sábado, 29 de marzo de 2014

Justificados porque nos llenamos de la presencia y santidad de Dios, inundados de Dios

Justificados porque nos llenamos de la presencia y santidad de Dios, inundados de Dios

Os. 6, 1-6; Sal. 50; Lc. 18, 9-14
‘Os digo que éste, el publicano, bajó a su casa justificado, y aquel no, el fariseo’, nos dice Jesús como conclusión de la parábola que acaba de poner. Y nos deja una sentencia. ‘Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.
El mensaje de Jesús está claro. Son las actitudes nuevas y los nuevos comportamientos que han de tener y vivir los que le siguen, los que quieren constituir el Reino de Dios. No podemos acercarnos de cualquiera manera a Dios; además, las actitudes que tengamos con los que nos rodean marcarán nuestra forma de acercarnos a Dios y en consecuencia nuestra manera de actuar cuando nos llamamos discípulos de Jesús.
¿Con qué actitud hemos de acercarnos a Dios? ¿cuál es nuestra postura y comportamiento? ¿qué es lo que vamos a buscar cuando nos acercamos a Dios en nuestra oración? La Parábola que nos propone Jesús nos da pautas de comportamiento, nos enseña que es lo verdaderamente importante que hemos de buscar en nuestro acercamiento a Dios a  través de la oración.
Es cierto que vamos al encuentro con el Señor en la oración y vamos con todo lo que son nuestras necesidades y problemas; mucho quizá queremos pedirle por nosotros y también por los que queremos, aquellos que están cerca de nosotros y nos importan algo. Pero ¿sólo hemos de acercarnos a Dios como quien va con la lista de la compra, llevando la lista de nuestros problemas y necesidades? El nos enseña a pedir, pero nos enseña algo más. En muchos lugares del evangelio se nos va señalando cómo ha de ser nuestra oración y con la confianza y con la humildad que ante El hemos de presentarnos.
Pero ¿hemos pensado que nuestra oración puede ser un gozarnos en la presencia de aquel que sabemos que nos ama y a quien también nosotros queremos amar sobre todas las cosas, como ayer  escuchábamos en el evangelio también? Gozarnos de la presencia de Dios; gozarnos en el amor de Dios, como dos personas que se aman y se sienten dichosos y felices solo con estar juntos el uno al lado del otro. ¿No sería esa una forma hermosa de hacer oración?
Hoy nos dice Jesús que el publicano, que se sentía pecador, bajó a su casa justificado y el otro no. ¿Qué querrá decirnos el Señor? Quizá utilizamos ese termino teológico de la justificación sin saberle dar un hondo sentido. Justificado es el que se llena de justicia, podemos decir, de gracia; justificado es el que se llena de la presencia y de la santidad de Dios, está inundado de Dios. Tendríamos que aprender a hacerlo. Es un regalo del amor de Dios. El regalo que El nos hace de su presencia, aunque nosotros no la merezcamos. Por eso quien se siente pecador es el que podrá saborear esa justicia y esa santidad de Dios.
El publicano se sentía pecador, necesitado de esa gracia de Dios que le llenara de santidad, porque reconocía que no era santo y solo en la misericordia de Dios podría alcanzarlo. No eran sus méritos, porque veía y sentía la miseria de su vida pecadora. ‘No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo’, pero humilde pedía ‘Señor, ten compasión de este pecador’. El sí iba a saborear lo que era la misericordia de Dios, la gracia de Dios, el sentirse lleno de Dios.
Quien se había llenado de sí mismo y trataba de justificarse y presentar de antemano los méritos de las cosas buenas que había hecho, nada nuevo podría sentir en su corazón; no podría saborear en su corazón lo que es el perdón, porque él creía no necesitarlo; solamente alardeaba lleno de orgullo de aquellas cosas que hacía pero como se sentía pagado en sí mismo, ya no parecía necesitar nada de Dios, y no sería capaz de saborear esa presencia del Dios misericordioso en nuestra vida.
Los pobres y humildes de corazón serán los que verán a Dios; los que sienten necesidad de misericordia, pero al mismo tiempo son capaces de ofrecer misericordia a los demás, porque siempre estarán ofreciendo amor, serán los que alcanzaran la misericordia de Dios.
¿Qué vamos a buscar cuando nos acercamos a Dios en nuestra oración? ¿Tendremos verdaderos deseos de Dios, verdadera hambre y sed de Dios?

viernes, 28 de marzo de 2014

¿Nos dirá también Jesús a nosotros que no estamos lejos del Reino de Dios? Examinemos nuestro amor a Dios



