lunes, 4 de noviembre de 2019

La gratuidad de nuestro amor es amar con un amor como el de Dios que nos amó primero, con una generosidad sin límites y sin esperar recompensa


La gratuidad de nuestro amor es amar con un amor como el de Dios que nos amó primero, con una generosidad sin límites y sin esperar recompensa

Romanos 11,29-36; Sal 68; Lucas 14,12-14
Como solemos decir con demasiada facilidad y frecuencia yo soy amigo de mis amigos. Así lo ponemos en los perfiles de las redes sociales como queriendo decir que somos buenas personas y con sobre todo con los amigos somos buenos. Ya digo que lo decimos con demasiada facilidad y lo vemos con tan natural; entra, es cierto, en una cierta lógica porque con quien nos relacionamos con más frecuencia es con los amigos  y de hacer el bien, de prestar un favor o un servicio parecería de lo más lógico que los primeros son nuestros amigos.
¿A quien invitamos cuando vamos a celebrar una fiesta, hacer una comida especial, en nuestro cumpleaños o en la boda de nuestros hijos? A nuestros amigos, a los que conocemos más, con los que más nos relacionamos, aquellos que mantienen con nosotros unos vínculos más especiales, una cercanía, unos favores prestados y recibidos generosamente, una relación familiar. Entra dentro de nuestras lógica humanas, y no podemos decir que sea mal.
Pero Jesús quiere que tengamos una mirada más amplia, que haya otra generosidad en nuestro corazón, una visión distinta de lo que han de ser nuestras relaciones. Una perspectiva nueva, un enfoque distinto y una mirada distinta.
Lo había invitado un fariseo a comer. Nos pudiera parecer extraño con las fuertes diatribas que solía tener con ellos, pero Jesús no deja de mezclarse con todos, como nos diría en otro momento es el medico no para los sanos sino para los enfermos. No es la primera situación en este sentido y conocido es que algunos incluso venían de noche a escucharle, como aquel noble magistrado Nicodemo. Jesús acepta, como un día también con Simón el fariseo, pero al final tiene la oportunidad de dejar su mensaje.
Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado’, le dice. Han de ser otras las medidas, otras las claves, otros los criterios; no es cuestión de irnos pagando unos a otros lo bueno que hacen o que hacemos. Hay otra clave muy importante, hay otro valor que El quiere destacar en el Reino de Dios, la gratuidad.
‘Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos’ sentencia Jesús. No pueden pagarte, no pueden corresponder, no importa. Como nos diría en otra ocasión ‘tu recompensa será grande en el cielo’. Y esta actitud y este valor nos dejan descolocados. Porque estamos acostumbrados que sean agradecidos con nosotros correspondiendo en una medida semejante a lo que hayamos hecho. Pero vamos a invitar a quien no nos puede corresponder. Y no vamos a decir mira que desagradecidos que no corresponden, porque no lo hagamos por eso sino desde ese amor gratuito y generoso que tiene que haber en nuestro corazón.
Agradecidos tenemos que ser, es cierto, y siempre pero esto no se puede convertir en exigencia, casi como condición previa, por nuestra parte ante el bien que queremos hacer. La gratuidad nos descoloca, porque nos parece que todo hay que pagarlo, todo lo hacemos desde un interés; pero eso significaría falta de generosidad y nos dejaría cojo el amor. Porque tenemos que amar como Dios que El nos amó primero, sin que ni siquiera nosotros los mereciéramos; tenemos que amar con generosidad sin límites; y tenemos que amar sin esperar recompensa.

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