sábado, 3 de julio de 2021

Que podamos escuchar esa bienaventuranza del Señor que nos llama dichosos por haber creído sin haber visto abriendo las puertas del cenáculo de nuestro corazón

 

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Que podamos escuchar esa bienaventuranza del Señor que nos llama dichosos por haber creído sin haber visto abriendo las puertas del cenáculo de nuestro corazón

Efesios 2, 19-22; Sal 116; Juan 20, 24-29

‘Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús…’ así comienza diciéndonos el relato del evangelio. Los discípulos tras todo lo que había sucedido aquellos días en Jerusalén, y de manera especial cuanto había sucedido con su Maestro al que habían prendido, entregado en manos de los gentiles y crucificado, estaban encerrados en aquella sala que le habían facilitado para la cena pascual.

Estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos.  Pero Tomás no estaba; más liberal que los otros, con menos miedo pensando que a él no le iban a hacer nada, quizá explotando por aquel encierro que ya se le hacia insoportable, el hecho es que no estaba con el resto cuando vino Jesús.

Durante la mañana habían corrido toda clase de noticias porque el sepulcro estaba vacío, porque algunas mujeres hablaron de aparición de ángeles, porque algunas contaban su experiencia de haber visto a Jesús, Pedro y Juan habían acudido también al sepulcro, y lo habían encontrado como habían dicho las mujeres, algunos discípulos se habían ido a sus casas como los de Emaús, pero hasta entonces ellos no habían visto a Jesús.

Cuando regresa Tomás al fin se encuentra con la noticia. ‘Hemos visto al Señor’. Pero él no estaba, él no lo ha visto, y para creer lo que le dicen exige pruebas. Meter sus dedos en las hendiduras de los clavos, meter su mano en la llaga del costado. Si no lo veo, no lo creo. Por eso a los ocho días, y ahora sí estaba Tomás con ellos, cuando Jesús vuelve a manifestárseles será Jesús el que se acerque al incrédulo Tomás para ofrecerle las hendiduras de sus manos y la llaga de su costado para meta los dedos, para que meta la mano. Y ya sabemos la reacción de Tomás, que como se suele decir se queda mudo por la sorpresa, aunque si podría pronunciar aquellas palabras que serán una hermosa confesión: ‘¡Señor mío y Dios mío!’

‘¡Dichosos los que crean sin haber visto!’ será la afirmación de Jesús. Una afirmación que viene para nosotros. Aunque muchas veces también nos entra la misma tentación y duda de Tomás, creemos por el testimonio de los Apóstoles, por el testimonio de cuantos antes que nosotros han creído también en Jesús y su experiencia nos ha valido a nosotros para tener la misma experiencia.

‘Hemos visto al Señor’, nos dicen aquellos primeros testigos, pero será también el testimonio que a través de los siglos se ha ido pasando de boca en boca. Porque quienes en verdad ponen su fe en Jesús no necesitarán de esa experiencia física que podríamos llamarla sino que la experiencia espiritual que han vivido en sus vidas es como si hubieran visto al Señor también y es lo que nos han transmitido.

Es la experiencia que también nosotros hemos de vivir porque con la fe abrimos las puertas del cenáculo de nuestro corazón para que Jesús esté ahí también en medio, en medio de mi vida y a través de mi vida pueda estar también en medio de nuestro mundo. Es lo que tenemos que vivir y lo que tenemos que trasmitir.

Algunos en ocasiones nos pedirán razones y pruebas, como dicen ellos, para poder creer. No son esas pruebas basadas en razonamientos humanos, que también podríamos ofrecer, los que de verdad van a despertar la fe; la prueba está en nuestra propia vida, en cómo nosotros vivimos precisamente a partir de esa fe que decimos que tenemos en Jesús. Desde esa fe nuestra vida tiene que sentirse transformada, porque hay algo que sentimos en nuestro corazón, en lo más hondo de nosotros mismos, que nos será difícil muchas veces de explicar pero es la alegría y el gozo de su presencia que nos transforma.

Abramos esas puertas que muchas veces tenemos muy cerradas en nuestro espíritu para que pueda despertarse en nosotros ese don de la fe que Dios nos concede. Aunque El puede entrar como entró en el cenáculo sin que fuera necesario abrir las puertas, El quiere contar con nosotros, con esa apertura a la fe que nosotros tengamos en nuestro corazón para inundarnos con su presencia y con su vida.

Es lo que nos enseña esta fiesta de Santo Tomás Apóstol que hoy estamos celebrando. Que podamos escuchar esa bienaventuranza del Señor que nos llama dichosos por haber creído sin haber visto abriendo las puertas del cenáculo de nuestro corazón.

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