jueves, 13 de agosto de 2020

Un amor que dignifica y un perdón que reconstruye es la experiencia de sentirse perdonados que nos lleva a perdonar con generosidad a los demás

 

Un amor que dignifica y un perdón que reconstruye es la experiencia de sentirse perdonados que nos lleva a perdonar con generosidad a los demás

Ezequiel 12, 1-12; Sal 77; Mateo 18, 21 – 19, 1

Hemos de reconocer que muchas veces no damos la medida; vamos en la vida de mezquinos y raquíticos en las medidas de humanidad que ponemos en el trato con los demás. Lo queremos todo para nosotros pero no somos capaces de compartir; y no me refiero tanto en este momento de aquellas cosas materiales que poseemos, que hemos conseguido o que se nos han dado que no somos capaces de compartirlas con los demás, sino de las actitudes que tenemos con los otros.

Queremos que sean generosos con nosotros, queremos que nos valoren o nos ofrezcan sus respetos, queremos que nos tengan en cuenta y mejor que sea en grado superlativo la valoración que hacen de nosotros, queremos ser bien tratados y que sean comprensivos con aquellas sombras negativas que pudieran aparecer en nosotros, pero no es la misma medida que tenemos con los demás, porque estamos prontos al juicio y a la condena, estamos prontos para descalificar o para marginar, estamos prontos para apartar de nosotros a quienes no nos caen bien sin darnos cuenta de que por nuestra manera de ser tampoco nosotros caemos bien a los demás.

Esto nos lo está planteando Jesús en el evangelio que hoy hemos escuchado. No sabemos valorar el amor que nosotros recibimos para ser igualmente comprensivos con los demás y amar con una medida igual. No sé si nos sentimos agradecidos cuando nos han ofrecido el perdón, al menos quizá nos habremos sentido liberados del peso de la culpa – bueno siempre estaremos buscando razones para disculparnos o para disimular – pero de la misma manera no somos capaces de perdonar a los demás. Y queremos imponer nuestras medidas, queremos que haya unos límites porque no siempre vamos a estar perdonando.

Es lo que le están planteando los discípulos a Jesús – Pedro siempre hace de portavoz – pero es lo que en el fondo nosotros llevamos también en nuestro corazón. ‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?’ Habría escuchado las palabras de Jesús por ejemplo en el sermón del monte cuando nos hablaba del amor a los enemigos y hasta rezar por aquellos que nos hayan hecho mal, pero todavía no han terminado de digerir las palabras de Jesús. ‘¿Hasta siete veces?’, preguntará Pedro.

Y Jesús nos pone un ejemplo, una parábola, para reflejarnos la mezquindad con que nosotros vamos por la vida a la hora del perdón, pero para que comprendamos la generosidad sin límites del amor del Padre. Ya conocemos la parábola; el hombre que tenía una gran deuda con su amo y señor y que cuando le piden cuentas ruega y suplica para que le condonen la deuda o al menos aplacen el pago, pero aquel amor generoso le perdona cuanto debía y era buena cantidad. Pero no actúa este hombre de la misma manera con quienes tienen deudas con él, porque al que no le paga lo mete en la cárcel y ya sabemos todas las consecuencias. Había sido perdonado de una gran deuda, pero no es capaz de perdonar la pequeñez que le debe su compañero. El raquitismo del egoísta y del insolidario, la mezquindad de quien no ha sabido apreciar lo que es el amor que ha recibido.

Cómo nos falta con tanta frecuencia la generosidad del amor en nuestro corazón. Decimos que amamos pero ponemos límites y medidas; decimos que amamos y vamos con mezquindades a la hora de repartir amor para con los demás; decimos que amamos y no terminamos de valorar y dignificar a aquellos a los que decimos que amamos. El amor no es simplemente lástima, es mucho más; el amor me tiene que llevar a engrandecer a la persona, comenzando por tratarla con toda dignidad, con toda la dignidad que toda persona se merece.

Y desde un amor que así dignifica surgirá de forma espontánea el perdón que reconstruye; con nuestro perdón no solo vamos a sentir lástima por aquella persona sino que vamos a ayudarla a que rehaga su vida, se reconstruya a sí mismo, comience a darse cuenta de su dignidad y que merece la valoración de toda persona; con el perdón va a sentir que lo amamos de verdad porque seguimos confiando en la persona y no tememos caminar a su lado sino que le tenderemos nuestras manos para aprender a caminar juntos; con un perdón así la persona se va a sentir curada desde lo más hondo de sí misma y se va a sentir llena de vida.

¿No es eso de alguna manera lo que nosotros hemos sentido cuando hemos recibido el perdón del Señor? Creo que tenemos que aprender a disfrutar del amor que Dios nos tiene cuando nos regala su perdón, y vamos a saber sentir esa alegría profunda en el alma. Seguro que si lo sentimos así, eso le ofreceremos generosamente a los demás cuando le regalamos también el perdón.

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