veces hemos reflexionado el Señor se nos manifiesta en las cosas quizás que menos esperamos, en los acontecimientos de la vida, unas veces agradables y otras veces no tanto. Soñaríamos quizás con apariciones milagrosas, cuando estamos angustiados estaríamos deseando un milagro extraordinario, pero la vida sigue, los acontecimientos se suceden unos tras otros, pero detrás de todo eso hemos de descubrir los caminos del Señor. No siempre es fácil. Muchas veces nos sentimos aturdidos. En ocasiones perdemos la esperanza, pero es ahí donde tiene que manifestarse la madurez de nuestra fe, la fortaleza de nuestra esperanza, la intensidad de nuestro amor.

Es una lectura que tenemos que saber hacer en los tiempos dolorosos de la vida que podamos estar viviendo. Que se nos abran los ojos de la fe, que vuelva a brotar fuerte la esperanza en el corazón.

jueves, 11 de noviembre de 2021

En la vida de cada día vivida con la intensidad del amor, la responsabilidad, la autenticidad de la verdad están las señales del Reino de Dios en medio de nosotros

 


En la vida de cada día vivida con la intensidad del amor, la responsabilidad, la autenticidad de la verdad están las señales del Reino de Dios en medio de nosotros

Sabiduría 7, 22 – 8, 1; Sal 118; Lucas 17, 20-25

Vivimos en un mundo de prisas; queremos que todo sea de inmediato. Nos hemos acostumbrado con la técnica y con la informática que tocamos una tecla, tocamos un botón o colocamos una clavija y todo sucede inmediatamente, que no soportamos las esperas. Que el ordenador va lento, nos quejamos tantas veces; que no nos resuelven de inmediato nuestros problemas, y ya andamos quejándonos y protestando porque nos hacen esperar. Un mundo de inmediatez.

Pero por unas razones o por otras, con unas técnicas modernas, o simplemente cuando las cosas llevaban otro ritmo, siempre nos hemos estado preguntando ¿y eso me lo van a solucionar pronto? ¿Y cuándo va a suceder eso que nos anuncian? Siempre hay como una expectativa de inmediatez. Y aunque las esperas a lo largo de la historia de la salvación podríamos decir que fueron de siglos, siempre estaba la esperanza de que todo aquello anunciado por los profetas tuviera pronto cumplimiento.

Ahora Jesús anuncia el Reino de Dios, nos da señales de cómo ha de ser ese Reino de Dios, nos pide un espíritu de conversión para abrir los espíritus de verdad a ese Reino de Dios, pero allí andaban los contemporáneos de Jesús, como había sucedido también a través de los tiempos en la espera de sucesos espectaculares con los que se hiciera presente el Reino de Dios.

Y ahora vienen preguntándole, ‘¿cuándo va a llegar el reino de Dios?’ y la respuesta de Jesús es clara. ‘El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí” o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros’. Será algo que Jesús repetirá en varias ocasiones como nos narran los evangelistas.

La tendencia a lo espectacular. Que nosotros también la tenemos. Cómo corremos de un lado para otro y somos capaces de atravesar el mundo cuando nos dicen que sucedieron cosas espectaculares o milagrosas en un lugar determinado; cómo corremos tras las apariciones o las visiones de algo que nos pueda parecer sobrenatural; cómo acudimos a este o al otro santuario porque allí nos dicen que se hacen milagros, que allí nos curamos de nuestras enfermedades y hacemos largas peregrinaciones. ¿Buscamos lo espectacular o buscamos a Dios? Será algo que tenemos que preguntarnos.

Y Jesús nos ha dicho ‘mirad que el Reino de Dios está en medio de vosotros’. Ahí, en nosotros, en nuestro interior según las actitudes nuevas de las que llenemos nuestro corazón, según los valores nuevos que vayamos poniendo en nuestra vida; ahí en nosotros, en medio de ese mundo en el que vivimos que luchamos por hacerlo mejor, es donde tenemos que encontrar el Reino de Dios, es donde tenemos que despertar todos esos valores del Reino de Dios.

