sábado, 25 de julio de 2020

Como Santiago formemos parte del grupo de los inseparables de Jesús pero tomemos su testigo para arremangarnos la toalla del servicio para curar las heridas de nuestro mundo



Como Santiago formemos parte del grupo de los inseparables de Jesús pero tomemos su testigo para arremangarnos la toalla del servicio para curar las heridas de nuestro mundo

Hechos 4, 33; 5, 12. 27b-33; 12, 2; Sal 66; 2Corintios 4, 7-15; Mateo 20, 20-28
Un día había escuchado la llamada de Jesús. Estaba con su hermano Juan en la barca de su padre, Zebedeo, junto a otros jornaleros que tenían para el trabajo arreglando las redes para cuando de nuevo tocara salir a pescar. Había pasado Jesús y los había invitado a seguirle. Lo habían dejado todo, las redes, la barca, a su padre y se habían ido con Jesús. También su hermano Juan había escuchado la misma llamada y otros pescadores más allá también habían escuchado la invitación de Jesús, Simón y Andrés.
Por supuesto no podemos pensar que fue el primer encuentro con Jesús. Llevaba días rondando aquellas orillas del mar de Galilea, se había levantado en la sinagoga a hacer el comentario a la Ley y los profetas, en cualquier rincón se reunía con la gente para hablarles del Reino de Dios. Ellos también estarían en la Sinagoga, como formarían parte del grupo de la gente sencilla que se acercaba a escuchar a aquel nuevo profeta.  Además, estaban en la familia, eran parientes, su madre probablemente era hermana de María, la madre de Jesús. Algo conocían ya de la Buena Nueva que Jesús andaba anunciando.
Habría otro momento más adelante, que tratando de ayudar a Pedro porque a la Palabra de Jesús había cogido una redada tan grande que se reventaban las redes, también se había sorprendido por el poder de Jesús y las maravillas que realizaba y había escuchado de nuevo la misma invitación. ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’.
Y con Jesús andaban ahora por todas partes, con El se reunían como amigos para escucharle aquellas palabras nuevas que Jesús decía y se sentían ya entusiasmados por Jesús; cuando partían de un lugar para otro, de aldea en aldea, ellos eran ya del grupo de los inseparables que iban siempre con Jesús. Para ellos tenía Jesús palabras aparte donde les explicaba con todo detalle aquellas parábolas que le ponía a la gente. Ellos estaban siendo esa tierra buena donde era sembrada la semilla y prometía que un día podría dar fruto.
Las gentes decían que nadie hablaba como El, y que un gran profeta había aparecido en medio del pueblo; las esperanzas de la venida del Mesías se avivaban y ya había algunos que pensaban si acaso Jesús no sería el Mesías. Claro que los sueños que ellos tenían sobre el Mesías que esperaban no se parecían mucho al estilo de vida que Jesús les enseñaba. Pero es normal que los sueños se despierten y comiencen también las aspiraciones. Si era el Mesías un día habría de manifestarse con mucho poder, y claro ellos que estaban cerca participarían de ese poder y de esa gloria. Normal que runrunearan en sus corazones esas aspiraciones.
¿Se atrevían ellos a presentárselas al Maestro? Entre ellos muchas veces hablaban de estas cosas y también soñaban con quien iba a ser el primero que tuviera más poder. Son cosas que brotan casi espontáneamente en el corazón de los hombres, porque a cualquiera le amarga un dulce. ¿Y si alguno se adelantaba? Se valen de madre, aquí los parentescos aparecen con sus propias influencias. Y allí se presenta la madre que tiene una petición que hacerle al Maestro, aunque ella ya de alguna manera lo estaba mirando como el Mesías anunciado. Tengo una petición que hacerte. ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’. Jesús se les quedaría mirando. ¿Sabían ellos bien lo que estaban pidiendo? ¿Habrían terminado de entender lo que era su misión y cuál era la salvación que El ofrecía? ‘No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?’
Ellos parece que están dispuestos a todo y con prontitud responden aunque no sé si conscientes de lo que significaban las palabras de Jesús. Pero su cáliz lo beberán, pero los primeros puestos no se reparten de esa manera. En el Reino nuevo que Jesús anuncia el camino es el del amor y el del servicio. Solo el que sabe amar hasta el final, hasta ser capaz de dar la vida, al que no le importa hacerse el ultimo y el servidor de todos, es el que va a ser en verdad grande. Su Reino no es la manera de los reinos de este mundo, su poder no es como el poder de los poderosos de este mundo. Otro ha de ser el camino y el sentido de la vida.
Nos quedamos aquí contemplando esta escena del evangelio y tratando de verla reflejada en lo que ha de ser la vida de los cristianos de hoy y en lo que ha de ser el estilo de la Iglesia. Cuando hoy celebramos al apóstol Santiago y nosotros los españoles lo miramos como nuestro especial protector y como el primero que nos trajo el anuncio del evangelio de Jesús, nos quedamos rumiando esta escena, nos quedamos rumiando las palabras de Jesús a ver si convencemos de verdad que nuestra vida ha de ser el servicio.
Sentimos en nuestros corazones – o habríamos de sentirlo – el ardor misionero del apóstol que llegó a nuestras tierras y recogemos de su mano el testigo porque es lo que nosotros hemos de seguir haciendo. En esa España nuestra que con tanto orgullo decimos tantas veces católica tenemos que darnos cuenta que es necesario un nuevo anuncio del evangelio, una reenvangelización porque ya no todos conocen a Jesús, ya no todos viven esos valores del evangelio. Nuestra ‘católica’ España medio se ha descristianizado y otra vez hemos de sembrar con ardor la semilla del evangelio. Lo anunciamos y proclamamos como queremos proclamar bien alto nuestra fe, pero no olvidemos del testimonio que tenemos que dar.
No nos importe que no contemos entre fuerzas y poderes, pero sí que tenemos que sentir que haciéndonos los últimos y los servidores de todos es como mejor haremos ese anuncio. Despojémonos – despójese la Iglesia también en sus dirigentes y llamadas jerarquías – de esos boatos del poder para arremangarnos la toalla a la cintura para ir a lavarle los pies a nuestros hermanos. Muchos ropajes de apariencias de poder no nos valen para poder arrodillarnos junto al hermano que sufre y es por ahí donde tenemos que comenzar a limpiar y curar sus heridas. Bajémonos de ese caballo donde nos hemos subido, como subimos también al apóstol santiago, para utilizar como mucho el humilde borrico que utilizó Jesús en su entrada en Jerusalén.


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