sábado, 18 de enero de 2014

No  nos creamos justos incapacitándonos para la misericordia y el amor

1Sam. 9, 1-4.17-19; 10, 1; Sal. 20; Mc. 2, 13-17
Ante Jesús siempre tenemos que decantarnos, tomar una decisión; no podemos andar a medias tintas, sino que nuestra opción hay que tomarla con decisión y radicalidad. Pero además la presencia de Jesús provocará que quienes estén a su lado hayan de tomar una decisión clara también, aunque muchas veces veamos que haya muchos que se pongan en contra, o queriendo pasar indiferentes ante El, al final tengan que aclarar cual es la postura que toman. Bien constatamos que aquellos que se dicen indiferentes ante la persona y la presencia de Jesús al final lo que hagan es una guerra sorda, por decirlo de una forma suave, en la que quieran eliminar todo vestigio de su presencia o de su mensaje.
¿Por qué tiene que molestarte, si dices que no eres cristiano ni creyente y entonces para ti no signifique nada un signo religioso como pueda ser la cruz, la presencia de la cruz o de otros signos religiosos en lugares públicos? Hemos escuchado hace unos días la noticia de que en una exposición que se hacía en un lugar público de la figura de la madre Teresa de Calcuta, alguien pretendía y exigía que se quitase de allí todo lo que pudiera tener una connotación religiosa. ¿Es que la madre Teresa de Calcuta sería lo que realmente es si no fuera su fe en Jesús de la que arrancaba todo su dinamismo, toda su obra y toda su vida?
En el evangelio de hoy por una parte vemos la vocación de Mateo. ‘Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y la dijo: Sígueme. Se levantó y lo siguió’, nos dice el Evangelio. Ante la Palabra y la invitación de Jesús su decisión fue rápida. ‘Se levantó y lo siguió’. Admirable su fe y su disponibilidad; se dejó conducir por el Señor ante su llamada. Admirable testimonio que nos tendría que hacer pensar en la forma cómo nosotros respondemos a la llamada del Señor. ¿Será así nuestra disponibilidad?
Pero el episodio del evangelio tiene una segunda parte. ‘Estando a la mesa de Leví, de entre los muchos que lo seguían un grupo de recaudadores (publicanos, como los llamaban) y otra gente de mala fama se sentaron con Jesús y sus discípulos’. Aquí surge la controversia, porque aquellos que se consideraban justos y puros no podían ver con buenos ojos que Jesús se sentara a la mesa con toda aquella gente y allí estaban trasladándoles sus murmuraciones a los discípulos. Ya conocemos al final la sentencia de Jesús. ‘No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores’.
Los que se consideraban justos no serán capaces nunca de reconocer que necesitan salvación.  Pero es que además los que se consideran justos nunca serán capaces de poner misericordia en su corazón, casi podríamos decir que están incapacitados para amar de verdad. Lo que saben hacer siempre es  juzgar y condenar. No podrán entender entonces el mensaje del evangelio porque parece que están incapacitados para la ternura.
Por eso no entienden la postura de Jesús, su amor y su misericordia. Parece que les molesta que Jesús sea misericordioso, nos muestre el rostro misericordioso de Dios que es clemente y misericordioso, como tantas veces repetimos en nuestros salmos. Jesús viene para traernos la salvación y esa salvación es para todos porque todos estamos marcados por el pecado. No nos podemos considerar justos y puros, para que en consecuencia seamos capaces también de tener amor, compasión y misericordia con los demás.

Cuando nos sentimos amados y perdonados, como hemos reflexionado recientemente, nos sentimos impulsados a mostrar ese amor y esa misericordia también con los demás. Por eso con humildad nos ponemos ante Jesús - así lo hacemos por ejemplo siempre en el comienzo de nuestras celebraciones - sintiendo que somos enfermos, que somos pecadores, que estamos necesitados de la misericordia del Señor. Todo esto tendría que hacernos pensar mucho para analizar nuestras actitudes, nuestras posturas, nuestros juicios y condenas que tan pronto y fácilmente nos salen cuando vemos algo que no nos gusta en los demás. Llenemos nuestro corazón de amor y de misericordia y así podremos repartir amor y misericordia con todos los que están a nuestro lado.