¿Nos dirá también Jesús a nosotros que no estamos lejos del Reino de Dios? Examinemos nuestro amor a Dios

Os. 14, 2-10; Sal. 80; Mc. 12, 28-34
‘No estás lejos del Reino de los cielos’, le dijo Jesús a aquel escriba que le había venido con preguntas. Vemos repetidamente en el evangelio que vienen con preguntas a Jesús. ‘¿Qué es lo que tengo que hacer para heredar la vida?’ preguntaba un día un joven con ilusión por ser bueno. Otras veces las preguntas vienen con mala intención queriendo poner a prueba al Maestro; otras con buena voluntad con deseos de buscar lo que es lo fundamental que hay que hacer; algunas veces las preguntas son capciones queriendo ver la respuesta del Maestro para hacerse luego sus conclusiones.
Hoy el diálogo que se entabla entre Jesús y aquel escriba es aleccionador, profundo y enriquecedor. Jesús responde con las palabras de la propia Escritura tanto del Deuteronomio como del Levítico. Y como es corroborado por el escriba que ratifica que él cree también de verdad que lo importante es ese amor a Dios sobre todas las cosas, es por lo que Jesús concluirá diciéndole que no está lejos del Reino de Dios.
Nos hacemos preguntas también nosotros muchas veces con mucha sinceridad en el corazón para discernir si lo que estamos haciendo está bien. Buscamos también lo que es lo fundamental de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Aunque algunas veces nos creemos algunas confusiones dentro de nuestro corazón. Nos pensamos que somos buenos y que con no hacer daño a los demás ya lo tenemos todo hecho. Es cierto que es importante el  no hacer daño a los demás, pero la respuesta se quedaría corta.
Algunas dicen, como yo sea bueno con los demás y no haga daño a nadie, y ayude cuando pueda, ya me es suficiente y no necesito nada más; y cuando dicen que no necesitan nada más están queriendo decir que no necesitan ni rezar, ni venir a la Iglesia, ni ningún acto religioso. Eso, es cierto, es ser un hombre bueno, una persona buena; pero cuando hablamos de un cristiano tenemos que pensar en algo más, tenemos que fijarnos en Jesús y escuchar clara y sinceramente lo que El nos dice en el Evangelio.
Hoy nos está diciendo que tenemos que poner de verdad en el centro de nuestra vida a Dios. Hemos de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra vida, con todo  nuestro ser. Es el Señor y el único Dios de nuestra vida, a quien le debemos amor, pero no un amor cualquiera, no un amor mezquino, sino un amor total. Como consecuencia surgirá el amor que hemos de tener al prójimo; como fundamento y base de ese amor que le tenemos a Dios, estará el amor al prójimo. Porque no podrá haber uno sin el otro.
Por eso a la respuesta del escriba Jesús le dirá que no está lejos del Reino de Dios. ¿No significa el Reino de Dios reconocer que Dios es nuestro único Rey y Señor y a El le debemos todo nuestro amor? Y cuando sentimos que Dios es el único Rey y Señor de nuestra vida, estaremos siempre dispuestos a hacer en todo su voluntad para manifestar ese amor; y ya sabemos que la voluntad del Señor es que nos amemos los unos a los otros, como El nos ha amado. Fue el mandamiento que nos dejó Jesús.
Bien nos viene reflexionar en todo esto aunque lo tengamos bien sabido. Hemos de reconocer que muchas veces cuando hacemos el examen de nuestra conciencia y repasamos los mandamientos de la ley de Dios, quizá por este primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas pasamos muy rápidamente porque damos por sentado que amamos a Dios.
Pero creo que tendríamos que detenernos en él para ver si en verdad es así sobre todas las cosas como amamos al Señor y en qué estamos manifestando que le tenemos ese amor. Podríamos encontrarnos con la sorpresa de que no es tan intenso nuestro amor a Dios porque muchas veces andamos con raquitismos y mezquindades y a la hora de acercarnos a  Dios para darle culto hay otras cosas a las que le damos más importancia y nos retraemos y todo nuestro amor no es para el Señor.
Que podamos escuchar en nuestro corazón esa palabra de Jesús que nos dice que no estamos lejos del Reino de Dios.

