martes, 11 de agosto de 2020

Tenemos que aprender a abajarnos en la vida para ponernos realmente a la altura del otro y poder mirarle directamente a los ojos desde la sinceridad del corazón

 
Tenemos que aprender a abajarnos en la vida para ponernos realmente a la altura del otro y poder mirarle directamente a los ojos desde la sinceridad del corazón

Ezequiel 2, 8 – 3, 4; Sal 118; Mateo 18, 1-5. 10. 12-14

Vivimos en una cultura de competitividad. Una palabra que refleja un estilo de vida lleno de luchas, que no nos importan que sean desleales, porque lo importante es ganar, quedar por encima del otro, arrebatar como sea ese primer puesto o ese poder porque queremos hacer relucir nuestro ego, nuestro orgullo. No es competencia en el sentido de hacer valer aquello en lo que somos competentes, en lo que tenemos unos valores o unas cualidades o unas capacidades que con el aprendizaje hemos desarrollado. Es el competir en un sentido de lucha que nos lleva a enfrentamientos, que nos hace ser dominantes, en que nos creemos poderosos buscando muchas veces solo nuestro beneficio personal. Todo vale entonces para lograr ese poder, todo vale en esa lucha y en la deslealtad a la que llegamos no importa la traición con tal de yo quedar vencedor.

Siempre estamos pensando en quién es más grande o más importante, quién puede más o en no dejar de ninguna manera que nadie esté por encima. Y eso nos ciega para ver los valores de los demás, para descubrir lo bueno que hay en el otro, para buscar un camino de colaboración para entre todos, cada uno según sus capacidades, sus competencias, cooperar para lo que sea lo mejor para todos. Hasta en lo que tendría que ser un juego en la vida que nos proporcionara diversión y entretenimiento ponemos por medio esa competitividad de lucha, de enfrentamiento y de pasión convirtiéndonos en rivales los unos de otros que casi en enemigos;  pensemos en lo que hemos hecho incluso de nuestros deportes.

Es una tentación que ha estado siempre en el hombre, en la humanidad. A todos nos pueden tentar esos brillos del poder, esa vanidad de la vida, esos orgullos que nos endiosan y cuando nos subimos a esos pedestales cómo nos cuesta bajarnos para caminar el camino llano donde todos nos sintamos hermanos. Vemos hoy en el evangelio que también los discípulos de Jesús sentían esa tentación. Desde el orgullo patrio en que vivían y en el que se sentían humillados bajo el poder de pueblos y poderes extranjeros, con la esperanza de un Mesías que les daría la gloria y la libertad, el estar cerca de aquel en el que pensaban que podía ser el Mesías, les hacía soñar también en esos brillos de poder. ¿Quién sería el más importante? Ya conocemos el momento en que dos de los discípulos, porque se sentían de la familia de Jesús, aspiraban a estar uno a la derecha y otro a la izquierda.

Jesús a estos sueños y aspiraciones que les aparecen hoy les ofrece la imagen de un niño y les dice que tienen que ser como niños. El niño que no ha entrado en ese juego de la competitividad de los mayores, el niño que es humilde y sencillo y en su ternura es amigo de todos, el niño que juega con los otros niños solamente por divertirse y pasarlo bien, el niño de esa sonrisa abierta y de esos ojos brillantes en los que aún no han aparecido las sombras de la ambición y de los orgullos que tan pronto aprenderán de los mayores, el niño que siempre es dado y servicial, que solo busca cariño y que siempre nos ofrecerá la ternura de su corazón en ese beso inocente que con tanta facilidad nos regala.

Así nos dice Jesús que tenemos que ser. Así tiene que ser la humildad y la ternura que se han de destilar siempre de nuestro corazón; así con esa generosidad de poner lo que somos y lo que llevamos de bueno en el corazón para que todos seamos felices, para que haya esa sonrisa franca y esa risa llena de alegría y alejada de amarguras; así con esa generosidad que le hace espontáneamente solidario y que sabe llorar con el que llora, pero que también está pronto para reír y cantar con el que expresa alegría en la vida.

‘En verdad os digo, nos dice, que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí’.

¿Aprenderemos de verdad que el Reino de Dios lo vamos a vivir desde cosas pequeñas? ¿Aprenderemos que no necesitamos hacer grandes cosas para vivir el Reino de Dios sino que esas cosas pequeñas de cada día las podemos hacer extraordinarias cuando llenamos la vida de humildad, sencillez, ternura, lealtad, amor y amistad verdadera? ¿Aprenderemos de una vez por todas a estar siempre a la altura del otro aunque pare ello tengamos que abajarnos, agacharnos para poder mirarle directamente a los ojos?

 

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