Y cuando comencemos a amarnos más, cuando aprendamos a estar más unidos colaborando los unos con los otros, cuando vayamos arrancando de nosotros y de nuestras relaciones esos orgullos que nos destrozan, esas envidias que nos corroen, esos egoísmos que nos hacen insolidarios, esa maldad que hace ruin nuestro corazón y llena de injusticia nuestro trato y nuestra relacion con los demás, entonces nos daremos cuenta de cómo estamos construyendo el Reino de Dios.

Mira a esas personas que se aman, mira a quienes viven desprendidos y con corazón generoso dándolo todo por los demás, mira a esa gente que es verdaderamente solidaria, mira a quienes trabajan por lo bueno, por hacer el bien a todos, por buscar el respeto de cada persona, mira a esas personas que alejan de sí toda vanidad y toda hipocresía y estarás encontrando semillas del Reino de Dios. Ahí en ese mundo que vamos construyendo de esa manera, pongamos a Dios en el centro y estaremos en verdad encontrándonos con el Reino de Dios.

No son cosas espectaculares lo que esas personas hacen; es la vida de cada día vivida con la intensidad del amor, la responsabilidad, la autenticidad de la verdad; y eso serán quizás cosas que nos parecen pequeñas, pero ahí estamos viendo las señales de que el Reino de Dios está en medio de nosotros.

 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Aprendamos a estar en camino que es búsqueda y que es encuentro, que es comunicación pero también de silencio interior, de escucha y de apertura a la trascendencia

 


Aprendamos a estar en camino que es búsqueda y que es encuentro, que es comunicación pero también de silencio interior, de escucha y de apertura a la trascendencia

Sabiduría 6, 1-11; Sal 81; Lucas 17,11-19

Estar en camino significa una actitud de dinamismo en la vida. El que está en camino no se encierra en sí mismo; está en camino y va a la búsqueda, está en camino y descubre cosas nuevas, está en camino y se encuentra con el otro, el que está en camino se encuentra con la vida porque al mismo tiempo se va encontrando con la verdad de sí mismo. Qué riqueza más inmensa es estar en camino en la vida. Es una actitud muy positiva.

Cómo cuentan sus experiencias, por ejemplo, los que han hecho el camino de Santiago. Ha sido un camino recorrido durante siglos por hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Pudiera ser que alguno al iniciar el camino lo haya hecho por esa novelería de echarse al camino a andar, y como todo el mundo habla de él, se ha puesto a hacer el camino sin ninguna meta de profundidad; quizá en principio sin mayores motivaciones, pero cómo todos cuentan al final esa experiencia de encuentro, con los otros caminantes y con los lugares por donde van cruzando y sus gentes, pero como también cuentan de cómo se han ido encontrando consigo mismo. Al final para muchos ha sido una experiencia de trascendencia y una profunda experiencia religiosa.

Así es la vida. Así han de ser las actitudes con que nos enfrentemos a la vida para vivirla con toda intensidad. Quien no es capaz de soñar con ponerse en camino sus horizontes se achican cada día más; serán los mismos lugares, serán las  mismas personas, serán las mismas cosas que se repiten una y otra vez. Quien sueña con algo nuevo y distinto, aunque en principio sea solo en sus sueños ya de alguna manera se está poniendo en camino, y terminará por salirse de sí mismo y aunque quizá físicamente no pueda ir muy lejos, llegará lejos en su encuentro con la vida y con los demás porque comenzará a pregustarla con nuevos y distintos sabores. Y lo necesitamos para darle riqueza a la vida.