viernes, 17 de enero de 2014

Jesús había anunciado el año de gracia del Señor para el perdón de nuestros pecados

1Sam. 8, 4-7.10-22; Sal. 88; Mc. 2, 1-12
El cuadro que estamos contemplando cuando escuchamos este texto del evangelio que hoy se nos ha proclamado nos habla del entusiasmo de la gente que se agolpa allí donde está Jesús porque quiere escucharlo y estar cerca de El; pero nos habla de fe y de amor solidario, como nos hablará también de la verdadera salvación que viene a ofrecernos Jesús.
‘Cuando a los pocos días se supo que Jesús había vuelto a Cafarnaún acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta’. Allí están queriendo no perderse ni una palabra de Jesús. Allí se despierta la fe y se despierta el amor. Acuden unos hombres portando en una camilla a un paralítico para que Jesús lo cure. Es imposible entrar, pero ellos quieren llegar como sea hasta los pies de Jesús con aquel enfermo. Y la fe y el amor se las ingenian; ‘levantaron una tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y por allí descolgaron la camilla con el paralítico’. Alguien podría estar pensando en el dueño de la casa al que le están destrozando el techo. Pero lo importante ahora es la fe de aquellos  hombres. ‘Viendo la fe que tenían’, dice el evangelista, ‘le dijo al paralítico: hijo, tus pecados quedan perdonados’.
Siempre nos fijamos en la reacción de los letrados que por allí andaban que no entienden las palabras de Jesús; es más, dirán que blasfema, porque ‘¿quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ Pero, siendo sinceros, ¿cuál hubiera sido nuestra reacción si  nosotros hubiéramos estado en su lugar? Lo que aquellos hombres venían buscando era la curación del paralítico y de eso, de entrada, no dice nada Jesús. Tenían fe, les gustaba escuchar sus palabras y su corazón se enardecía y se llenaba de esperanza cuando lo escuchaban; pero ellos aún no habían descubierto quien era realmente Jesús. A lo más podían pensar que era un profeta o un hombre de Dios.
Pero ¿no sigue siendo la reacción de muchos hoy cuando le hablamos de la confesión de los pecados y del sacramento de la penitencia? Yo a ningun hombre le voy a contar mis pecados para que me los perdone, yo le pido perdón a Dios cuando hago mis oraciones y no necesito nada más, dicen muchos y de alguna manera allá en nuestro interior ponemos nuestras dificultades y reticencias a la hora de confesar nuestros pecados.
Jesús curará a aquel paralítico; al final le dirá: ‘Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’. Pero aquel hombre no solo ha recobrado el movimiento de sus miembros para incluso poder cargar con su camilla, sin que nadie tenga ya que ayudarle, sino que aquel hombre se sentirá salvado en lo más profundo de si mismo. Jesús le había dicho ‘tus pecados están perdonados’, y la salvación había llegado a su vida. Jesús quiere dejarnos claro que es lo más hondo, lo más grande que viene a ofrecernos.
En la sinagoga de Nazaret había proclamado aquel texto del profeta que anunciaba el año de gracia del Señor. El año de gracia del perdón era el año del jubileo, el año en que todas las penas quedaban condonadas, en que todo era perdonado, porque era como comenzar de nuevo una vida nueva. Y Jesús venía a traernos ese año de gracia universal, de una vez para siempre. El venía a traernos la gracia y el perdón. Ahora nos lo estaba manifestando para que lo tuviéramos claro desde el principio. La salud, la salvación que venía a ofrecernos era algo profundo que transformaba totalmente nuestra vida. Porque quien se siente perdonado, se siente amado y se siente transformado por ese amor y ya su vida no puede ser de la misma manera.

