sábado, 5 de marzo de 2016

Humildes nos reconocemos pecadores en la presencia del Señor para sentirnos justificados en su misericordia

Humildes nos reconocemos pecadores en la presencia del Señor para sentirnos justificados en su misericordia

Oseas 6,1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14

Yo soy bueno… yo no tengo pecados. Lo habremos escuchado muchas veces o también lo hemos pensado más de una vez y hasta lo hemos dicho. Yo soy bueno, no tengo pecados, de qué me voy a confesar. Seamos sinceros, ya el solo pensarlo nos está dando unos aires de suficiencia que nos eleva sobre pedestales. Y se nos mete el orgullo dentro, y comenzamos a hacer comparaciones, y comenzamos a mirar a los otros y los vemos con tantos defectos, y nosotros somos buenos. Da que pensar.
Si vamos por ese camino ¿para que necesitamos a Dios? Si vamos por ese camino no necesitamos que venga Jesús con su misericordia a nosotros, porque ¿de qué nos va a perdonar? Si vamos por ese camino nos llenamos de tanta autosuficiencia que nos convertimos en reyes y dioses de nosotros mismos y también al final queremos ser reyes para los demás; si vamos por ese camino y llegáramos a ver algo bueno en los otros, pronto nos corroerá la envidia por dentro y queremos destruir cuanto pudiera hacernos sombra; si vamos por ese camino terminaremos avasallando a cuanto nos rodee, pero al final quizá terminaremos destrozándonos a nosotros mismos porque con nuestras ínfulas, ¿quién nos va a aguantar? Nada hay más odioso y repulsivo que un corazón autosuficiente y orgulloso que se sube en su pedestal a nuestro lado.
Nos dice el evangelio hoy que Jesús propone una parábola por ‘algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. Y ya conocemos la parábola de los dos hombres que subieron al templo a orar. Allí estaba el fariseo de pie delante de todos recordando lo bueno que era, las cosas buenas que hacia, con sus aires de superioridad despreciando a los demás que sí son unos pecadores. Mientras el publicano se sentía pequeño y allá en un rincón pedía a Dios que tuviera misericordia con él. ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’, repetía una y otra vez.
No digo que no tengamos que reconocer lo bueno que haya en nuestra vida para dar gracias a Dios. Sería orgullo el no reconocerlo. Pero el reconocimiento de lo que somos, de nuestros valores o de las cosas buenas que hacemos ha de ser con humildad. Alabamos al Señor que nos regala su gracia para cuanto bueno hacemos y de cuanto malo nos apartamos. Pero en esa humildad seguimos mirando cuantas cosas pueden manchar nuestra vida y de lo que hemos de pedir la misericordia del Señor.
Es el Señor compasivo y misericordioso el que nos justifica. Así hemos de acogernos siempre a la bondad y a la misericordia del Señor. Así con humildad y con espíritu misericordioso caminamos junto a los hermanos que también siendo pecadores imploran esa misericordia del Señor. Somos un pueblo pecador que nos acogemos a la gracia del Señor. Que podamos salir siempre de la presencia del Señor justificados y llenos de su gracia porque humildes ante El nos hemos reconocido pecadores.

viernes, 4 de marzo de 2016

Nuestra verdadera sabiduría está en reconocer que Dios es nuestro único Señor y seremos felices y haremos felices a cuantos nos rodean

Nuestra verdadera sabiduría está en reconocer que Dios es nuestro único Señor y seremos felices y haremos felices a cuantos nos rodean

