sábado, 10 de marzo de 2018

Un corazón humilde siempre será generoso para el amor porque sabe agradecer todo el amor que recibe y así está dispuesto a repartir amor con los demás.


Un corazón humilde siempre será generoso para el amor porque sabe agradecer todo el amor que recibe y así está dispuesto a repartir amor con los demás.

Oseas 6,1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14

Que malo es cuando en la vida vamos de prepotentes subiéndonos a un pedestal y esperando que todos nos hagan la reverencia. Es como si  nos creyéramos dioses. Nuestra autosuficiencia nos hace creer que solo dependemos de nosotros mismos y que no necesitamos contar con nadie; el orgullo nos infla de tal manera que ya nunca cabremos al lado de los otros y siempre querremos ocupar su puesto y así vamos desplazando a tantos por la vida porque los creemos inútiles o que nada saben hacer; en su corazón no hay sino desprecio y no importa ya humillar al que sea con tal de sobresalir por encima de todos. Pero esos pedestales con pies de barro un día se desplomarán y nos veremos hundidos y quizás sin saber como reponernos de la humillación que sufrimos en nuestra caída.
Son cosas que pasan, que con demasiada facilidad vemos en los demás y juzgamos y condenamos, pero que se nos hace difícil verlo en nosotros porque muchas veces tenemos algo de todo eso en nuestras actitudes o en nuestros comportamientos. Y es que ser humildes para reconocer la realidad de nuestra propia vida y ser capaces de ver también esas cosas que nos hacen tropezar no nos es fácil. Siempre pueden aparecer esos resabios en nuestro corazón y hemos de estar atentos para no echarlo todo a perder.
Ser humildes no significa que tengamos que arrastrarnos ante los demás, sino ser capaces de reconocer la realidad de nuestra vida; y no somos perfectos porque todos tenemos siempre nuestro lado débil y nuestros tropiezos. Que tenemos cosas buenas también en nuestra vida, lo reconocemos y damos gracias a Dios por ello, pero al mismo tiempo nos damos cuenta que eso que somos no es solo para nosotros mismos sino que está también en bien de los demás, es riqueza para todos.
Hoy nos propone Jesús en el evangelio una parábola y ya nos dice el evangelista que era por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. Y nos habla de los dos hombres que subieron al templo a orar, un fariseo y un publicano. Fuerte es el contraste entre los hombres; se expresa en la actitud y postura de su oración.
Altivez en uno y humildad en el otros, auto justificación creyéndose ya el santo y el justo por alguna cosa que hacia pero que la envenenaba con su soberbia y con su orgullo por una parte, mientras que el publicano se sentía pecador y pedía perdón a Dios por sus pecados. ¿Quién era más pecador? El tema está en que uno lo reconoce y alcanzará el perdón, pero el otro no será capaz de reconocerlo y no podrá nunca sentirse satisfecho.
Seamos capaces de reconocer, sí, lo bueno que hay en nosotros y que sea estímulo para hacer más cosas, y al mismo tiempo seamos conscientes de nuestra debilidad y de nuestro pecado que solo en Dios podremos encontrar ese perdón y esa paz que necesitamos.
Que distinta es nuestra vida y que agradable se hace nuestra relación con los demás cuando vamos actuando en la vida con sinceridad y humildad. Un corazón humilde siempre será generoso para el amor porque siempre sabe agradecer todo el amor que recibe y así está dispuesto a repartir amor con los demás.



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