domingo, 7 de marzo de 2021

Necesitamos gestos proféticos que nos despierten de nuestra atonía o que lo que realicemos con nuestra vida se convierta en un signo para los demás

 


Necesitamos gestos proféticos que nos despierten de nuestra atonía o que lo que realicemos con nuestra vida se convierta en un signo para los demás

Éxodo 20, 1-17; Sal 18; 1Corintios 1, 22-25; Juan 2, 13-25

Algunas veces necesitamos como que nos den un golpe fuerte, que nos despabile, porque parece que andamos medios adormilados, entontecidos con la rutina de las cosas que termina llevándonos a una modorra donde parece que nada nuevo nos puede llamar la atención. Y todos entendemos que no se trata de un golpe a la físico, como cuando mi perrito me ve medio adormilado y viene y me da un ladrido fuerte junto al oído – no le gusta verme adormilado -, pero ya digo no es algo físico lo que necesitamos, pero si algo que nos dé la sorpresa, nos llame la atención por lo distinto y atrevido, nos saque de esa modorra espiritual en la que caemos tan fácilmente. Como decíamos algo que nos sorprenda, algo que sea como una pregunta interior que no nos deje tranquilos, algo como aquellos gestos proféticos que nos encontramos tantas veces en la Biblia; los profetas hablaban más por gestos que por palabras.

Y es lo que significó aquel gesto profético de Jesús en el templo de Jerusalén de lo que nos habla hoy el evangelio. Todo el culto a Dios se había quedado en un ritual, y allí estaban aquellos sacrificios de todo tipo que se ofrecían continuamente en el templo de Jerusalén, aquellos rituales de los que habían llenado la vida que si bien en algún momento tuvieron su sentido como una ofrenda de gratitud a Dios y de reconocimiento de que todo viene de su mano, se había quedado en algo frío y ostentoso que mantenía lejos del Señor el corazón de los fieles.

Y Jesús expulsa del templo a los vendedores de todo tipo de animales para los sacrificios que habían convertido el templo en un mercado y en un negocio; por allá andaban los cambistas porque sólo en la moneda del templo de podían hacer las ofrendas, pero que lo había convertido todo en un negocio usurero con los préstamos que allí sea realizaban con fuertes cargas para quienes se vieran en la necesidad de acudir a aquellos usureros. Jesús busca el corazón de los hombres y que no hagamos las cosas solo por la apariencia y llenos de vanidad. Recordamos como un día había valorado el corazón de aquella anciana viuda que dio todo lo que tenia porque su vida era en verdad toda una ofrenda al Señor. Y ahora viene Jesús con este gesto profético.

¿No necesitaremos nosotros cosas así que nos despierten de nuestra atonía? Pero pudiera ser que estuviéramos en tal atonía que ya ni lo más discorde nos llama la atención. Entramos ya en un segundo año de dificultades, de pandemia con todo lo que eso habrá significado en nuestra vida, ¿terminaremos acostumbrándonos? ¿Cómo es que no terminamos de reaccionar? ¿No habremos terminado aún de buscar lo que verdaderamente es importante o todavía seguimos con nuestras vanidades y superficialidades y con nuestras ambiciones queriendo más lo externo que aquello que profundamente cambie nuestra vida?

De dos cosas más nos habla hoy la Palabra del Señor que tendrían que hacernos buscar lo que de verdad es importante en la vida. Y tendríamos que comenzar por aprender a valorar y a respetar a la persona, a toda persona y en eso fundamentáramos todas nuestras relaciones humanas. Cuando solo nos valoramos a nosotros mismos y a nuestras apetencias pronto olvidamos el valor de todo ser humano, pronto faltará el respeto a la dignidad de toda persona porque nos hemos querido convertir en dioses de nosotros mismos y pensamos que todos los demás están como para rendirnos pleitesía; de ahí la tentación a la manipulación de las personas porque en cuanto me sirvan para mis intereses me valen, cuando ya no puedo conseguir ese endiosarme en mis orgullos destruyo cuando encuentro a mi paso y no me importa destruir a los demás.

En la primera lectura hemos escuchado la ley del Señor que a través de Moisés Dios le dio a su pueblo, los mandamientos. Muchas veces lo hemos visto demasiado a lo negativo como si todo fueran prohibiciones y no hemos aprendido a descubrir que lo que buscan los mandamientos es el bien del hombre, el bien de la persona. Comenzamos reconociendo que no hay sino un solo a Dios y al único que tenemos que adorar; no podemos convertirnos nosotros en dioses de nosotros mismos ni en dioses de los demás. Pero tras eso lo que nos viene a decir que tenemos que respetar y valorar a toda persona, que no puede haber manipulación de ningún tipo por nuestra parte porque nadie es esclavo de nadie, ni en consecuencia puedo hacerles daño alguno. Y es que en Jesús encontramos la plenitud de ese mandamiento del Señor, que nos manda amar al prójimo, porque todo hombre es nuestro hermano, porque todo ser es también hijo de Dios.

Y el otro aspecto que hoy nos propone la Palabra de Dios es de lo que nos habla san Pablo en la segunda lectura, la teología de la cruz que es nuestra verdadera sabiduría y nuestro verdadero poder. Nosotros predicamos, dice Pablo, confesamos a Cristo crucificado, lo que puede parecer una locura y una tontería para judíos y para gentiles pero que para nosotros es la verdadera sabiduría. Porque en la cruz de Jesús descubrimos toda la grandeza del amor.

Es el signo de la entrega y del amor y para nosotros es el signo de la victoria, porque de la cruz de Jesús nos viene la salvación. Quien mira así a la cruz de Cristo, ¿cómo puede crucificar al hermano? ¿Cómo podemos permitir el sufrimiento? ¿Cómo no viviremos nosotros en una entrega semejante para ayudar a liberar a toda persona de todo mal? ¿Cómo podemos convertirla en un adorno y no sea en verdad el signo de nuestra entrega y amor?

 

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