domingo, 4 de diciembre de 2016

Necesitamos hoy profetas que nos despierten a ser una nueva humanidad y al mismo tiempo convertirnos en ecos de esa voz profética por los signos de nuestra vida

Necesitamos hoy profetas que nos despierten a ser una nueva humanidad y al mismo tiempo convertirnos en ecos de esa voz profética por los signos de nuestra vida

Isaías 11,1-10; Sal 71; Romanos 15,4-9; Mateo 3,1-12
¿Necesitaremos profetas en el mundo de hoy? ¿Hará falta que surja un profeta en medio de nosotros que con sus signos y palabras trate de despertar a los hombres y mujeres de Dios? Alguno podrá pensar que eso de los profetas son cosas de otros tiempos. Hoy con nuestro mundo tan tecnológico, tan informatizado, tan globalizado como en el que vivimos no podemos pensar en profetas porque no necesitaríamos de esas cosas, o personajes, que nos suenan a cosas y personajes de otros tiempos.
Pero creo que a pesar de todo ello en la experiencia de la vida sí podemos recordar sucesos, acontecimientos, personas que nos llaman la atención por lo que nos dicen, por su manera de actuar, o porque quizá nos parezca que van a contracorriente del ritmo de vida que vivimos y quizá pronto los dejamos caer en el olvido y entretenidos en otros juegos, vamos a decirlo así, no les prestamos atención pero seguramente nos estarán diciendo con sus hechos o con sus palabras muchas cosas importantes. Pareciera que nada nos sorprende ni nos llama la atención en la loca carrera que vivimos.
En un mundo de tan rápidas comunicaciones, por ejemplo, donde podemos estar en contacto al instante con personas del otro lado del planeta o recibir noticias en el mismo momento que están sucediendo por muy sorpresivas que fueran, o recibir comunicación de satélites o sondas espaciales que están ya casi perdidos en el espacio, sin embargo podemos tener el peligro de vivir en una tremenda soledad y no ser capaces de comunicarnos con el que está a nuestro lado.
Tantos medios, tantas cosas que tenemos a nuestra mano y sin embargo tenemos el peligro de endurecernos dentro de nosotros mismos poniendo costras que impidan la comunicación, la relación con quien está a nuestro lado y necesita que le prestemos atención en su soledad o en sus necesidades básicas, de subsistencia quizá. ¿Quién podrá despertarnos, hacernos ver esa realidad que tenemos quizá tan cercana y hacer que pongamos más humanidad en nuestras relaciones con quienes tenemos cercanos y quizá ya ni nos damos cuenta de sus sufrimientos? ¿Habrá algún profeta que nos llame la atención y nos despierte?
En este segundo domingo de Adviento la liturgia desde el evangelio nos presenta la figura de Juan Bautista. Alguien que apareció allá en el desierto en la orilla del Jordán y que nos llamó la atención y trató de despertar a aquel pueblo en un momento que iba a ser el punto culminante de la historia cumpliéndose lo que eran todas sus esperanzas. Profeta y más que profeta, diría más tarde Jesús de él.
El profetismo era algo muy presente a lo largo de toda la historia del pueblo de Dios. Grandes profetas habían aparecido continuamente en medio del pueblo como los que recordamos porque conservamos sus profecías en el libro sagrado, pero era, repito, algo muy presente siempre en la historia de la salvación.
Aquellos hombres que Dios iba suscitando en medio del pueblo, en las diferentes circunstancias en que iban viviendo y por una parte les recordaban la Alianza de Dios con su pueblo y por otra parte mantenían despierta la esperanza en el Mesías que iba a venir. Hombres surgidos en medio del pueblo que se convertían con sus signos y con su palabra en voceros de Dios normalmente en torno al templo de Jerusalén o los otros santuarios repartidos por toda su geografía aunque no fueran sacerdotes o incomodaran a las autoridades religiosas constituidas ya fuera en el reino del norte, Israel, o en el reino de Judá.
Ahora había aparecido Juan en el desierto con grandes signos de austeridad y penitencia invitando a la conversión. Su figura y sus palabras les recordaban lo ya habían anunciado los profetas como Isaías de la voz que iba a surgir en el desierto para preparar los caminos del Señor. ‘Convertíos, les decía, porque está cerca el Reino de los cielos’. Y aunque habían de realizar el signo purificatorio y penitencial de sumergirse en las aguas del Jordán la invitación radical era a la conversión, al cambio de vida, a enderezar los caminos, allanar los valles, preparar las calzadas para el Señor que venía y estaba cerca. Su bautismo era solo un signo de esa conversión del corazón, porque habría de venir el que bautizara con Espíritu Santo y fuego, anunciando así ya un nuevo bautismo. 
Acudían de todas partes. Su palabra, sus gestos, su manera de vivir eran las señales del profeta que llamaban la atención y todos se llegaban hasta el Jordán. ¿Será un profeta? Se preguntaban y le preguntaban. ¿Será el Mesías que ha de venir? ¿Quién eres tú? Le vinieron a preguntar incluso de parte de las autoridades religiosas de Jerusalén como vemos en otros pasajes del evangelio. Y la gente estaba alerta, estaba atenta, y muchos querían en verdad prepararse y se convirtieron en discípulos de Juan.
Como nos preguntábamos al principio, ¿necesitaremos nosotros un profeta como Juan Bautista? Si queremos abrir los ojos de la fe no solo responderemos que sí lo necesitamos, sino que además también podríamos descubrir muchos signos y llamadas de parte del Señor en este momento de la historia que vivimos.
Tenemos, sí, la Palabra de Dios que se nos proclama cada día y con especial intensidad en este tiempo de Adviento, tenemos acontecimientos que se suceden en nuestro mundo en estos mismos tiempos que tendríamos que saber leer con ojos de fe, podemos descubrir figuras con voz profética que nos están llamando en las puertas de nuestras conciencias y a las que tendríamos que prestar más atención, está quizá también en nosotros, los que quizá estamos más cerca de la Iglesia, esa responsabilidad que tenemos de hacer el anuncio con nuestra vida, con nuestras palabras, con nuestros gestos, con nuestra solidaridad abriendo en verdad nuestro corazón a ese mundo que nos rodea y necesita una voz, una luz, alguien que haga el anuncio del evangelio.
Ahí está, si queremos escuchar, esa llamada continua del Señor que nosotros tenemos que escuchar y de la que tenemos que hacernos eco para los demás. Creo que este puede ser el gran mensaje que escuchemos en este segundo domingo de adviento mientras caminamos con esperanza al encuentro con el Señor en la cercana Navidad para poder vivirla con todo sentido.


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