Cómo tenemos que aprender nosotros a gustar ese perdón que el Señor nos ofrece, saborear ese amor tan grande que Dios nos tiene que nos inunda con su misericordia. No siempre valoramos y vivimos con la intensidad que deberíamos el sacramento de la Penitencia donde recibimos el perdón del Señor. Tendría que ser siempre una fiesta para nosotros, porque fiesta tenemos que sentir en el corazón cuando así nos sentimos amados del Señor.

jueves, 16 de enero de 2014

El amor de Jesús nos contagia y nos hace fructificar en el amor

1Sam. 4, 1-11; Sal. 41; Mc. 1, 40-45
Qué fuerza más poderosa tiene el amor. Desde un amor verdadero cuánto podemos hacer y cuando vivimos impregnados por el amor vemos cómo en torno de nosotros van como surgiendo y ramificándose nuevas plantas de amor que van impregnando todo cuanto nos rodea.
Hace unos días en las redes sociales circulaba un video muy hermoso que quise también compartir con mis amigos. Es difícil que ahora en palabras pueda expresar la fuerza de aquellas imágenes tan hermosas que nos ofrecía el video. Todo arrancaba de un gesto muy sencillo que fue una persona que se acercó a levantar a un muchacho que circulando en medio de la gente, de repente cayó al suelo y quedó como mal herido. El que aquella persona desconocida le ayudara a levantarse sin más provocó que aquel muchacho ayudara a una anciana que caminaba con dificultad con sus bolsos y paquetes hasta llegar a su portal; pero luego seria aquella anciana la que ofreció ayuda a un pobre que estaba sentado en el suelo del portal, y así se fue desencadenando una serie de gestos hermosos en que unas personas al sentirse ayudadas al tiempo hacían lo mismo con los que iban encontrando a su paso. El amor provocó el amor e hizo que se fuera ramificando en muchos otros gestos de amor y de solidaridad. Eran muy hermosas las imágenes de aquel video.http://mundoconsejos.com/un-chico-se-cae-de-su-patineta-y-produce-una-cadena-de-eventos-hermosos/
Escuchando hoy el evangelio y lo que venimos escuchando en estas primeras páginas del evangelio de Marcos es lo que vemos que va significando la presencia de Jesús en medio de las gentes. Desde el amor de Jesús que podíamos decir se desprendía de su persona, ya ayer veíamos que primero le llevan a casa de Simón y de Andrés donde la suegra de Simón está enferma y Jesús la levanta de su postración. Más tarde veremos cómo la población entera se agolpaba a la puerta del casa donde estaba Jesús, porque todos querían estar con El, no solo escucharle sino sentir sobre ellos lo que era su amor, su misericordia, su acogida cuando a todos atendía, para todos tenía una palabra, y a todos liberaba de sus males.
Cuántas veces el ser escuchados y valorados, el ser tenidos en cuenta nos vale mucho más que cualquier medicina para curar nuestras enfermedades. Cuánto nos tendría que hacer pensar todo esto para nuestras actitudes y posturas ante el sufrimiento de los demás, porque hemos de reconocer que son cosas que muchas veces nos cuesta hacer.
No era ya solo el milagro donde se veían libres de su enfermedad o su invalidez sino que tendríamos que decir era la acogida de Jesús a cuantos con sufrimiento llegaban hasta él. Hoy en el evangelio escuchamos que es un leproso el que se acerca a Jesús. ‘Si quieres, puedes limpiarme’, le pide a Jesús, pero lo más hermoso es el amor y la cercanía de Jesús que se acerca hasta él, extiende su mano y lo toca – lo que era inconcebible para los puritanos porque el tocar a un leproso era una impureza legal que se cometía – y, por supuesto, lo cura.
El amor de Jesús provoca el amor, porque, como escuchamos ayer y en ese sentido escucharemos mañana, la solidaridad se despertaba en todos, que traían a sus enfermos, a los impedidos hasta Jesús para que los curara, como mañana veremos la inventiva del amor en aquellos que traen el paralítico y lo descolgarán desde la azotea hasta los pies de Jesús.
Estamos contemplando, es cierto el poder de Jesús, pero tendríamos que descubrir detrás de todo ello cómo se manifiesta lo que es el amor que el Señor nos tiene. Y contemplando ese amor de Dios eso provoque nuestro amor, despierte nuestro amor, nuestra capacidad de solidaridad y de acogida a cuantos están a nuestro lado. No estará en nuestras manos la curación de una enfermedad, pero sí está en nosotros la capacidad del amor con que hemos de saber acoger a los demás.