Oseas 14,2-10; Sal 80; Marcos 12, 28b-34

Es de sabios saber ir a lo fundamental y esencial no quedándose en rodeos ni en cosas que no son fundamentales. De alguna manera todos tendemos a eso; si muchas veces nos quedamos dando rodeos o en las cosas que no son tan fundamentales es quizá por falta de conocimiento, quizá también debido a una cierta superficialidad con que nos tomamos la vida, o por esa tendencia a lo que llamamos la ley del mínimo esfuerzo y no somos capaces de aplicarnos seriamente en esa búsqueda de lo que es lo esencial. Ir al grano, como solemos decir y no quedarnos en la paja es lo que tendríamos que saber hacer. El verdadero sabio sabe resumir quizá en una frase o en un principio lo que otros necesitarían de muchas palabras y explicaciones suntuosas para reflejarlo.
Un maestro de la ley se acerca a Jesús, vemos hoy en el evangelio, preguntando por lo que es lo fundamental, el mandamiento principal. Sabemos que muchas veces esas preguntas de los escribas a Jesús eran en cierto modo tendenciosas, porque realmente como maestros de ley que eran tenía que ser algo que habían de tener muy claro. Jesús le responde yendo a lo que allá en la escritura estaba reflejado como ese mandamiento principal. No cabía ninguna réplica a la respuesta de Jesús aunque luego veremos cómo el escriba trata de dar como una aprobación a las palabras de Jesús, por eso sospechamos de sus preguntas tendenciosas.
‘El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.  El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’. Jesús le está respondiendo con las palabras del Deuteronomio y del Levítico.
¿Cuál realmente es el punto principal de esta respuesta de Jesús, de esta formulación? El escriba está preguntando por lo fundamental, por el mandamiento principal, pero fijémonos que no es tanto el mandamiento lo que es esencial sino la primera afirmación que es una proclamación de fe de la que se derivará el mandamiento del amor a Dios. ‘El Señor, nuestro Dios, es el único Señor’. Ahí está lo fundamental, lo esencial. Esa proclamación de fe que reconoce el señorío del único Dios.
Y eso era importante en aquel mundo en que Vivían rodeados de pueblos que tenían muchos dioses. ‘El Señor, nuestro Dios, es el único Señor’. El único Dios, el único Señor, el que en verdad tendría que ser el único centro de nuestra vida, de nuestra existencia, de todas las cosas. Y a ese Dios que es único no solo hemos de adorar y reconocer sino que hemos de amar y no con un amor cualquiera sino con un amor por encima de todas las cosas, ‘un amor con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser’.
Nos preguntamos también nosotros por lo esencial, lo fundamental. Comencemos por ese reconocimiento de Dios como único Señor de nuestra vida. Teniendo esto claro todo lo demás se derivará como una consecuencia. Nada puede ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón, en nuestra vida. Es lo que tenemos que examinar en nosotros y veremos entonces si en verdad amamos a Dios sobre todas las cosas y como consecuencia amamos también a nuestro prójimo como El nos enseña. Muchas cosas pueden ocupar el lugar de Dios en nosotros, empezando por nuestro amor propio, ese orgullo que se nos mete dentro y que nos quiere hacer dioses.
Pero serán también tantos apegos que tenemos en nuestro corazón y que convertimos en tan esenciales en nuestra vida que sin ellos parece que nada somos ni nada valemos. Claro que con esos apegos el otro, la otra persona, quizá importará poco y de ahí nuestro desamor, de ahí nuestra intolerancia, de ahí nuestras violencias, de ahí se derivarán tantas cosas con las que hacemos daño a las otras personas.
Que Dios sea el único Señor de nuestra vida y veremos cómo somos felices y haremos felices a cuantos nos rodean. Es la verdadera sabiduría que en Dios encontraremos.

jueves, 3 de marzo de 2016

Necesitamos fortalecernos espiritualmente manteniendo el ritmo de nuestra vida cristiana para vivir el camino de santidad que nos haga crecer de verdad

Necesitamos fortalecernos espiritualmente manteniendo el ritmo de nuestra vida cristiana para vivir el camino de santidad que nos haga crecer de verdad