jueves, 27 de marzo de 2014

No endurezcamos nuestro corazón, sino escuchemos la voz del Señor



No endurezcamos nuestro corazón, sino escuchemos la voz del Señor

Jer. 7, 23-28; Sal. 94; Lc. 11, 14-23
‘Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón’. Un deseo, una súplica, una llamada… a escuchar la voz del Señor, a no encerrarnos en nosotros mismos, a dejarnos conducir por el Espíritu del Señor, a estar vigilantes y atentos para mantenernos en los caminos de la fidelidad.
Estas palabras que hemos hecho nuestras en el salmo como una oración y una súplica al Señor hacen clara referencia a lo que fue el camino del pueblo de Dios por el desierto rumbo a la tierra prometida, como vamos recorriendo nosotros ahora este camino cuaresmal que nos conduce a la Pascua. Momentos difíciles para aquel pueblo en su peregrinar en que muchas veces se vieron tentados a la infidelidad y a no confiar en el Señor. ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto: cuando vuestros padres pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras’.
Con el salmo hemos orado respondiendo a la Palabra de Dios que se nos va proclamando; la primera lectura nos refleja la amargura del profeta Jeremías como hombre de Dios frente a la actitud que mantenía el pueblo ante las llamadas que el Señor le iba haciendo. ‘Escuchad mi voz… yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, caminad por el camino que os mando… pero no escucharon ni prestaron oído, caminaban según sus ideas, según la maldad de su corazón obstinado, me daban la espalda y no la frente… endurecieron la cerviz, fueron peores que sus padres’.
Pero, ¿no fue esa la oposición que se encontró Jesús? Es lo que nos narra el evangelio de hoy. A pesar de ver la acción de Dios, Jesús había curado a un mudo expulsado al maligno, sin embargo de forma blasfema le atribuyen ese poder de Jesús al poder del príncipe de los demonios y siguen pidiendo signos y milagros. Se repite una y otra vez; y una y otra vez hemos de escuchar la llamada: ‘Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón’.
Es lo que repetidamente nos va sucediendo a nosotros que tantas veces y de tantas maneras nos sentimos tentados. Nos creemos buenos, creemos que tenemos superadas las tentaciones, pero somos tentados de nuevo por el espíritu maligno, muchas veces con más fuertes tentaciones. Es a lo que nos quiere prevenir Jesús con sus palabras en el evangelio. Es la vigilancia atenta que hemos de mantener en nuestra vida, porque siempre el espíritu del mal estará enredando para apartarnos del camino bueno y de fidelidad.
Ahí está la tentación, pero está también nuestra debilidad. Pero sabemos también cómo podemos fortalecernos en la gracia del Señor. ‘No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’, que decimos tantas veces cuando rezamos el padrenuestro. Pero que lo digamos con autenticidad, con verdad, siendo conscientes de esa tentación que nos acecha y cómo tenemos que evitar ponernos en la ocasión del pecado. Nos metemos en la boca del lobo, como se suele decir, tantas veces que no evitamos la ocasión del pecado. 
Penitencia que hemos de hacer por nuestros pecados, porque siempre hemos de sentirnos con toda sinceridad pecadores; sacrificios que le vamos ofreciendo al Señor, como ofrenda de amor; pero, negándonos a nosotros mismos incluso en cosas que son buenas - por eso es sacrificio -, nos sirve como un entrenamiento para  aprender a negarnos también cuando viene la tentación de verdad. Nos cuesta decir ‘no’; nos dejamos llevar por la pendiente de lo fácil y de no negarnos a nosotros mismos, y cuando viene el momento fuerte no sabemos resistir, no nos sentimos con fuerza para decir ‘no’ a esa tentación y fácilmente sucumbimos.
Y, por supuesto, no nos puede faltar la oración; una oración intensa, una oración en la que nos llenemos de la presencia de Dios para aprender a saborear su gracia y su vida divina en nosotros. Una oración en la que abriendo nuestro corazón a Dios El nos irá iluminando con su Palabra para aprender lo que es su voluntad y como se manifiesta esa voluntad del Señor en las cosas de cada día. Una oración que nos enseñe a discernir bien lo que vamos haciendo en cada momento, para que todo sea siempre para la gloria del Señor.
No endurezcamos nuestro corazón, sino escuchemos la voz del Señor.

miércoles, 26 de marzo de 2014

La ley del Señor vivida en el amor es nuestra sabiduría y nuestro camino de santidad



La ley del Señor vivida en el amor es nuestra sabiduría y nuestro camino de santidad