Hoy el evangelio nos dice que Jesús iba de camino. Ahora estaba realizando su subida a Jerusalén e iba atravesando Samaría; pero muchas veces lo vemos en el evangelio. Vayamos a otro sitio, tengo que ir a otros lugares, rema mar adentro, caminará ya por los límites de Palestina por el norte en la tierra de los cananeos, atravesará el lago y llegará hasta Gerasa que está al otro lado en todos los sentidos, un día había dejado Nazaret y se había ido a los desiertos de Judea y junto al Jordán. Jesús en camino que se va encontrando con la gente; Jesús en camino a cuyo encuentro vienen también desde todos los lugares para escucharle o para traerle sus dolencias y sufrimientos. No se aposenta Jesús en un lugar sin salir de él, aunque Cafarnaún parezca el centro de todas sus salidas. ¿Significará todo esto algo para nosotros?

Hoy en su camino hacia Jerusalén y atravesando Samaría va a haber un encuentro de salvación para algunos. Unos leprosos desde lejos del camino – no podían acercarse porque su lepra los confinaba – le gritan pidiéndole compasión y misericordia. ¿Qué hace Jesús? Los pone en camino. ‘Id a presentaros a los sacerdotes’. Todos entendían lo que querían significar aquellas palabras y fue como si se desbordaran de aquellos límites que les habían impuesto y todos corren para cumplir lo prescrito por la ley antes de encontrarse de nuevo con sus familiares; bueno, todos no, porque uno se regresa y viene a los pies de Jesús para dar gracias.

Aquel camino en que los había puesto Jesús significaba una vida nueva para todos ellos. Pero en aquel camino se obraron también milagros en su interior. Uno se encontró de verdad consigo mismo y con la realidad penosa de su vida de la que había sido liberado, pero esto le había transcendido para ir a un encuentro con el Señor. Allí estaba postrado ante Jesús dando gracias. Un horizonte nuevo se abría en su vida, porque su corazón se había llenado de fe y ahora todo lo veía distinto. ‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús. No era solo la curación de la lepra lo que había acaecido en aquel hombre, sino que se había encontrado consigo mismo y con Dios. La fe comenzó a brillar en su corazón y se lleno de nueva vida.

¿Será algo así lo que nosotros necesitemos? En el camino de la vida tenemos que aprender. Ese camino que es búsqueda y que es encuentro, ese camino que es comunicación pero que será también de silencio interior, ese camino en el que vamos a trasmitir algo pero ese camino que también será de escucha allá en lo más íntimo de nosotros mismos. Y cuando en ese camino nos encontramos con Jesús nos llenaremos de verdad de nueva vida.

martes, 9 de noviembre de 2021

Que cuando hablamos de Iglesia no nos venga enseguida la imagen de grandes templos o basílicas, sino la imagen de los cristianos verdadero signo de la presencia de Jesús

 


Que cuando hablamos de Iglesia no nos venga enseguida la imagen de grandes templos o basílicas, sino la imagen de los cristianos verdadero signo de la presencia de Jesús

Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12; Sal 45; 1Corintios 3, 9c-11. 16-17; Juan 2, 13-22

Nos gusta tener nuestra casa ordenada y limpia. Hay quienes se lo toman como una obsesión y pareciera que vivieran esclavos de la casa, de su limpieza, del orden que habría que tener en ella. Pero nos gusta a todos que sea acogedora, que nos sintamos a gusto, que tengamos lo que necesitamos a mano, que quien llegue a las puertas de nuestra casa se sienta invitado, no solo con nuestras palabras, sino por la suave fragancia que brota de ella con nuestra acogida y con los detalles que les ofrecemos; ahí está otro de los detalles, cuando recibimos a alguien siempre queremos ofrecerle algo, queremos tener un presente para que se sienta bien. 

Ahí está el café que inmediatamente se prepara en las casas de nuestra tierra. Pero será también nuestra presencia la que hará que en verdad quienes nos visitan se sientan en verdad acogidos.