Que así vaya fructificando el amor, se vaya ramificando, como decíamos antes, y contagiemos a cuantos nos rodean de ese amor. Con ello seremos signos ante los demás del amor de Dios.

miércoles, 15 de enero de 2014

Escuchar con prontitud a Dios verdadera sabiduría del creyente

1Sam. 3, 1-10.19-20; Sal. 39Mc. 1, 29-39
Saber escuchar a Dios sin ninguna confusión, podríamos decir que es la verdadera sabiduría del creyente. Muchas veces  no nos es fácil distinguir la voz del Señor en medio de tantas cosas que suenan a nuestro alrededor. Muchas cosas nos hacen ruido en la vida, bien porque nosotros equivocadamente las busquemos, o bien porque el espíritu maligno siempre quiere crear confusión en nuestro interior para así apartarnos de Dios y apartarnos de lo que es su voluntad.
Y no nos basta una buena voluntad por nuestra parte. Es un don y una gracia del Señor que también se  nos puede manifestar de muchas maneras. Es una sabiduría que tenemos que saber pedirle al Señor. Es precisamente lo que nos hace creyentes, nos distingue como creyentes, el saber escuchar a Dios sin ninguna confusión.
Es lo que podemos descubrir en esta lectura del libro de Samuel que hemos escuchado en la primera lectura. Ya nos dice el texto sagrado que ‘por aquellos días las palabras del Señor era raras y no eran frecuentes las visiones’. Más adelante nos dirá que ‘Samuel aún no conocía al Señor, pues no le había sido revelada la Palabra del Señor’.
En las lecturas de los días pasados se nos preparaba para escuchar la historia de quien iba a ser un gran profeta que guiase en momentos decisivos e importantes al pueblo de Israel. El texto que hoy escuchamos podríamos llamarlo la historia de la vocación de Samuel, porque es cuando siente esa llamada del Señor, pero es un texto que nos viene bien reflexionar sobre cómo nosotros abrir nuestro corazón a Dios para escucharle allá en lo más hondo de nosotros mismos y descubrir los designios de Dios para nuestra vida y para nuestra historia.
Samuel era aún un niño. Recordamos cómo Ana, su madre, en su petición al Señor del don de la maternidad había prometido consagrar el niño al Señor. Lo contemplamos niño en el entorno del templo, en Silo, junto al Sacerdote Elí. Y es allí, en la noche, cuando escucha la llamada del Señor. Pero Samuel no conocía la voz del Señor. Por eso acude corriendo a donde estaba el sacerdote. ‘Aquí estoy. Vengo porque me has llamado’ Así una y otra vez, varias veces, en que el sacerdote le manda acostarse porque no le ha llamado. Pronto el anciano sacerdote comprenderá que es la voz del Señor el que está llamando al niño y le enseñará a abrir su corazón a Dios. ‘Habla, Señor, que tu siervo te escucha’.
 Será la respuesta del niño Samuel cuando de nuevo escucha la voz del Señor que le llama. ‘Habla, Señor, que tu siervo te escucha’. Abre sus oídos, abre su corazón para escuchar la voz del Señor. No es solo oírla; ese escuchar entraña mucho más; significa querer cumplir, querer realizar en la vida, querer obedecer al Señor.
El Señor nos habla; el Señor nos llama; el Señor tantas veces se nos manifiesta allá en el corazón. Es necesario, como decíamos, tener esa sabiduría del Espíritu para saber discernir la voz del Señor, para oír y escuchar al Señor. Es necesario dejarse conducir, porque cuando el Señor nos habla enriquece nuestra vida con su gracia pero para ponernos en camino. No siempre sabemos escuchar, pero  no siempre sabemos ponernos en camino, realizar en nuestra vida aquello que el Señor nos pide, aquello que el Señor nos dice.
Que haya esa prontitud en nuestra corazón, en nuestra vida, como la del niño Samuel, para acudir a escuchar la voz del Señor. Que nada nos distraiga, que nada nos entretenga; tenemos el peligro de estar entretenidos, distraídos, ajenos a esa voz del Señor. Que tengamos la fuerza del Espíritu divino, que nos ilumine y nos envuelva ese Espíritu de Sabiduría, de la Sabiduría de Dios. Y que el Espíritu divino nos llene de su fortaleza para que con prontitud realicemos todo aquello que nos pide el Señor.