Deut. 4, 1.5-9; Sal. 147; Mt. 5, 17-19
Por una parte hemos escuchado  en el Deuteronomio que Moisés le dice al pueblo: ‘Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño a cumplir: así viviréis, entraréis y tomaréis posesión que el Señor os va a dar…’ Y por otra parte hemos escuchado a Jesús que nos dice en el evangelio ‘no creáis que he venido a abolir la ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud…’
Moisés le decía al pueblo que aquellos mandatos son su sabiduría y su prudencia. Era una manera de hacer comprender al pueblo lo importante que era cumplir con la ley del Señor. A todos nos pasa, no nos gusta que nos pongan normas y nos señalen lo que tenemos que hacer; siempre surge una rebeldía en nuestro corazón y nos puede parecer que una norma o un mandamiento coartaría nuestra libertad, porque nos gusta hacer lo que a nosotros nos parece.
Por eso Moisés trata de explicarles que en la ley del Señor encuentran su sabiduría, porque en la ley del Señor encuentran el verdadero sentido de sus vidas. Son como los cauces por donde han de circular los caminos de nuestra vida que no solo nos harían más felices a nosotros sino que también contribuiríamos a la felicidad de los demás. ‘Ellos son vuestra sabiduría y vuestra prudencia’, les dice. 
Pero antes que todo eso les da un motivo más grande que es la cercanía de Dios.  No es un Dios lejano, sino un Dios que se hace presente en nuestra vida, camina a nuestro lado. Los otros pueblos al escuchar lo que son los mandatos del Señor dirán: ‘Cierto que son un pueblo sabio y prudente esta gran nación; porque ¿Cuál de las naciones grandes tiene unos dioses tan cercanos? ¿cuál de las naciones grandes tiene unos mandatos y decretos tan justos…?’ Y les insiste que no olviden nunca todas las maravillas que el Señor ha hecho con su pueblo porque así recordarán el amor que Dios siempre les ha tenido y eso les motivará a querer cumplir siempre su voluntad.
Bien nos viene a nosotros recordar también todo esto, estas palabras de Moisés. Que sepamos descubrir toda la sabiduría que contiene la Palabra del Señor y lo importante que son para nosotros los mandamientos del Señor. No lo podemos olvidar, y no podemos olvidar los mandamientos del Señor. Es un peligro que tenemos. Hemos de tener siempre muy presente, no olvidarlos de ninguna manera, lo diez mandamientos.
Ojalá los tuviéramos siempre delante de nuestros ojos, muy presentes en nuestra vida, para que dejemos conducir nuestra vida siempre por lo que es la voluntad del Señor. Fijémonos en lo que decimos en el padrenuestro, ‘hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’; cumplir siempre la voluntad del Señor en todo. ¿Cómo vamos a cumplirla si ni siquiera nos sabemos de memoria los mandamientos?
Y Jesús nos dice que no ha venido a abolir los mandamientos del Señor. Ha venido a darles plenitud, como plenitud quiere para toda nuestra vida. Y nos dice que el que se salte aunque solo fuera uno de los que pueden parecer más pequeños e insignificantes, no es digno del Reino de los cielos. ¿Cuál es el camino de esa plenitud de la que nos habla Jesús? No es otro que el camino del amor, porque eso fue su vida y quiere que sea nuestra vida.
No cumplimos los mandamientos a regañadientes y porque no nos queda más remedio; eso sería una pobreza grande en nuestra vida. Recordemos que en los mandamientos tenemos nuestra sabiduría y nuestra prudencia como nos decía Moisés. Lo hacemos desde el amor. no vamos temiendo castigos y condenas, sino vamos buscando cómo mejor expresar nuestro amor a Dios, que lo haremos en el amor que le tengamos a los demás.
Recordemos aquellos versos tan hermosos que quizá aprendimos de niños y qué valor tienen para motivarnos al amor y al cumplimiento de la ley del Señor. ‘No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera’. Que así nos sintamos nosotros movidos a cumplir siempre la ley del Señor.