Jeremías 7,23-28; Sal 94; Lucas 11,14-23

En todas las cosas que hacemos hemos de estar atentos siempre y prestar la debida atención; somos conscientes de que cuando hacemos las cosas con rutina terminamos no fijándonos en lo que hacemos y al final las cosas salen mal.
Esto lo aplicamos al trabajo que hacemos que por muy rutinario que sea por hacer siempre lo mismo, sin embargo hemos de prestarle atención, pero lo podemos aplicar a muchos aspectos de nuestra vida; serán nuestras relaciones con los demás en la convivencia con aquellos que están más cercanos a nosotros a los que tenemos el peligro de no prestarles la debida atención teniendo una palabra amable con ellos, sabiendo dar gracias por algo que nos hacen, o tener un detalle de delicadeza, pero podemos pensar en nuestro desarrollo personal, en las actitudes que como personas hemos de tener, en ese crecimiento de nuestra vida tratando de progresar de verdad en valores y en cosas buenas, en la superación de nuestros fallos o defectos.
Es esa necesaria vigilancia para estar atentos, para revisar continuamente lo que vamos haciendo, para irnos trazando metas y objetivos que nos hagan crecer y madurar, para prever también los peligros y problemas que nos pueden acechar. Nos conoceremos así mejor, veremos nuestras posibilidades, como veremos también donde están las partes débiles de nuestra vida donde mayor atención y prevención quizá hemos de tener.
Es la vigilancia también en nuestra vida espiritual que da sentido profundo y trascendencia a nuestra vida; es la vigilancia en todo lo que ha de ser vivir el sentido cristiano de la vida en aquello que hacemos y que da verdadero color a nuestro yo más profundo. En eso algunas veces somos abandonados porque nos creemos que con hacer como siempre hacemos ya está todo logrado.
Un cristiano de verdad siempre ha de estar confrontando su vida con el evangelio, con la Palabra de Jesús para ir descubriendo lo que Dios nos pide cada día y la mejor respuesta que hemos de dar con nuestra vida cristiana. Y en eso somos muy rutinarios, nos contentamos con poco, no terminamos de avanzar como deberíamos y así rehuimos el esfuerzo, el compromiso, lo que signifique superación o corrección de nuestros fallos o errores.
Es lo que nos suele pasar con las tentaciones que nos aparecen en la vida y que no somos capaces de superar. Hoy en el evangelio Jesús nos previene. Nos habla del enemigo que nos puede atacar en cualquier momento, aunque ya en otras ocasiones hayamos sido capaces de superarle y vencer en la tentación. Nos confiamos y nos aparece de nuevo la tentación y el tropiezo cuando menos lo esperamos.
Es necesario fortalecernos espiritualmente, como nos  sugiere Jesús hoy con sus palabras. Una fortaleza que encontramos no solo en la fuerza de nuestra voluntad, sino que hemos de ser capaces de saber encontrar en la gracia del Señor. Y para eso necesitamos orar más, necesitamos abrirnos con mayor intensidad a la Palabra del Señor, a su Evangelio, necesitamos dejarnos aconsejar por aquellas buenas personas que están a nuestro lado y siempre tendrán una palabra de ánimo pero también una palabra que nos ayude a  encontrar caminos.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Impregnémonos de esa Sabiduría de Dios llenando nuestra vida de amor que nos conduce a la verdadera plenitud.

Impregnémonos de esa Sabiduría de Dios llenando nuestra vida de amor que nos conduce a la verdadera plenitud.

Deuteronomio 4,1.5-9; Sal 147; Mateo 5,17-19

Muchas veces, por decirlo así, nos hacemos rebeldes. Nos cuesta aceptar que nos pongan normas, que tengamos que cumplir leyes y preceptos; nos volvemos en ocasiones anárquicos y queremos hacer solo aquello que nos apetezca. Es una tentación fácil que nos aparece muchas veces en la vida, sobre todo cuando al someternos a unas normas se nos hace difícil desde esa rebeldía interior en que nos parece que lo que nosotros ideamos o apetecemos es mejor o cuando nuestros caprichos parece que son los que tienen que prevalecer.
Pero desde una elemental reflexión somos conscientes de que no caminamos solos en la vida que compartimos con los demás; no hacemos solos el camino sino que caminamos juntos al paso de los demás; y para hacer ese camino juntos que es nuestra convivencia de cada día necesitamos un respeto mutuo, un valorarnos los unos a los otros, un saber colaborar, el no hacer nada que pueda impedir el camino feliz de los demás, porque ya no se trata de que sea feliz yo solo sino que esa felicidad compartida es mayor y mejor para todos. Y otro eso se traduce en lo que llamaríamos unas normas de convivencia, en unos parámetros que nos ayudarían a hacer ese camino y a preservar esa dicha y felicidad de la convivencia. Y eso que pensamos en esa convivencia con los más cercanos lo traducimos en lo que ha de ser la vida de toda la sociedad.
Pero nuestra vida tiene una trascendencia aun mayor, desde un sentido espiritual, y desde el sentido de vida de un creyente. No solo dependemos de esa dependencia (valga la redundancia) de nuestra relación con los demás, sino que nos trascendemos hacia el que es el Creador de la vida y de nuestras vidas, en el que es así el Señor de nuestra vida. En El vamos a encontrar ese profundo sentido de nuestra existencia, en El vamos a encontrar el cauce verdadero de la verdadera y autentica felicidad del hombre. Lo llamamos ley natural o lo llamamos ley divina impresa en nuestros corazones, pero lo que Dios quiere de nosotros es esa dicha y felicidad y para eso nos traza sus caminos. Es la ley del Señor que llamamos los mandamientos del Señor.
Hoy nos decía el libro del Deuteronomio que los mandatos del Señor son ‘nuestra sabiduría y nuestra inteligencia’ y es así cumpliendo los mandamientos del Señor cómo nos hacemos un pueblo sabio e inteligente. No son caprichos de Dios, sino que es la Sabiduría de Dios que quiere el bien del hombre. No es por nuestra parte un sometimiento ciego sino encontrar ese sentido que nos lleve a un camino de mayor plenitud que será de mayor felicidad para todos. No es tampoco el camino de nuestros caprichos el que nos va a llevar a la mejor felicidad.
Jesús nos dice en el evangelio que no ha venido a abolir la ley sino a darle plenitud. Y que nuestra grandeza la vamos a encontrar en esa fidelidad a ese camino que nos conduce a esa plenitud. Jesús quiere en verdad purificar nuestros corazones, quiere que en verdad busquemos lo que verdaderamente es importante, que no vayamos por caminos de cosas superfluas, que le demos un verdadera sentido a todo aquello que hacemos.
Impregnémonos de esa Sabiduría de Dios, llenando nuestra vida de amor que nos conduce a la verdadera plenitud.

