domingo, 12 de enero de 2020

Aquel Jesús envuelto pañales y adorado por los pastores, a quien buscan los magos de oriente, ungido por el Espíritu es el Hijo amado del Padre y nuestra salvación


Aquel Jesús envuelto pañales y adorado por los pastores, a quien buscan los magos de oriente, ungido por el Espíritu es el Hijo amado del Padre y nuestra salvación

Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos 10, 34-38; Mateo 3, 13-17
Hoy volvemos al Jordán. Allí, junto al desierto, donde Juan preparaba los caminos del Señor, invitaba a la penitencia y a la conversión y bautizaba en las aguas del Jordán a quienes daban señales de arrepentimiento y de conversión. La gente acudía de todas partes – lo escuchamos durante el tiempo del Adviento que era el tiempo de Juan – y le preguntaban qué habían de hacer. Invitaba a la responsabilidad y a la justicia, invitaba al amor y al compartir solidario, invitaba a purificar el corazón para recibir al que había de venir.
En medio de aquellas largas filas de quienes arrepentidos buscaban recibir aquel bautismo que los purificara encontramos hoy a Jesús. ¿Formaría Jesús parte de aquel grupo que estaban cercanos a Juan escuchando su Palabra o acaso de los esenios que más abajo en las orillas del mar Muerto vivían una vida de ascetismo y oración? No tenemos datos para ello, pero conocidas para Jesús serían aquellas montañas del desierto de Judá porque en lo que luego se llamaría monte de la cuarentena Jesús se retiraría cuarenta días al silencio, al ayuno y a la oración como encuentro con Dios para ser consciente de verdad en lo que sería su misión. Sería el lugar de la crisis interior, de los interrogantes profundos y de las tentaciones como se nos narrará más tarde en el evangelio.
Allí estaba Jesús, como decíamos, con los que quería recibir el bautismo. Ya conocemos el corto diálogo entre Juan que no quiere bautizarle al reconocerle y Jesús que le insiste en que cumplamos con toda justicia. Será a partir del bautismo cuando se abran los cielos para manifestarse la gloria de Dios sobre Jesús.  ‘Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco’.
Aquel Jesús que hemos contemplado recién nacido, adorado por los pastores como el Salvador, tal como les anunciaron los ángeles, ante quienes se postraron los Magos venido de Oriente que buscaban un recién nacido rey de los judíos, pero ante el que le ofrecen sus ofrendas, un reconocimiento también que son de que es Dios y hombre verdadero, ahora es presentado desde el cielo como el Hijo Amado de Dios, lleno del Espíritu Santo que bajaba sobre él como una paloma y se posaba sobre él, pero que tiene todas las complacencias del Padre y a quien hemos de escuchar. ‘Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él’, como anunciaba Pedro según lo escuchado en la segunda lectura.
Es toda una teofanía, una manifestación de la gloria de Dios que se hace visible, por eso lo celebramos en este tiempo de la Epifanía del Señor.  Es el ungido con el Espíritu del Señor y que será enviado a llevar la buena noticia a los pobres y el año de gracia del Señor, como se proclamará en la sinagoga de Nazaret con las palabras del profeta y con la ratificación que Jesús mismo hace. ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, dirá entonces y de alguna manera nos está diciendo hoy también, porque así podemos contemplar a Jesús.
Es importante esta fiesta del Bautismo de Jesús que hoy celebramos. Hoy contemplamos como Jesús está sellado con el Espíritu Santo para manifestársenos como verdadero Hijo de Dios y como nuestra auténtica salvación. Es el principio de un nuevo bautismo que no será ya solo el que nos purifique de nuestros pecados para tener un corazón bien dispuesto como era la misión del bautismo de Juan, sino que ahora en el nombre de Jesús seremos bautizados en el agua y en el Espíritu, como le dirá más tarde a Nicodemo, para que comencemos a ser ese hombre nuevo renacido a vida nueva. Así comenzamos a ser hijos de Dios, no nacidos de la carne, ni de deseos de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios. ‘A cuántos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre’.
Una fiesta con la que concluimos la Navidad – ya mañana comenzaremos el llamado tiempo ordinario - que nos hace contemplar la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús, su Hijo, pero que nos hace contemplar también nuestra grandeza que por el agua y el Espíritu en el Bautismo nos hace a nosotros partícipes de esa vida de Dios porque nos hace hijos de Dios.

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