martes, 25 de marzo de 2014

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria



La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria

Is. 7,10-14; Sal.39; Hb. 10, 5-10; Lc. 1 ,26-38
‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria’, es la aclamación que la liturgia nos invita a hacer antes  del Evangelio. Es precisamente el misterio de la Encarnación de Dios en las entrañas de María del que nos habla el Evangelio. Es el Misterio de la Encarnación de Dios que hoy estamos celebrando.
No nos hemos detenido lo suficiente ante este misterio de Dios que hoy estamos celebrando. No es cualquier cosa. No es simplemente que Dios venga a visitarnos como se visita a un familiar o a un amigo, que vamos, lo visitamos y luego nos vamos. Dios viene a visitarnos, como repetidamente se nos dice en la Escritura y en la liturgia, pero viene a quedarse: ‘acampó entre nosotros’. Así lo escuchamos en los cánticos de Zacarías y del anciano Simeón - ‘bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo… por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto…’ -, pero esa visita de Dios será un estar Dios para siempre con nosotros, porque ya para siempre, desde que se encarnó en el seno de la Virgen será para siempre Emmanuel.
Lo hemos escuchado en el profeta en la primera lectura - ‘la virgen concebirá y dará a luz un hijo al que se le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros’ - pero es el cumplimiento de las antiguas promesas al pueblo de Israel, como reconoceremos en el prefacio, pero es al mismo tiempo la esperanza de todos los pueblos que en todas las expresiones religiosas siempre han manifestado ese deseo de vivir a Dios, o de estar en Dios.
Bellamente y con altura teológica nos lo ha presentado así el evangelio de Juan en lo que llamamos su prólogo o su primer capítulo. Es la luz que viene a iluminarnos, es la verdad que nos viene a dar plenitud, es la vida que nos va a llenar de Dios plenamente, es el Verbo de Dios, el Hijo de Dios que planta su tienda entre nosotros para ser para siempre nuestra salvación. ‘Y hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre lleno de gracia y de verdad’.
No nos cansemos de considerar esta maravilla del misterio de Dios, de contemplar la gloria de Dios que así se nos manifiesta. Tendríamos que rumiarlo una y otra vez en nuestra cabeza y en nuestro corazón contemplando la hermosa escena de Nazaret. Allí se estaba realizando ese misterio de Dios; allí se estaba derramando el amor de Dios pero en una medida infinita como es siempre el amor que Dios nos tiene y nos entrega a su Hijo único para que realice esa ofrenda de amor de su vida que nos dará la salvación para siempre.
Es el grito que escuchamos en la entrada del Hijo de Dios en el mundo, nuestra carne humana, al hacerse carne como nosotros. Grito de obediencia que va precedido o acompañado por el susurro de amor que salía del corazón de María cuando recibe la embajada angélica. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’ nos narraba la carta a los Hebreos que fue la exclamación y la aclamación de Cristo al entrar en el mundo. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’, escuchamos a María como un eco de la ofrenda de amor de Cristo. Cuánto nos enseña esta actitud de María, este ‘sí’ de María.
Demos gracias a Dios por el misterio que se nos revela. El amor de Dios supera todas las expectativas que pudiera tener el hombre. Nos desborda en su inmensidad y nos sentimos envueltos en ese amor que será ya para siempre nuestro amor. Si uno se parara lo suficiente a considerar este misterio del amor de Dios que es su Encarnación se quedaría como ensimismado sin saber qué decir o qué hacer ante tanta maravilla. Decimos ‘sí’ con nuestra fe; nos lo repetimos una y otra vez en nuestro interior y brota generosa y como espontánea la ofrenda que nosotros queremos hacer también de nuestro amor.
‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’, repetimos embelesados porque parece que ya no sabemos decir otra cosa. No son unos holocaustos cualesquiera los que le vamos a ofrecer al Señor; no es la sangre de los animales ni el sacrificio de las cosas, sino que va a ser nuestra voluntad, nuestro yo, nuestra vida, todo nuestro amor. ‘Todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo - su sacrificio en la cruz - hecho de una vez  para siempre’. El sacrificio de Cristo nos va enseñar ya para siempre cuál es el verdadero sacrificio que es agradable al Señor.
Y es lo que queremos repetir; cada vez que celebramos la Eucaristía celebramos la pascua, celebramos el misterio pascual,  hacemos presente ese sacrificio y esa ofrenda de Cristo, pero donde también nosotros queremos ponernos, donde también ya nosotros queremos hacer nuestra ofrenda de amor. Es la maravilla de lo que es cada Eucaristía que celebramos y de lo que va a ser la celebración del misterio pascual en la ya cercana Pascua, y para la que nos vamos preparando. Es lo que ahora de forma intensa también queremos vivir cuando estamos hoy contemplando y celebrando el Misterio de la Encarnación de Dios.
Adoremos el Misterio de Dios, el Misterio de su Encarnación poniendo todo nuestro yo, toda nuestra vida postrada delante del Señor para hacer siempre su voluntad.

lunes, 24 de marzo de 2014

¿Por qué creemos o qué es lo que buscamos en nuestra fe? Preguntas interesantes que nos purifican



¿Por qué creemos o qué es lo que buscamos en nuestra fe? Preguntas interesantes que nos purifican

