domingo, 23 de octubre de 2016

No pongamos nunca barreras entre nosotros y los demás para que podamos encontrarnos de verdad con Dios

No pongamos nunca barreras entre nosotros y los demás para que podamos encontrarnos de verdad con Dios

Ecle. 35, 15b-17. 20-22ª; Sal 33; 2Tm. 4, 6-8. 16-18; Lc. 18, 9-14
El fariseo no sabe encontrar a Dios, porque tampoco es capaz de encontrar a su prójimo. Habían subido un fariseo y un publicano al templo para orar. Sus actitudes y sus posturas eran bien distintas. Jesús, no dice el evangelista, propone esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás’.
Allí el fariseo había hecho sus oraciones, o mejor, lo que él creía que habían de ser sus oraciones; había tratado de justificarse a si mismo en la complacencia egoísta y orgullosa de lo que él consideraba sus méritos, pero no había encontrado a Dios. Por mucho que quisiera justificarse a si mismo no bajó a su casa justificado. Había interpuesto excesivas barreras, se había subido en demasiados pedestales, no había sido capaz de postrarse humilde ante Dios.
Pero no solo no había abierto su corazón a Dios sino que lo había cerrado para el prójimo. Hacia el otro solo eran desprecios y condenas. No solo estaba su autocomplacencia proclamando orgulloso cuanto hacia, sino que no era capaz de ver nada de luz en el otro. Sus ojos, los ojos de su corazón estaban cegados con el orgullo que le llevaba a despreciar a los demás. No hacia sino cerrar puertas y cuando cerramos las puertas a los demás se las estamos cerrando a Dios.
Cuántas veces nos creemos buenos y vamos poniendo por delante nuestros méritos. Nadie hace lo que yo hago, pensamos en tantas ocasiones; nos creemos insustituibles; nadie entiende las cosas como nosotros ni es capaz de hacerlas tan bien como yo las hago. Algunas veces queremos darnos un barniz de humildad pero enseguida aparece el resabio de nuestro orgullo y hasta tratamos de justificar aquellos errores que hayamos cometido. Cuánto nos cuesta agachar la cabeza, doblar el lomo para reconocer que los otros también saben hacer las cosas, también son capaces y hasta se entregan con más generosidad que nosotros.
Tampoco queremos doblar nuestra rodilla ante Dios. Nos hablan hoy tanto de valorarnos a nosotros mismos que ya tenemos el peligro de no necesitar a Dios. Podemos hacerlo con nuestras fuerzas, con nuestras capacidades, todo es cuestión de voluntad nos decimos. Y podemos terminar olvidándonos de Dios, prescindiendo de Dios. Creemos tener tantos medios a nuestro alcance que materializamos nuestra vida, perdemos un sentido de espiritualidad y de trascendencia, convertimos nuestro yo y nuestro saber en el dios de nuestra vida.
Es la pendiente resbaladiza por la caemos desde la altura de los pedestales en los que nos hemos subido. Y cuando olvidamos a Dios y ya no lo tenemos como verdadero centro de nuestra vida, tampoco pensamos en el valor y la importancia de las otras personas que caminan a nuestro lado. Ya no seremos capaces de encontrar al prójimo, porque no veremos como verdadero prójimo al que camina a nuestro lado. El no ser capaces de ver al prójimo nos impide encontrarnos con Dios, pero el olvidar a Dios nos hace incapaces de encontrarnos profundamente con el prójimo.
Aquel hombre había subido en su autosuficiencia al templo para colocarse en un pedestal, y había bajado más solo del templo porque era incapaz de encontrarse con los demás. Muchas soledades que nos creamos en nuestras autosuficiencias y en nuestros orgullos. Nos creamos distancias hacia los demás, ponemos barreras y terminamos caminando solos porque ni siquiera en Dios vamos a saber encontrar lo que pueda llenar de verdad nuestro corazón.
Mientras, nos dice la parábola, el publicano en su humildad abría su corazón a Dios. ‘Ten compasión de este pecador’, pedía y reconocía humilde. El publicano solo se fía del amor y de la misericordia de Dios. Experimentará en su corazón esa misericordia. Bajó a su casa rusticado, nos dice la parábola. Bajó a su casa, a los suyos, al encuentro con los demás.
Podemos completar esta idea con otras imágenes del evangelio. El publicano Zaqueo cuando recibió en su casa a Jesús celebró un banquete, abrió su casa, su corazón no solo a Jesús sino a los demás. El publicano Leví cuando se encontró con Jesús y Jesús le invitó a seguirle celebró también un banquete y en la mesa estaban sentados Jesús y sus discípulos, pero también los amigos del publicano, porque el encuentro con Jesús no le impidió, sino todo lo contrario, el ir también al encuentro de los demás.
Siempre la alegría del encuentro con Jesús ha de llevarnos a ir al encuentro con los demás con quienes vamos a compartir esa alegría, con quienes vamos a mostrarnos misericordiosos como Dios ha sido compasivo y misericordioso con nosotros. Y es que desde ese encuentro con los demás con quienes compartimos lo mejor de nuestra vida – nunca podrá ser un encuentro ni orgulloso ni egoísta – nos llevará más profundamente a vivir a Dios.



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