Sin embargo, habremos tenido en alguna ocasión la sensación de desorden y dejadez cuando hemos llegado a algún lugar. No es la pobreza material, sino quizá la pobreza de espíritu de los que allí habitan, que lo hacen de cualquier manera y no se preocupan lo más mínimo por hacer acogedor su hogar. Yo conozco personas que cuando tienen cierta confianza y llegan a un lugar así inmediatamente sin que nadie se lo pide se ponen a ordenar, a colocar las cosas en su sitio, a tratar de limpiar en lo que les dejen. No soportan que los que allí viven lo hagan de esa forma y den esa sensación a quienes llegan. Alguna vez lo habremos sentido así en la casa de un amigo o de un familiar muy querido y hemos tratado de ponernos a hacer algo con la mayor delicadeza del mundo.

Hoy vemos que Jesús llegó al templo de Jerusalén y ya no lo pudo soportar más. Se lió a porrazos con los vendedores que se habían apoderado de los atrios del templo convirtiéndolo en un mercado. Quizá valiéndose de la necesidad de tener a punto los animales para los sacrificios, o los cambios de monedas para las ofrendas que no se podían hacer sino con las monedas propias del templo, se había levantado aquel tremendo tinglado que Jesús no puede soportar. Aquel lugar tenía que ser casa de oración y como les dice Jesús lo han convertido en un mercado y en una cueva de bandidos. Ya le echarán en cara a Jesús con qué autoridad se había atrevido a realizar aquella acción de limpieza del templo.

Pero Jesús todo eso quiere convertirlo para nosotros en una parábola profética. Las parábolas no son solo palabras, sino que pueden ser gestos que se realizan y que tienen ese sentido profético para nuestras vidas. Estamos acostumbrados solo a ver las parábolas que se nos ofrecen en los evangelios pero a lo largo del antiguo testamento sobre todo con los profetas podremos ver muchos gestos que son verdaderas parábolas para el pueblo por los hechos que realizan los profetas.

Hoy cuando le piden explicaciones a Jesús, les dice que destruyan ese templo que El en tres días podrá reedificarlo. No entenderán entonces las palabras de Jesús que servirán incluso para la acusación ante el Sanedrín, pero el evangelista ya con la inspiración del Espíritu podrá decirnos que se refería a su cuerpo y estaba hablando de su muerte y de su resurrección.

Pero, ¿quién es hoy el cuerpo de Cristo al que Jesús para nosotros se estará refiriendo? Ese cuerpo somos nosotros; recordemos que san Pablo nos hablará del Cuerpo Místico de Cristo que formamos todos los que creemos en El. Es una referencia a la comunidad de los creyentes y es una referencia a la Iglesia. Nos estará hablando de esa purificación que tendrá que haber en nuestra vida para que en verdad podamos ser ese templo vivo de Dios, esa morada del Espíritu, pero nos está hablando también de su Cuerpo que es la Iglesia.

La Iglesia que tiene que ser esa casa acogedora para que todos en ella nos sintamos a gusto; la Iglesia que tiene que ser esa casa de puertas abiertas para que todos puedan llegar a su seno y se sientan a gusto en ella porque en verdad nos sintamos esa morada de Dios en medio del mundo. ¿Cuál es el signo que damos los cristianos en medio del mundo que nos rodea? ¿Cuál es el signo que manifiesta la Iglesia?

Es de algo de lo que en verdad tendríamos todos que preocuparnos. Pero algunas veces andamos un poco confundidos. Las mismas expresiones que utilizamos algunas veces se nos vuelven ambiguas sin saber bien a lo que nos estamos refiriendo. Y hablamos de Iglesia y enseguida pensamos en nuestros templos y cada uno sentimos el orgullo del templo de nuestro pueblo, de nuestra comunidad y quizás nos gastamos y desgastamos incluso más de lo que tenemos por tenerlo bello, por tenerlo adornado, por llenarlo de esplendor y algunas veces, tenemos que reconocerlo también, de mucho boato.