2Reyes, 5, 1-15; Sal. 41; Lc. 4, 24-30
La cuaresma es este camino de cuarenta días que la Iglesia nos propone, a la manera del itinerario que hacían los catecúmenos para prepararse para el Bautismo, para prepararnos a vivir con todo sentido y profundidad el misterio pascual que nos disponemos a celebrar. Cuando las cosas son importantes para nuestra vida nos preparamos para ellas, porque queremos aprovecharlas con toda intensidad, saborearlas con profundidad aprovechando todo lo que nos pueda enriquecer como personas y, en este caso, como cristianos.
Por eso la liturgia de la Iglesia es muy rica en sus oraciones y signos, pero sobre todo en la riqueza de la Palabra de Dios que nos propone cada día. A la luz de la Palabra de Dios vamos haciendo este camino; por eso es tan importante cómo la proclamamos y cómo la escuchamos no queriendo desaprovechar ni lo más mínimo de la gracia que se nos ofrece. Se me ocurre una imagen cuando comemos una comida especial y muy sabrosa tratamos de saborearla, no nos la tragamos así de cualquier manera, sino que a cada bocado la paladeamos y saboreamos para disfrutar de ella. Con qué atención hemos de escucharla y la queremos meditar en nuestro corazón al tiempo que vamos confrontando nuestra vida para ir purificándonos día a día y enriqueciéndonos de gracia que nos haga cada vez más santos.
Con sabiduría la Iglesia nos va ofreciendo el que a la luz de la Palabra vayamos revisando y enriqueciendo más y más nuestra fe, purificándola también de imperfecciones en la manera de vivirla, haciendo que resplandezca de la manera más pura en todo aquello que hacemos y vivimos y ayudándonos a que en verdad se empape toda nuestra existencia de esa fe que profesamos.
¿Por qué creemos o qué es lo que buscamos en nuestra fe? Es la respuesta que damos a todo el amor que el Señor nos tiene. Y sentimos su presencia y su gracia que nos ayuda y nos fortalece en el camino de nuestra fe, para que mantengamos siempre nuestra total fidelidad. Pero no siempre sabemos vivir nuestra fe. En ocasiones pareciera que somos interesados en nuestra relación con Dios y si no estamos viendo cosas extraordinarias parece que se nos enfría nuestra fe. Hay quien no fundamenta su fe sino en los milagros; si no hay milagros ya no creen.
El texto del evangelio que hemos escuchado hoy está en el marco de la visita que Jesús hace a Nazaret, su pueblo, cuando va el sábado a la sinagoga, hace la lectura y el comentario. Cuando  hemos escuchado el texto completo en su primera parte hemos visto la admiración llena de orgullo que siente la gente de Nazaret por Jesús, porque es uno de ellos. Pero pronto quieren aprovechar esa circunstancia y están queriendo ver qué cosas extraordinarias va a hacer Jesús allí en su pueblo. Han oído hablar de los milagros que Jesús hacía en Cafarnaún y ahora quieren que algo así suceda entre ellos. Pero, ¿es verdadera fe la que han puesto en Jesús?
Ya sabemos lo que Jesús nos manifestará a lo largo del Evangelio. Los milagros no lo son todo y para llegar a ello hará falta una fe grande. Aquí Jesús se extrañará de su falta de fe y en texto paralelo de otros evangelista narrándonos esta visita a Nazaret dirá que ‘no hizo milagros allí por su falta de fe’, a pesar de todos los orgullos y alabanzas, porque era de allí, el hijo del carpintero. Recordemos cómo en otras ocasiones pedirá la fe a quienes acuden a él, o alabará la fe del centurión romano, de la mujer cananea o de la mujer de las hemorragias. En esos casos era grande la fe pero era grande también la humildad con que acudían a Jesús.
Ahora les recuerda a sus convecinos que, no porque esté en su pueblo, va a hacer esos milagros para sustentar orgullos patrios; les recuerda lo del leproso Naamán - que hemos escuchado en la primera lectura - con el profeta Eliseo, o lo de Elías con la viuda de Sarepta de Sidón, ambos paganos y no judíos. La humildad al final de Naamán hizo que se abriera al misterio de Dios y Dios obrara maravillas en él curándole de la lepra. Ya hemos escuchado cual fue la reacción de la gente de Nazaret.
Todo esto nos tiene que hacer reflexionar sobre nuestra fe. Con humildad tenemos que ir ante Dios y es cuando Dios obrará maravillas en nosotros. Pero esas maravillas que Dios realiza en nosotros no tienen que ser milagros de cosas extraordinarias, sino que ha de ser el milagro de que sepamos sentir la presencia de Dios en nuestro corazón y nos haga tener actitudes nuevas en nosotros y en nuestra relación con los demás.
Quizá desde nuestra necesidad, desde nuestros sufrimientos y limitaciones sentimos el deseo de que el Señor obre el milagro de curarnos de todos esos males que afectan a nuestro cuerpo. Pero ¿no sería un milagro grande que Dios obrara en nosotros si con la fuerza de su gracia cambiamos nuestras actitudes y nuestras posturas hacia los otros comportándonos con más sinceridad y humildad, queriéndonos más, siendo capaces de aceptarnos tal como somos, respetarnos más y perdonarnos siempre y en todo?
¿Qué es lo que tendríamos que pedirle al Señor? Hay una tremenda lepra que dejamos meter en nuestra vida, peor que la lepra del cuerpo, cuando dejamos que nuestro corazón se llene de resentimientos, cuando dejamos que se introduzca la mala  semilla de la envidia en la tierra de nuestra vida, cuando nos hacemos violentos e intratables, cuando nos encerramos en nuestros orgullos y egoísmos. Que el Señor nos cure de esas lepras. Dejemos que la Palabra del Señor llegue a nuestra vida y con su gracia nos sintamos purificados. Es una buena preparación para la Pascua.