martes, 14 de enero de 2014

Una Buena Noticia que llega con la autoridad de la salvación para todos

1Sam. 1, 9-20; Sal. 132; Mc. 1, 21-28
Si ayer escuchábamos el primer anuncio que Jesús hacía del Reino de Dios invitando a la conversión y a creer en El, hoy le vamos ya acudir a la Sinagoga a enseñar. Ayer contemplábamos a los primeros discípulos que escuchaban su palabra y su invitación y cautivados por El se decidían a dejarlo todo por seguirle. Hoy vemos cómo la gente se quedaba asombrada de su enseñanza, porque enseñaba con autoridad.
Su Palabra es Palabra de vida y Palabra de salvación. Su Palabra hace enardecer los corazones y llegaba a lo más hondo de ellos haciendo renacer la esperanza y los deseos de una vida nueva. Pero su Palabra era una Palabra salvadora. Con autoridad expulsaba los demonios, como señal de esa victoria sobre el mal y sobre el pecado que iba a significar su vida.
‘Había en la sinagoga un hombre que poseía un espíritu inmundo y se puso a gritar’, nos dice el evangelista. La presencia de Jesús es una presencia llena de gracia y de salvación. Y el mal se resiste. ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret?’
Un signo maravilloso que se realiza con la presencia y la palabra de Jesús. ‘Cállate y sal de él’, le dice Jesús. ‘Y el espíritu inmundo lo retorció y dando un grito muy fuerte, salió. Todos se quedaron estupefactos. ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo’, es la reacción de la gentes cuando contemplan lo sucedido. ‘Y su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea’.
Se nos está manifestando quién es Jesús. Lo hemos venido meditando al finalizar el tiempo de Navidad y Epifanía y ahora cuando comenzamos a leer el principio del evangelio de Marcos lo estamos viendo con toda claridad. Esto tiene que ayudarnos mucho en el crecimiento de nuestra fe y en la respuesta de vida que hemos de darle al Señor; la respuesta que hemos de darle con toda nuestra vida.
No contemplamos estos hechos que nos va narrando el evangelio de una manera fría como quien simplemente lee o escucha una historia. Para nosotros tiene que ser mucho más, porque para nosotros es la Palabra del Señor. Una Palabra que el Señor nos dirige de manera concreta a nosotros con lo que es nuestra vida porque así quiere llenarnos de su gracia y así quiere ir transformando cuando de mal hay en nosotros. Decimos, confesamos que es nuestro salvador, pero decir que es nuestro Salvador es decir que nosotros queremos llenarnos de esa salvación.
También tantas veces hemos dejado que se meta el mal en nuestra vida; la tentación nos acecha y no siempre somos lo buenos que tendríamos que ser y el pecado nos domina, llena nuestro corazón. Nos cuesta reconocerlo, no tenemos siempre la suficiente humildad. Algunas veces también nos resistimos a la gracia del Señor. Dejémonos conducir por su Espíritu, dejemos que su gracia salvadora llegue a nuestra vida, abramos nuestro corazón a su salvación. Que seamos capaces de sentir la novedad de vida que su Palabra tiene en cada momento para nosotros. Como aquella gente que sentía y reconocía lo nuevo que había en la Palabra de Jesús y en su manera de enseñar. Era en verdad Buena Nueva, Buena Noticia de Salvación, era Evangelio para su vida, como lo es siempre para nosotros.

Y una palabra en referencia a la primera lectura. Es la súplica confiada que Ana hace al Señor en su oración. Mucho era el dolor que sentía en su alma, pero mucha era la confianza que ponía en el Señor. Su oración estaba llena de lágrimas por su sufrimiento y su dolor, pero su oración estaba también llena de confianza y de esperanza. Y el Señor escuchó su oración. Con la misma confianza hemos de acercarnos al Señor desde nuestras necesidades, desde nuestro dolor, pero siempre con mucho amor.