martes, 1 de marzo de 2016

Aprendamos el camino de la misericordia porque sentimos cuán grande es la misericordia que Dios tiene con nosotros

Aprendamos el camino de la misericordia porque sentimos cuán grande es la misericordia que Dios tiene con nosotros

Daniel 3,25.34-43; Sal 24; Mateo 18,21-35

‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?’ La pregunta de Pedro que a veces nos parece retórica y otras veces nos parece un tanto infantil. ¿Es que tenemos que estar contando las veces que le tengo que perdonar a los demás? O más bien quizá nos preguntamos, ¿por qué tengo que perdonar si el otro me ha ofendido y me ha hecho daño? Con esa persona no tengo por qué tener más tratos, tenemos la tentación de pensar. O también muchas veces nos decimos y creemos que hemos llegado ya a grandes cosas que perdonar sí, pero olvidar no.
Es una cuestión que sigue produciéndonos en nuestro interior preguntas e intranquilidades, porque aunque tratemos de justificarnos al final no estamos tan tranquilos cuando seguimos manteniendo en nosotros reticencias, resentimientos, rencores que a la larga nos están haciendo daño en nuestro interior.
¿Por qué tengo que perdonar?, quizá nos preguntamos. Y es que nuestro camino es el camino del amor, el único camino que nos puede conducir a una mayor plenitud de vida. Y el que ama de verdad sabe comprender y hasta sabe disculpar; el que ama de verdad comprende las debilidades, porque primero que nada las ve en sí mismo; el que ama de verdad mira con una mirada nueva y distinta al que está a su lado; el que ama de verdad sabe ser humilde para ser capaz de reconocer sus propios errores; el que ama de verdad en consecuencia de todo esto aprende a perdonar.
De ahí la respuesta de Jesús. ‘No setenta, sino setenta veces siete’, con lo que Jesús nos está enseñando que hemos de perdonar siempre. No es fácil, tenemos que reconocer porque está nuestro amor propio herido, porque están nuestros orgullos, porque está esa sensación de haberse sentido humillado cuando te ofendieron.
Por eso hemos de mirar al amor. Y al amor que tenemos que mirar es al amor que Dios nos tiene, reconociendo cuan indignos somos nosotros porque somos tan débiles y tan pecadores. Una y otra vez hemos ofendido al Señor alejándonos de sus caminos y de su ley, alejándonos de su amor y una y otra vez se ha acercado el Señor a nosotros, cual padre bueno, como el padre bueno de la parábola para ofrecernos el abrazo de su amor y de su perdón.
¿No nos ha enseñado Jesús a ser compasivos y misericordiosos como Dios es compasivo y misericordioso? ¿No nos dijo Jesús que cuando alguien te ofender has de amar al que te ha ofendido y hasta rezar por él? ¿No nos ha enseñado a llamar Padre a Dios cuando oramos, pidiéndole perdón por lo que le hemos ofendido pero diciendo que también nosotros queremos perdonar?
Aprendamos a recorrer el camino de la misericordia, sintiendo la misericordia de Dios sobre nosotros para ser nosotros también misericordiosos con los demás. En este año de la misericordia ha de ser un compromiso muy concreto para nuestra vida.


lunes, 29 de febrero de 2016

Abramos los horizontes de nuestra vida de fe llevando el evangelio con valentía a tantos que necesitan esa luz de esperanza

