miércoles, 17 de octubre de 2018

Dichoso el hombre que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche…


Dichoso el hombre que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche…

Gálatas 5, 18-25; Sal 1; Lucas 11, 42-46

‘Dichoso el hombre que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche…’ así rezamos en uno de los salmos que se nos ofrecen en la liturgia. Y continúa diciendo: ‘Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin’.
¿Será ese nuestro gozo? ¿En verdad nos dejamos guiar y conducir por la ley del Señor? Así tendría que serlo para el verdadero creyente. El gozo del creyente es buscar siempre y en todo la gloria del Señor. Por eso quien se siente inundado por el amor de Dios en todo siempre busca lo que es su voluntad, lo que son los mandamientos del Señor.
Quienes aman y se sienten amados en todo buscan agradarse el uno al otro, el que ama busca siempre la felicidad del amado. Y esto se traduce en nuestra relación con Dios que si en verdad le amamos al buscar su voluntad lo que estamos buscando es la gloria del Señor. Será así como nos manifestaremos por las obras del amor. Y es que el amor del Señor nos nutre, alimenta nuestra vida, hace germinar en nosotros el amor para dar frutos de amor. Lo que decía el salmo.
Pero hemos de reconocer que no es así siempre en nuestra vida. Está nuestra debilidad, está la tentación, está el mal que nos envuelve y parece oscurecer nuestra vida haciéndonos olvidar ese amor que el Señor nos tiene. Si fuéramos conscientes de ese amor nos sentiríamos fortalecidos, pero lo olvidamos, no lo sabemos tener presente y se nos enfría nuestro amor, se nos debilita nuestra fe, caemos fácilmente por la pendiente resbaladiza de la tibieza espiritual y ya no está tan caldeado nuestro corazón en el verdadero amor.
Por eso en la vida necesitamos detenernos, hacer una parada en ese ritmo tan vertiginoso en que vivimos que nos agobia y nos distrae de lo principal, para ponernos a meditar una y otra vez lo que es el amor de Dios que se manifiesta en nuestra vida de tantas maneras. Como decía el salmo ‘medita la ley del Señor día y noche’.
Por ese no sabernos detener nos vienen las rutinas que nos hacen perder el sentido, nos vienen las rutinas con lo que nos contentamos con hacer formalmente las cosas pero sin darles profundidad, y fácilmente nos vamos deslizando por esos caminos fáciles de las apariencias, de los ritualismos vacíos, de esa desgana y atonía espiritual. Necesitamos despertar.
Hoy el evangelio nos llama la atención sobre esas rutinas y ritualismos con los que podamos querer llenar nuestra vida. Denuncia Jesús la manera de ser y de hacer de los fariseos. Como les dice pagáis el diezmo hasta de la hierbabuena pero olvidáis lo principal, ‘mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios’. Nos puede pasar a nosotros algo así también.
Quizá porque damos una limosna en la colecta de la Misa cuando acudimos los domingos a la Iglesia, pensamos que ya lo tenemos todo hecho, pero olvidamos la verdadera misericordia y compasión que hemos de tenernos los unos con los otros, esa compasión que tendría que llevarnos a un compartir de verdad con los necesitados que están a nuestro lado.
Estamos muy formalmente en la Iglesia en una celebración y realizamos al pie de la letra cada uno de los gestos que nos pueda pedir la liturgia, pero nuestro corazón está bien lejos del Señor porque nuestro pensamiento está en otras cosas, y no prestamos atención a lo que la Palabra del Señor proclamada está queriendo decirnos en nombre del Señor para nuestra vida concreta. Así podríamos pensar en muchas cosas en que vivimos como en una dualidad en nuestra vida.
Que en verdad seamos ese árbol plantado junto a la acequia que da fruto en todo momento, porque en verdad anclemos nuestra vida en la Palabra del Señor y nuestro gozo sea escucharla y plantarla en nuestro corazón para que de fruto en nuestra vida.

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