viernes, 11 de septiembre de 2020

Limpiemos las lentes de los filtros con que miramos la vida y a los demás y encontraremos caminos de cercanía y encuentro que nos hacen a todos más felices

 


Limpiemos las lentes de los filtros con que miramos la vida y a los demás y encontraremos caminos de cercanía y encuentro que nos hacen a todos más felices

1Corintios 9, 16-19. 22b-27; Sal 8; Lucas 6, 39-42

Demasiado empañados llevamos los cristales de las lentes con que miramos la vida. Los que tenemos que utilizar gafas para corregir nuestra visión tenemos la experiencia de que hay ocasiones en que nos parece que lo vemos todo turbio y hasta llegamos a pensar si acaso tenemos algún problema en nuestros ojos que van mermando la visión, pero finalmente nos damos cuenta que los cristales de nuestras lentes se han llenado de polvo, de grasas y de mil otras manchas que nos hacen ver con dificultad; no los hemos limpiado. Como aquella mujer que criticaba a su vecina porque mirando desde la ventana de su casa le parecía que lavaba mal la ropa y estaba llena de manchas hasta que un día el marido le dijo que limpiara los cristales de su ventana.

No son ya los cristales de nuestras lentes o de nuestra ventana sino que es la mirada turbia con que nosotros miramos a los demás. Los filtros de nuestras malicias, de nuestros propios defectos o debilidades, de los malos deseos que llevamos en el corazón, de nuestros orgullos o prepotencias, de nuestros resentimientos o nuestras envidias nos hacen mirar mal a los demás. Todo lo estamos viendo con segundas intenciones, con malquerencias enquistadas, con resentimientos no curados, con desconfianzas que impiden todo camino de cercanía y encuentro.

Son tantas las experiencias y situaciones de este tipo que podemos descubrir en los que nos rodean, o acaso aniden en nuestro interior, aunque tratemos de ocultarlos con mil disimulos. Es en lo que hoy el evangelio nos quiere hacer recapacitar cuando Jesús nos dice que quitemos las vigas que tenemos en nuestros ojos, antes de querer corregir las pequeñas motas que pudiera haber en los ojos de los demás. Nos sucede con demasiada frecuencia y no tenemos la humildad de reconocerlo.

Son nuestros orgullos personales donde nunca queremos reconocer que hay debilidades y defectos en nuestra vida o en nuestra manera de ver y hacer las cosas. Pero son también los orgullos comunitarios, podemos decir, cuando los pueblos nos creemos superiores a los demás y de ahí surgen tantas rencillas y desconfianzas entre pueblos vecinos.

Pero surgen actitudes así en nuestras comunidades; siempre hay algunos que se creen superiores a los demás, siempre hay algunos que se creen maestros de todo y de todos, siempre algunos que se convierten en manipuladores de los que parecen más débiles para así quizá considerar que consiguen más cuotas de poder, y no son capaces de abajarse de sus caballos de orgullo para reconocer que no todo lo saben, que no todo pueden hacerlo por si mismos, que siempre hay que saber contar con los demás.

Y esto lo palpamos también en nuestros grupos cristianos en nuestras comunidades y parroquias generándose en ocasiones verdaderas guerras entre unos grupos y otros. No nos damos cuenta de que somos seguidores de Jesús, de aquel que nos dijo que teníamos que saber hacernos los últimos y los servidores de todos para encontrar la verdadera grandeza y el verdadero sentido de nuestra vida. Cuántas cosas nos pueden salir en nuestra reflexión si nos dejamos conducir por el Espíritu del Señor que anida en nuestros corazones.

Qué distintos son los caminos que nos propone el Señor; qué estilo de vida más sano es el que nos propone para que en verdad seamos capaces de caminar como hermanos en ese camino de la vida que nos toca recorrer y así seamos también más felices haciendo un mundo mejor.

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