lunes, 2 de septiembre de 2019

No andemos nosotros en nuestra vivencia religiosa como las gentes de Nazaret con nuestras permanentes desconfianzas y hasta chantajes espirituales


No andemos nosotros en nuestra vivencia religiosa como las gentes de Nazaret con nuestras permanentes desconfianzas y hasta chantajes espirituales

1Tesalonicenses 4, 13-17; Sal 95; Lucas, 4, 16-30
Todos tenemos la tendencia de hacer como dice el refrán de arrimar el ascua a nuestra sardina. Queremos que lo nuestro se cocine bien, que nuestros proyectos sean los que salen adelante, o que los beneficios que puedan resultar sean para nosotros. Nos arrimamos a aquellos que puedan beneficiarnos y manipularemos lo que sea para ganarnos su favor.
Cuando ya no cumplen con nuestros intereses los descartamos; si no hacen lo que a nosotros nos gusta o nos beneficia ya los consideramos como enemigos; mientras vemos las posibilidades de obtener alguna ganancia nos arrimamos de mil manera a su lado, pero si no podemos conseguir lo que son nuestros deseos los abandonamos y hasta somos capaces de hacerle la guerra.
Muchos ejemplos de todo esto tenemos en la vida de cada día, en la vida social, en la política, en las relaciones con los que están cerca de nosotros e incluso de nuestros familiares. No hace falta ir muy lejos, que a nosotros mismos nos puede suceder como sufrientes de esas circunstancias desde las actitudes o posturas de los otros, o por lo que nosotros mismos podemos llegar a hacer.
Hoy el evangelio nos presenta el relato de la presencia de Jesús en la sinagoga de su pueblo Nazaret. Mucho comentamos de la lectura profética que allí proclamó y de su comentario, diciéndonos que aquella Escritura se estaba cumpliendo allí mismo en aquel momento con su presencia. Toda una declaración programática de lo que eran la misión del que estaba lleno del Espíritu del Señor y era enviado a anunciar la buena nueva a los pobres y a todos los que sufren, proclamando el año de gracia del Señor.
Pero queremos fijarnos en lo que a continuación sucede. El orgullo primero de aquel pueblo que ve allí a uno de los suyos,  a uno que ha salido de aquel pueblo – allí están sus parientes y vecinos – haciendo aquella proclamación y pronunciando aquellas palabras de gracia. Se sentían orgullos y se admiraban de su sabiduría preguntándose donde había aprendido todo aquello, como sucede también entre nosotros cuando alguien de los nuestros destaca de alguna manera.
Hasta ellos habían llegado también noticias de lo que Jesús hacia en Cafarnaún y en otros lugares. Ahora ellos querían también sentirse beneficiarios de aquellas obras de Jesús. Seguía existiendo la desconfianza en sus corazones pero al mismo tiempo, como decíamos antes, querían arrimar el ascua a su sardina, que allí hiciera también aquellos prodigios para poder manifestar su orgullo pueblerino ante sus pueblos vecinos. 
Pero el actuar de Jesús no va por esos derroteros, no es el milagrero de turno que realiza prodigios para ganar fama y congraciarse con los suyos. La misión de Jesús es anunciar el Reino y para ello es necesaria una actitud de conversión en el corazón de quienes le escuchan. Por eso terminan rechazadote y hasta queriendo tirarle por un barranco en la cercanías del pueblo.
Pero no nos quedamos en juzgar el actuar de las gentes de Nazaret de aquellos tiempos. El juicio de la Palabra de Dios tiene que llegar a nuestros corazones y convertirse quizá en interrogante para nosotros. Y es el preguntarnos por nuestra fe y nuestra manera de vivir la religión. Es el preguntarnos por esa actitud de conversión que tiene que haber en nuestros corazones y que algunas veces pasamos por alto. Es el preguntarnos por la forma en que nosotros buscamos la relación con Dios con el que queremos mantener nuestra amistad pero para que nos salgan bien las cosas, para que tengamos suerte en la vida, para que se nos resuelvan nuestros problemas… y así muchas cosas en este sentido.
¿No querremos nosotros también algunas veces manipular a Dios para que a nosotros nos dé una suerte especial en la vida? ¿No andaremos nosotros también al chantaje con Dios cuando le hacemos nuestras promesas o cuando hacemos determinadas ofrendas, pero que queremos en consecuencia una compensación para nosotros y nuestras cosas? ¿Algunos interrogantes se podrían plantear en nuestro interior?

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