Pero ¿cuál es el templo que tenemos que cuidar? ¿Qué es lo que en verdad tendría que preocuparnos? Como nos preguntábamos antes, ¿cuál es la imagen como Iglesia que nosotros damos ante el mundo que nos rodea? Hablábamos al principio de esa casa limpia y acogedora donde queremos sentirnos a gusto, ¿será así cómo nos sentimos en la Iglesia? Y no estoy hablando de cuando estamos reunidos en la iglesia, en el templo, sino, ya sea cuando estamos reunidos como comunidad cristiana, o a través de lo que como cristianos nosotros estamos realizando, ¿qué imagen atrayente damos a los demás para que también los otros quieran ser y participar de la vida de esa comunidad?

Creo que muchas cosas tendríamos que purificar en nuestra mente, en nuestra manera de actuar como cristianos, y en la forma como la Iglesia se presenta ante el mundo. Que cuando hablamos de Iglesia no nos venga enseguida la imagen de grandes templos, basílicas o catedrales, sino la imagen de unos cristianos que viven dando la señal de la presencia de Jesús. Eso es en verdad lo que nos tendría que obsesionar de la limpieza y del ordenar nuestra casa que es la Iglesia.

lunes, 8 de noviembre de 2021

En medio de las dudas y las sombras, en medio de las luchas y los desánimos, en los momentos de debilidad, no temamos gritar al Señor ‘Auméntanos la fe’

 


En medio de las dudas y las sombras, en medio de las luchas y los desánimos, en los momentos de debilidad, no temamos gritar al Señor ‘Auméntanos la fe’

Sabiduría 1,1-7; Sal 138; Lucas 17,1-6

Hay ocasiones en que la vida se nos hace cuesta arriba, van surgiendo dificultades por todas partes en aquello que queremos emprender o por lo que estamos esforzándonos, de manera que fácilmente nos puede entrar el desaliento, sentirnos cansados y sin ánimos, nos parece que nos tenemos fuerzas para mantenernos en la lucha por conseguir nuestros objetivos, nos dan ganas de abandonar, de marcharnos para otro sitio, de olvidarnos de aquello que eran nuestros sueños.

Qué bueno cuando sentimos una mano amigo que se posa sobre nuestro hombro y nos da ánimos, o sentimos la presencia del amigo que persevera a nuestro lado cuando a nosotros nos parece que todo está oscuro; triste es el que no tiene esa mano amiga sobre su hombre, o no tiene siente a nadie amigo que le acompañe en esos momentos.

¿A quien acudimos? ¿Con quién podemos contar? ¿Dónde encontraremos esa fuerza para seguir en la búsqueda y consecución de nuestros sueños y de nuestras metas? ¿Dónde encontraremos esa fe en nosotros mismos y esa confianza para seguir esperando que un día finalmente se vea la luz?

Algunas veces no nos bastan los recursos humanos, no nos es suficiente tampoco esa persona amiga que está a nuestro lado, y necesitamos elevarnos, mirar más a lo alto, buscar lo sobrenatural que nos hace elevarnos, necesitamos la fe. Triste es el que se encuentra en tal valle de oscuridad que también ha perdido la fe, porque se ve quizá abocado a la desesperación viendo la vida como una tragedia. Muchos podemos encontrar caminando como locos sin rumbo en la vida, sin dejar que les ilumine la luz de la fe.

¿Cómo se encontraban los discípulos cuando escuchaban los planteamientos que Jesús les hacía? Ellos también dudaban de sus fuerzas, de poder comprender plenamente las palabras de Jesús, de no sentirse desconcertados cuando descubrían que lo que Jesús les estaba planteando era algo nuevo que les exigía cambiar muchos chips de su vida.

En lo que hoy hemos escuchado Jesús les previene del daño que pueden hacer a los demás con sus posturas erróneas, equivocadas o en cierto modo inmorales en los que se pueden ver envueltos en sus propias debilidades; pero Jesús les plantea también unas actitudes nuevas ante los demás cuando les habla de perdón, y de un perdón que se ha de ofrecer generosamente siempre. 