domingo, 23 de marzo de 2014

Sedientos en busca del agua viva que solo podemos encontrar en plenitud en Jesus



Sedientos en busca del agua viva que solo podemos encontrar en plenitud en Jesús

Ex. 17, 3-7; Sal. 94; Rom. 5, 1-2.5-8; Jn. 4, 5-42
Es duro y costoso el camino hacia la libertad; es duro y costoso alcanzar una vida en plenitud cuando tantas sombras de muerte nos atan y cuando tantas limitaciones, no tanto físicas sino en el alma, nos impiden caminar como desearíamos hacia la vida.
Lo podemos llamar sed de libertad que nos reseca la garganta de la vida y nos produce amargor en el corazón cuando no sabemos encontrar el agua que nos sacie plenamente. Tenemos sed porque buscamos la felicidad y no sabemos encontrar la fuente que nos dé la felicidad verdadera. Tenemos sed porque nos vemos envueltos en pasiones que nos ciegan o tenemos sed porque andamos demasiado a ras de tierra recortando las alas de nuestra alma que nos harían volar hacia mundos nuevos llenos de trascendencia. Mucha es la sed que tenemos en el corazón porque en el fondo hay un ansia de plenitud y de espiritualidad, pero el materialismo de la vida nos ciega pensando que vamos a alcanzar la felicidad en cosas efímeras que se disiparán como humo que se lleva el viento. Pero toda esa sed que llevamos dentro nos hace entrar en crisis, hacernos preguntas, dejarnos desasosegados y con dudas en el alma.
Hoy el evangelio y toda la palabra de Dios que escuchamos en este tercer domingo de Cuaresma nos habla de sedientos y de fuentes de agua, invitándonos a buscar la fuente de agua viva que nos sacie de verdad y llene de plenitud. Los hechos concretos que se nos narran, tanto el pueblo sediento mientras camina por el desierto rumbo a la tierra prometida, como el encuentro de la samaritana y Jesús en el pozo de Jacob, son imagen de toda esa sed que llevamos en el alma y que nos hablan donde está la verdadera fuente de agua viva que no podremos encontrar sino en Jesús.
‘El pueblo, torturado por la sed, murmuraba contra Moisés. ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?’ Es la presentación que se nos hace en la primera lectura de aquel pueblo sediento que camina por el desierto. Una imagen de gran significado, hemos de reconocer, porque la sed de aquel pueblo produce una crisis profunda en su propia fe y en el sentido de su peregrinar. ‘¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?’ se preguntan.
Por su parte, en el evangelio es Jesús el que pide de beber a la samaritana que ha venido al pozo a sacar agua. ‘Dame de beber’, le dice Jesús. Pero será Jesús el que terminará por ofrecer un agua viva a la mujer que ha venido al pozo por agua. El diálogo que se provoca es profundo y muy rico.
La mujer con su cántaro viene al pozo a buscar agua; Jesús no tiene con qué sacar agua de aquel pozo y sin embargo ofrece un agua viva a aquella mujer de manera que ‘el que beba del agua que yo le dará no volverá a tener sed’. Es necesario conocer el don de Dios; es necesario reconocer quien es Jesús; es necesario abrir nuestra sed verdadera, la sed profunda que podamos tener en el corazón, ante Jesús para poder entender del agua que El nos quiere ofrecer.
La mujer le pedirá: ‘Dame de esa agua; así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla’. La mujer está comenzando a reconocer la sed que lleva en su corazón. Que no solo es la rutina de ir todos los días al pozo para buscar el agua. Es otra la sed que ha atormentado a aquella mujer a lo largo de su vida. Ha sido un ir de acá para allá buscando donde saciar sus ansias de felicidad pero no la ha terminado de encontrar. ‘Tienes razón,  no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido’, le dice Jesús.