lunes, 13 de enero de 2014

Convertirnos a la Buena Noticia para comenzar a vivir una vida nueva

1Sam. 1, 1-8; Sal. 115; Mc. 1, 14-20
Terminadas las celebraciones de Navidad y Epifanía iniciamos el tiempo ordinario. Es el tiempo que media ahora hasta que comencemos la Cuaresma que nos prepare para la Pascua. No hay celebraciones especiales del misterio de Cristo en estos domingos que siguen, pero nosotros siempre estamos celebrando a Cristo, porque estamos celebrando su salvación y su amor. Siempre tenemos muchos motivos para dar gracias y para alabar al Señor y la Palabra de Dios que se nos va proclamando va alimentando nuestra fe, nuestra vida cristiana y tiene siempre para nosotros la novedad del Evangelio, la Buena Noticia de nuestra Salvación.
Como sabemos a lo largo del tiempo ordinario, en las eucaristías en medio de la semana, se va haciendo una lectura continuada de la Palabra de Dios ya sea en el Evangelio como en la primera lectura. Quienes seguimos con interés y escuchamos con fe la Palabra que se  nos va proclamando vamos enriqueciendo nuestra vida y vamos adquiriendo un conocimiento cada vez más profundo del mensaje del evangelio, del mensaje de nuestra salvación. Es una riqueza grande para nuestra vida y nos va haciendo saborear la sabiduría de Dios.
En el evangelio comenzamos por el evangelio de Marcos, mientras en la primera lectura ahora en el año par iremos escuchando en principio el libro de Samuel del Antiguo Testamento. Se comienza con la historia de Samuel, presentándonos hoy su familia, por así decirlo, y las circunstancias de su nacimiento, que iremos escuchando en los próximos días.
En el mensaje bíblico es normal que la presentación de quienes fueron especialmente llamados por Dios para una función especial dentro de la vida del pueblo de Dios, su nacimiento vaya rodeado de las maravillas de Dios. Así descubrimos no obras humanas, sino con fe hemos de saber descubrir la acción y la fuerza de la gracia del Señor. Es todo lo que rodea el nacimiento y la infancia de Samuel que iba a ocupar un lugar muy importante en la historia del pueblo de Dios.
Por su parte en el evangelio - son casi los primeros versículos del primer capítulo tras la presentación del Bautista y el relato del Bautismo de Jesús -, se nos presenta a Jesús haciendo el primer anuncio del Evangelio y su invitación a la conversión para creer en la Buena Noticia que nos proclama Jesús, la Buena Noticia que es Jesús mismo. Precisamente ese es el sentido del primer versículo del evangelio: ‘Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios’. La Buena Noticia, el Evangelio es Jesús; Jesús que es el Cristo, el Mesías, el Ungido del Señor y que es el Hijo de Dios. Aunque hoy no hemos escuchado esas palabras, porque comenzamos unos versículos posteriores, tendría que darnos para mucho meditar y reflexionar.
‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios’, es el primer anuncio de Jesús. E invita a la conversión y a creer en El. Y como una señal de quienes escuchan ese anuncio, se dejan cautivar por ese evangelio, por esa Buena Noticia, a continuación nos narra la vocación de los primeros discípulos. Ahí estamos contemplando quienes escuchan ese anuncio; quienes escuchan y se ponen en camino.
Convertirse es darle la vuelta a la vida para comenzar a vivir de una forma nueva. Es lo que contemplamos en aquellos primeros discípulos. Comenzarán a vivir algo nuevo. Son invitados a seguir a Jesús y de pescadores en aquellos lagos son invitados a ser pescadores de una pesca nueva. ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’ Y creyeron, y cambiaron de vida, y lo dejaron todo, y se fueron con Jesús.

¿Es así nuestra fe? ¿Es así nuestra disponibilidad para seguir al Señor, cuando tantas reservas nos estamos haciendo tantas veces? ¿Estaremos dispuestos a abrir de verdad los oídos de  nuestro corazón para escuchar la invitación y la llamada del Señor?