Ya en alguna ocasión saldrá Pedro por allí preguntando que si son suficiente siete veces las que tenga que otorgar el perdón al que le haya podido ofender, ahora Jesús insiste y nos habla de esa necesaria generosidad del corazón para perdonar siempre.

Se sienten desconcertados, porque hasta entonces lo que quizá habían escuchado en la sinagoga o a los maestros de la ley parecía que les permitía poner un número limitado de veces en las que tenían que conceder el perdón e incluso poder poner algunas condiciones. Pero lo de Jesús es nuevo. Por eso surge casi espontáneamente la petición: ‘Auméntanos la fe’.

¿Tendremos que pedirlo nosotros también? ¿Nos sentiremos en ocasiones desconcertados ante la novedad del evangelio de Jesús o también quizá por aquellas cosas que podemos ver en los demás que nos pueden hacer daño? Claro que tenemos que pedir que el Señor nos aumente la fe. No es cosa nuestra solamente, aunque tenemos que poner nuestra parte.

Es un don sobrenatural que Dios nos concede, pone en nuestro corazón. Es con la gracia del Señor como podemos predisponernos para el perdón, descubrir y sentir lo que es la grandeza del perdón para poder otorgarlo generosamente a quien nos haya ofendido o nos haya hecho daño.

Es una actitud que tenemos que saber cultivar en nuestro corazón, porque muchas cosas nos debilitan, muchas cosas aparecen en nuestro entorno que no nos llevan precisamente a la generosidad de ese perdón; muchas cosas se nos meten en el corazón con nuestro amor propio y con nuestros orgullos que nos impiden esa generosidad. Por eso tenemos que pedirle al Señor, sí, que nos aumente la fe.

Ya nos dice Jesús que si tuviéramos fe como un grano de mostaza seríamos capaces de mover montañas o hacer que una morera solamente por la fuerza de nuestra palabra se trasplantara de donde está a plantarse en el mar. 

En medio de esas dudas y esas sombras que nos aparecen en la vida, en medio de esas luchas en que nos sentimos desanimados y a punto de arrojar la toalla, en esos momentos de debilidad que se nos viene todo encima, no temamos gritar al Señor para que nos dé esa luz y esa fuerza que necesitamos, para que nos conceda ese don de la fe.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Nos quejamos de las oscuridades de la vida porque quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de la luminosidad del corazón de tantos a nuestro lado

 


Nos quejamos de las oscuridades de la vida porque quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de la luminosidad del corazón de tantos a nuestro lado

1Reyes 17, 10-16; Sal. 145; Hebreos 9, 24-28; Marcos 12, 38-44

Siempre lo recuerdo como el regalo más hermoso que he recibido. Me habían hablado de una mujer mayor y muy pobre que estaba enferma, atendida en la medida que podía por un hijo ya en cierto modo mayor también y que vivía muy lejos entre los montes de aquel pueblo donde entonces estaba como párroco; me dispuse a ir a visitarla y tras la sorpresa de mi llegada, la dificultad para entendernos por su casi ceguera y sordera, al final me reconoció y con emoción recuerdo aún la alegría con que me recibió; no sabía como agradecérmelo y en su pobreza quería hacerme algún presente; abrió uno de aquellos cajones de tea que entonces se usaban para guardar sus pertenencias y allí tenía prensados unos higos pasados, que de alguna manera guardaba para su propia alimentación; como pudo trató de sacar un puñado grande de aquellos higos como un regalo que desde su pobreza pero en su alegría y generosidad quería compartir conmigo.

Podemos estar seguros que de la casa de un pobre si a ellos nos acercamos con generosidad de corazón nunca saldremos con las manos vacías. Allí leí aquel día plasmado en aquella mujer una página del evangelio. Un gran regalo recibí yo aquel día a través de aquel puñado de higos pasados.