Es también la búsqueda espiritual que ha habido en el corazón de aquella mujer en la que aún queda la esperanza de que cuando llegue el Mesías todas sus dudas se disiparán para saber cómo y donde hay que adorar a Dios. ‘Veo que eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, pero vosotros decís que el sitio donde hay que dar culto está en Jerusalén’. Afloran las dudas de orden religioso y espiritual. Sigue aflorando la sed de aquella mujer que ya se está olvidando del agua de aquel pozo, porque comienza a vislumbrar donde hay un manantial ‘de agua que salta hasta la vida eterna’.
¿Cuál es nuestra sed? ¿Qué hay dentro de nosotros que nos inquieta? ¿O quizá estamos tan aturdidos que nos cegamos para ni siquiera darnos cuenta de que tenemos sed? Creo que sería muy conveniente que tomáramos conciencia de cuál es nuestra sed, o cuáles son los deseos más profundos que hay en nuestro corazón. ¿A qué aspiramos que llene de verdad nuestra persona, nuestro yo, nuestro espíritu? Porque todo esto que estamos contemplando en la Escritura tiene que ser para nosotros una imagen de lo que es nuestra realidad pero también de lo que tendríamos que buscar.
Jesús llamará en otra parte del evangelio dichosos a los que tienen hambre y sed de justicia prometiéndoles que serán saciados. Hambre y sed de justicia, de un mundo mejor; hambre y sed de inconformismo porque no estamos contentos en lo que somos o en lo que tenemos frente a rutinas y cansancios; hambre y sed de una mayor fraternidad entre todos los hombres, de más paz frente a tantas violencias y egoísmos; hambre y sed de amor para que haya una mayor solidaridad; hambre y sed de plenitud y de trascendencia;  hambre y sed de Dios, en fin de cuentas. ¿Será esa nuestra hambre y nuestra sed?
Mucha gente a nuestro alrededor tiene sed porque muchas pueden ser las carencias que tienen en su vida, los sufrimientos o limitaciones que puedan padecer incluso en su cuerpo, pero no queremos quedarnos en las carencias materiales o lo físico, aunque sabemos que tenemos la obligación en justicia de poner remedio a ese mundo injusto en el que vivimos y curar tanto sufrimiento; muchos tienen sed de que rescatemos los valores verdaderos que nos dignifican y nos pueden hacer verdaderamente grandes; muchos tienen sed de algo espiritual que llene sus vidas y les haga mirar con una mirada más amplia, pero no tendríamos que dejar que fueran a beber en fuentes venenosas que los engañan con falsas o raquíticas espiritualidades  y tenemos que anunciarles con valentía a Jesús en quien está, quien es la fuente de la verdadera vida.
Hay una cosa que deberíamos tener clara. Hemos de buscar esa fuente de agua viva que sacie nuestra fe y sabemos que la tenemos en Jesús y por eso hasta Jesús tenemos que ir para llenarnos de su vida y de su luz. Pero esa agua viva que encontramos no nos la podemos quedar para nosotros. Tenemos que anunciarla, compartirla, llevar a los demás esa agua viva del Evangelio o llevar a los demás a un encuentro vivo y profundo con Cristo para que sacien plenamente su sed.
Recordemos el pasaje del evangelio, donde vemos que aquella mujer samaritana, se  dejará su cántaro junto al brocal del pozo - ¿para qué le iba a servir ya si había encontrado el agua que le calmaba para siempre la sed? - y se fue a anunciar a sus convecinos cuanto le había sucedido,  con quién se había encontrado, invitándoles a ir hasta el encuentro con Jesús. Todos terminarán confesando su fe en Jesús y no solo porque aquella mujer les había contado lo que a ella le había sucedido, sino porque todos habían experimentado que Jesús era el que calmaba totalmente aquella sed que llevaban en el corazón. ‘Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que El es de verdad el Salvador del mundo’.
¿Seremos capaces nosotros también de ir a anunciar a los demás lo que hemos encontrado en Jesús? ¿Seremos capaces de compartir esa agua viva del Evangelio y de la gracia con cuantos están a nuestro lado?