Abramos los horizontes de nuestra vida de fe llevando el evangelio con valentía a tantos que necesitan esa luz de esperanza

2Reyes 5,1-15ª; Sal 41; Lucas 4,24-30

Peligroso es ponerle vallas a los horizontes de la vida, pero algunas veces quizá inconscientemente se las ponemos. Una mirada que nos cierre el horizonte nos encierra la vida, nos limita posibilidades, nos impide soñar con plenitud. Necesitamos a abrirnos a algo más que lo que cada día hacemos y vivimos. No podemos quedarnos en la rutina de lo que siempre hacemos o pensando que no hay otra forma, otra mirada más amplia, otra opinión aunque estemos muy convencidos de lo que pensamos y son nuestros principios. Nos hace confrontar ideas y pensamientos, nos enriquece con algo nuevo, nos purifica de rutinas y de apegos, nos hace ir a lo que verdaderamente es fundamental, nos hace ver con más claridad la vida y por lo que luchamos.
Jesús viene a abrirnos horizontes para que encontremos en verdad esa plenitud y ese sentido verdadero a lo que vivimos, por lo que luchamos, lo que somos en verdad. Algunas veces nos cuesta; parece que deseamos simplemente dejarnos llevar por lo que siempre hacemos, pero así vemos cómo nuestra vida se limita, se encierra, perdemos el sueño de algo más grande.
Lo vemos en lo que es nuestra vida personal de cada día en la que al final si no tenemos esos horizontes parece que todo se nos vuelve monótono y aburrido y lo vemos en nuestras comunidades ya sean simplemente nuestras comunidades humanas o ya sea nuestras comunidades eclesiales. De ahí esa atonía que viven nuestros pueblos; de ahí esa atonía que vivimos muchas veces en nuestra Iglesia donde perdemos incluso ese impulso misionero para salir a buscar, a anunciar, a llevar ese mensaje de vida que nos trae Jesús. Nos contentamos en nuestras comunidades eclesiales en los que ya venimos siempre y que seamos buenos, pero nos falta ese coraje para ir al encuentro con nuestro mundo, porque olvidamos esa misión universal que tenemos.
Es lo que les costó aceptar a las gentes de Nazaret. Vivían muy encerrados en sí mismos con unos horizontes muy limitados. Ahora su orgullo se había alimentado cuando habían visto que uno de su pueblo hablaba como hablaba y hacía los prodigios que habían escuchado que iba haciendo por todas partes. Pero cuando Jesús quiere abrirles horizontes, les habla de una universalidad del Reino que ha de llegar más allá de sus fronteras, pero les recuerda que eso ya estaba anunciado con hechos en la misma vida de los profetas, y eso les cuesta aceptarlo. Cuando no ven que Jesús realiza allí los prodigios que en otras partes han escuchado que realiza, les gusta menos. Cuando Jesús viene a descubrirles el sentido de una fe más auténtica, le rechazan. Querían despeñarlo en el barranco del monte.
Jesús viene a ser ese revulsivo en nuestra vida que tanto necesitamos, aunque nos cueste aceptarlo. Abramos en verdad el corazón al evangelio de Jesús y seamos capaces de compartir su mensaje haciéndonos misioneros, portadores de evangelio para los demás. Hagamos en verdad una iglesia misionera, como nos dice el Papa Francisco, seamos capaces de ir a las periferias. E ir a las periferias no siempre significa ir a países lejanos, porque esa periferia la tenemos cerca de casa, en los que nos rodean y conviven con nosotros a los que tenemos que llevar esa esperanza y esa luz del evangelio.

domingo, 28 de febrero de 2016

El mensaje del evangelio quiere llegar de forma muy concreta a nosotros y en el hoy de nuestra vida hemos de dar los frutos de conversión que el Señor nos pide

El mensaje del evangelio quiere llegar de forma muy concreta a nosotros y en el hoy de nuestra vida hemos de dar los frutos de conversión que el Señor nos pide

