domingo, 15 de abril de 2018

Una mirada de Cristo resucitado que despierta en nosotros la sensibilidad del amor y nos impulsa a caminos llenos de luz y de esperanza


Una mirada de Cristo resucitado que despierta en nosotros la sensibilidad del amor y nos impulsa a caminos llenos de luz y de esperanza

Hechos 3, 12-15. 17-19; Sal. 4; 1Juan 2, 1-5ª; Lucas 24, 35-48

Una mirada puede llenar de luz nuestra vida y hacernos sentir como nuevos levantando ilusiones y esperanzas con deseos de un nuevo vivir. Cuánto lo necesitamos en tantas ocasiones. Algunas veces parece que vamos como arrastrándonos por la vida y tenemos la sensación de querer encerrarnos porque muchos temores pueden atenazar nuestro espíritu.
Quizá una decepción o un fracaso, que las cosas no hubieran salido como nosotros queríamos, el desplante que alguien nos haya podido hacer con un comentario, un silencio que nos ignora, o simplemente porque no nos prestaron atención, puede hacer que nos sintamos como hundidos. Pero llega esa mirada llena de luz y nuestro espíritu revive y volvemos a tener luz en nuestro interior y nos hace ver las cosas con una nueva ilusión y esperanza.
Nos viene bien quizá pensar esto por lo que nosotros podamos estar pasando en ocasiones por diferentes motivos, pero también para que pensemos como hemos de mirar a los demás, porque nuestra mirada que presta atención a alguien puede levantarle su espíritu porque descubra que alguien se interesa por el, porque así se siente importante para alguien. Eso nos hace caminar con ilusión, con renovado brío, con muchos deseos de muchas cosas buenas. Cuantos pueden ir andando por la vida con esas sensaciones negativas y a los que podemos llenarlos de luz con nuestra mirada e interés.

‘Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro’, pedimos hoy con el salmo en la celebración de la Eucaristía en medio de la proclamación de la Palabra. ¿Qué fue sino eso lo que les sucedió a los discípulos encerrados en el cenáculo tras la muerte de Jesús cuando se les manifestó resucitado?

Seguro que Pedro y los otros dos apóstoles que estuvieron con él recordarían la experiencia del Tabor. Allí habían contemplado, como en un anticipo, el rostro resplandeciente de Jesús lleno de la gloria de Dios. Ahora podrían comprender que era verdad todo lo que les había anunciado Jesús y comprenderían mejor el sentido de cuanto había pasado. Aunque con temores y ciertas desconfianzas muy humanas al principio, nos comenta el evangelista que se llenaron de inmensa alegría. Entonces, dice el evangelista, les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras’. Fue la experiencia de la presencia de Jesús resucitado lo que les renovó totalmente sus vidas.

Podríamos quizá pensar que eso fue la experiencia que vivieron entonces los apóstoles en aquel momento concreto con la presencia de Cristo resucitado entre ellos, pero para nosotros ha pasado el tiempo y no estábamos allí y entonces esa experiencia no la podemos nosotros tener. Pero tenemos que confesar que nosotros sí la podemos tener.

Aquellos discípulos porque creyeron incluso en medio de un mar de dudas pudieron vivir y sentir esa presencia de Jesús. Nosotros hoy también por la fe podemos vivir y sentir esa misma experiencia de Jesús. Es la tradición de la fe que nosotros hemos recibido de otros testigos, pero en esa fe allá en el interior de nosotros mismos podemos tener la misma experiencia, vivir la misma presencia, sentir el mismo ardor en nuestro corazón al escucharle como nos explica a nosotros también las Escrituras, como escuchamos su Palabra, cómo podemos alimentarnos de la misma manera de su vida. Así podremos ser también testigos que trasmitamos con convicción nuestra fe a los demás.

¿Qué necesitamos? Sentir cómo su rostro se ilumina sobre nosotros. Hacer tan viva la celebración de nuestra fe que podamos sentir esa mirada de Cristo sobre nosotros, sobre nuestra vida. Decimos, ya quizá como una rutina que repetimos muchas veces, que Dios nos ama. Pero no basta con que lo digamos; intentemos saborearlo, saborear en nuestro corazón ese amor que Dios nos tiene, que pone su mirada en nosotros, que cuenta con nosotros aunque quizá por nuestra vida pecadora no lo merezcamos, pero aun así Dios nos ama.

Pensemos, por ejemplo, cuantas veces en nuestra vida nos ha regalado su perdón a pesar de tantas infidelidades nuestras. Pensemos como Dios va poniendo a nuestro lado tantos testigos y tantas señales que nos están hablando de su amor en esas personas que se interesan por nosotros, en ese gesto amable que hemos recibido de alguien con una sonrisa cuando quizá no lo esperábamos, en esa palabra que nos hace pensar, ese momento de especial sensibilidad que nos hizo mirarnos en nuestro interior, en ese amigo que nos ha tendido su mano. Es la mirada de Jesús sobre nuestra vida que tiene que llenarnos de luz.

Igual podemos descubrir esa mirada de Cristo resucitado en esa persona que está sufriendo a nuestro lado, en quien nos tiene la mano pidiendo una ayuda, en ese caído por el que nadie se interesa y que sigue desplazado en los caminos de la vida, en esos que viven la dura soledad abandonados de sus seres queridos y abandonados también de una sociedad que no quiere enterarse de esas soledades, en esos heridos de la guerra injusta que hace sufrir a tantos y que no es cosa de otros tiempos sino de hoy mismo en tantos lugares del mundo… nos están mostrando las llagas del Jesús crucificado, pero al mismo tiempo por esas llamas están saliendo los resplandores de la luz de Cristo resucitado cuando nos dejamos mirar, o cuando nosotros miramos con atención intentando poner mas amor en la vida, en la nuestra pero también en la de esos que se sienten así heridos y abandonados. ¿No nos interroga por dentro esa mirada de Jesús?

Después de sentirnos así mirados por Jesús nuestra vida no puede seguir igual, no podemos permanecer impávidos con los brazos cruzados, nuestra sensibilidad del amor tiene que despertarse, una nueva ilusión y esperanza renace en nuestra vida y queremos llevar también a nuestro mundo.



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