Es lo que vemos hoy en el evangelio. Jesús estaba a la entrada del templo sentado enfrente del arca de las ofrendas y desde allí enseñaba a los discípulos reunidos en torno a El. Pero sus ojos estaban atentos para captar donde se desarrollaba un gesto maravilloso de generosidad y de desprendimiento. Mientras los que entraban echaban sus ofrendas en el arca, algunos quizá con pomposidad manifiesta para que se notara lo generosos que querían aparentar en lo que allí depositaban, una anciana viuda silenciosamente y sin que nadie se percatara dejó caer su humilde ofrenda de dos monedillas que era todo lo que tenía para vivir. Sólo los ojos de Jesús supieron percatarse de lo que allí sucedía y de la grandeza del corazón de aquella anciana.

Es lo que Jesús quiere destacar. ‘En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.

Es el interrogante que se plantea en nuestro corazón. ¿Hasta donde llega nuestra generosidad? ¿Hasta donde somos capaces de desprendernos de lo que tenemos? ¿Si solo damos cuando nos sobra qué valor tiene eso? Nosotros, hemos de reconocerlo, que siempre estamos haciendo nuestros cálculos, hasta dónde puedo llegar, cuáles son los imprevistos que se me pueden presentar, cuánto va a quedar para mí. La generosidad y la gratuidad están en merma en nuestros corazones.

Una generosidad y una gratuidad que tiene que aprender a mirar a los ojos de la persona a la que vamos a ayudar, una generosidad que tiene que saber tender la mano con humildad pero con la ternura del amor para acercarse a aquel con quien compartimos; pero una generosidad y una gratuidad que no tiene que mirar colores de piel ni procedencias, que no tiene que hacer juicio de la vida de aquellos a los que damos, ni buscar preferencias en aquellos que nos pudieran parecer más merecedores.

Una generosidad y una gratuidad en la que no es tan importante lo que se puedan vaciar nuestros bolsillos, sino ser capaces de vaciarnos de vanidades y de orgullos, de búsquedas de reconocimientos o de gratitudes, de actitudes egoístas o posturas de comodidad. Si faltan estas condiciones aunque quizás demos mucho está mermada en nuestro corazón la generosidad.

Jesús les decía los discípulos que tuvieran cuidado de no contagiarse de las actitudes de los escribas y de los fariseos con sus vanidades y con sus orgullos, buscando primeros puestos o lugares de honor, buscando reconocimientos y gratitudes, a costa quizás de la manipulación que hacen de los demás. Cuidado que esas vanidades no se nos metan también en el alma a nosotros buscando también halagos y gratitudes por aquello que con generosidad de corazón tendríamos que hacer, cuidado con esas disimuladas posturas que ocultan la pobreza de nuestro corazón.

Seamos además capaces también de saber apreciar el altruismo, la generosidad, la gratuidad y el desprendimiento de muchas personas nuestro alrededor. Hay personas así, como aquella viuda del evangelio o como aquella mujer de Sarepta de Sidón de la que nos habla la primera lectura; hay personas que no destacan, que parece que no levantan un palmo del suelo por la humildad con que van por la vida, pero que van con un corazón generoso y desprendido y tienen un alma grande.

Nos quejamos con demasiada frecuencia de las oscuridades de la vida, pero es que quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de esa generosidad de corazón de tantos a nuestro lado. Será la viejita que te da el puñado de higos pasados, o será la persona sencilla que te ofrece el vaso de agua fresca de su sonrisa, será la persona que silenciosamente pone su humilde ofrenda en el templo, o será quien se acerca a casa del vecino para compartir el perejil de su pobreza. Pero muchas personas hay con generoso corazón y no siempre somos capaces de verlo.

No vamos a hacerles homenajes porque ellos tampoco los quieren, pero si desde lo más hondo de nosotros mismos hemos de saber hacer ese reconocimiento y aprender esa lección.