Éxodo 3, 1-8a. 13-15; Sal 102; 1Corintios 10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9
Nos quedan aun en nuestra mente y en nuestra manera de concebir muchas cosas restos de fatalismo en la concepción de lo que sucede o también ante situaciones dolorosas por las que tengamos que pasar, calamidades o desgracias que tengamos que sufrir un cierto sentimiento de culpabilidad que nos hace ver eso que nos sucede como un castigo de Dios. Qué habrá hecho en la vida para que ahora le sucedan esas desgracias, nos preguntamos muchas veces, o qué he hecho yo para merecer tal castigo. Una imagen de Dios como un destino o como un duro castigador por aquellas cosas malas que hacemos o hayamos hecho en la vida.
Nada más lejos del mensaje del evangelio. Jesús viene a ser luz que nos ilumine, que despierte nuestra conciencia, que nos hace recapacitar para encontrar un sentido, pero para invitarnos con su misericordia y su amor continuamente a la conversión. Ya lo decía el antiguo testamento, pero Jesús viene a reafirmarlo, que Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta de su mala conducta para que encuentre la vida.
Vienen a contarle a Jesús unos hechos luctuosos y desagradables que se ha atrevido a realizar Pilatos en el templo, que los judíos consideraban como una profanación de lo sagrado. No vamos a entrar aquí a ver exactamente lo que ha sucedido sino que eso se lo dejamos a los exegetas. Pero veamos el comentario de Jesús ante cierta manera de pensar de la gente de su tiempo – y como decíamos antes aun nosotros en muchas ocasiones seguimos pensando igual – que quiere hacerles reflexionar para no ver culpabilidades donde no las hay. ¿Eran más o menos pecadores aquellos a los que le sucedieron estas cosas?,  y les recuerda Jesús un accidente acaecida no hace mucho tiempo.
No es la manera de actuar de Dios castigando y quitando de en medio al que haya hecho mal, como nosotros algunas veces nos planteamos ante las injusticias que vemos en nuestro entorno y que nos pueden hacer sufrir. Pero también hemos de decir que de todo cuanto nos sucede hemos de aprender la lección. En todas las cosas podemos ver una llamada de atención, podemos escuchar la voz de Dios que nos habla también a través de los acontecimientos y nos invita continuamente a caminos de mayor fidelidad.
Jesús nos propone una pequeña parábola; el hombre que va buscar fruto a la higuera que tiene en su huerta y al no encontrar fruto en ella decide cortarla; pero allí está el paciente labrador que le dice que espere, que tenga paciencia, que la va a abonar de nuevo, esperando que dé fruto.
Pensemos en nuestra vida, en la que no siempre damos el fruto que se espera de nosotros, nuestra vida llena de pecados y de infidelidades, nuestra vida que no termina de producir esos frutos del cambio que se espera de nosotros, nuestra vida llena de rutinas, de frialdades, de espíritu pobre a pesar de cuanto recibimos del Señor.
Pensemos en la gracia que el Señor ha derrochado en nosotros en todo lo que ha sido nuestra vida; cuantas veces hemos escuchado la Palabra de Dios que nos señala los caminos que hemos de seguir para ser en verdad fieles al espíritu del Evangelio; cuanta gracia se ha derramado en nosotros en los sacramentos que a lo largo de nuestra vida hemos recibido desde nuestro bautismo; cuantas llamadas que hemos sentido en nuestro interior y que si en un primer momento decíamos que íbamos a cambiar, a ser mejores, a corregirnos en aquello malo que hacíamos, luego volvimos a lo de siempre dejándonos arrastrar por la vida y dejándonos vencer por las tentaciones.
¿No será el momento de escuchar esa llamada del Señor en nuestro corazón? Esta Cuaresma que estamos queriendo vivir debía de ser en verdad un despertar en nuestra vida. Esta invitación que estamos recibiendo de la Iglesia en este Año de la Misericordia al que nos ha convocado el Papa tendría que calar hondo en nosotros para abrirnos de verdad a la misericordia del Señor, pero también para impregnarnos de esa misericordia y amor para vivirlo de igual manera también nosotros con los demás.
Esta cuaresma no puede ser una cuaresma más en la que terminemos de la misma manera. Pensemos en ese momento de gracia que es para cada uno en nuestras circunstancias concretas, en lo que es nuestra vida. Es una gracia y una llamada especial. Aunque nos parezca que nuestra vida es la misma que la de otros años, cada momento tiene sus circunstancias y es ahora donde estamos y con lo que vivimos en donde hemos de responder a esa llamada e invitación del Señor. Por eso tenemos que pensar muy bien qué es lo que ahora, en este momento, en estas circunstancias de mi vida, me dice el Señor, me pide el Señor. Y eso hemos de hacerlo de una forma muy concreta, como en cosas muy concretas hemos de dar nuestra respuesta.
¿Cuál es la vuelta de conversión que le hemos de dar a nuestro corazón hoy y ahora?