domingo, 12 de enero de 2014

Éste es mi Hijo en quien se manifiestan todas mis predilecciones y todo mi amor

Is. 42, 1-4.6-7; Sal. 28; Hechos, 10, 34-38; Mt. 3, 13-17
En la navidad los ángeles cantaban la gloria de Dios anunciando el nacimiento del Salvador y los pastores corrieron a Belén para ver lo que los ángeles les habían dicho. En la Epifanía una estrella apareció en el cielo dándonos señales de salvación para todos los hombres y vimos venir a los Magos de Oriente para adorar al Niño que encontraron con María, su madre, reconociendo así que su luz llegaba para  todos los hombres. Hoy los cielos se abren sobre el Jordán para que se manifieste la gloria del Señor pero sea la voz del cielo la que se escuche señalando que aquel Jesús que salía de las aguas bautismales del Jordán era el Hijo amado y predilecto del Padre a quien todos habíamos de escuchar.
Se completan las fiestas de la Navidad y la Epifanía llega a su culminación en la teofanía que se manifestó allá en las orillas del Jordán. Allí había acudido Jesús y se había acercado al Bautista como uno más para que lo bautizara. Juan se resiste porque el Espíritu le hace reconocer a quien está ante él; ‘Soy yo el que necesito que Tú me bautices’, le dice. Pero Jesús le replica: ‘Déjalo ahora. Está bien que cumplamos lo que Dios quiere’.
El que al entrar en el mundo exclamaría, como nos dice la carta a los Hebreos, ‘Aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’, ya le vemos de nuevo diciendo que ‘cumplamos lo que Dios quiere’, que lo que tenemos que hacer siempre es la voluntad de Dios. ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, les dirá a los discípulos allá junto al pozo de Jacob; y cuando va a comenzar la Pascua exclamará de igual manera ‘no se haga mi voluntad sino la tuya’. Por algo nos enseñará que cuando oremos siempre proclamemos que lo que queremos es hacer la voluntad de Dios.
¿Cómo no se iba a escuchar la voz el cielo señalándolo como el Hijo amado y preferido del Padre? Es lo que ahora escuchamos en medio de impresionante teofanía, impresionante manifestación de la gloria del Señor. Es como diría más tarde Juan haciendo referencia a este momento aquel sobre quien está viendo bajar al Espíritu en forma de paloma y el que luego va a bautizar en Espíritu Santo y fuego. ‘Yo lo he visto, nos dirá el Bautista, y doy testimonio de que El es el Hijo de Dios’.
Un día el profeta había anunciado, como hoy hemos escuchado en la primera lectura, ‘mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre El he puesto mi Espíritu para que traiga el derecho a las naciones… te he formado y te hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones…’
Hoy escuchamos la voz del cielo: ‘Este es mi Hijo, el amado, el predilecto’, éste es mi Hijo, sí, en quien se manifiestan todas mis predilecciones y todo mi amor; este es mi Hijo, el Hijo que envío como siervo, porque no ha venido para ser servido sino para servir; este es mi Hijo amado, en quien se está manifestando todo mi amor, el que os envío como la mayor prueba de mi amor y os lo entregó y El se entregará hasta el final, hasta amar con el mayor amor porque será capaz de dar su vida por todos y no hay mayor amor que el de quien da la vida por los que ama; este es mi Hijo en quien se va a realizar la Alianza eterna y definitiva en el amor y el que va a ser la luz de las naciones,  la luz para todos para que todos alcancen la salvación.
La liturgia hoy nos dice y nos lo repite una y otra vez  que en el Bautismo de Cristo en el Jordán se nos manifiesta el Hijo amado y predilecto de Dios; se nos manifiesta Dios en nuestra carne, cuando contemplamos a Jesús y cuando lo contemplamos así señalado desde el cielo; pero nos dice también, como expresaremos en el prefacio, que ‘en el bautismo de Cristo en el Jordán has realizado signos prodigiosos para manifestar el misterio del nuevo bautismo’, pero además ‘hiciste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en El al Mesías, enviado para anunciar la salvación a los pobres’.
Maravillas del Bautismo de Jesús que hoy estamos contemplando y celebrando. Revelación de amor que nos hace conocer y comprender quién es en verdad Jesús, nuestro Mesías Salvador, pero el Hijo amado de Dios, Palabra eterna de Dios que habita ya para siempre entre nosotros. Aquel bautismo penitencial de Juan al que los pecadores se sometían para purificarse preparando la venida del Mesías y que Jesús no necesitaba porque era el Justo y el Santo de Dios, porque Dios así lo quiso - ‘está bien que cumplamos la voluntad del Padre’, que le decía Jesús a Juan - se convirtió  en la gran señal que nos hacía escuchar a Dios, que nos hacía conocer en toda su profundidad a Jesús, pero nos hacía también comprender la nueva dignidad a la que nosotros éramos llamados con la salvación de Jesús.
Sí, se estaba manifestando el misterio del nuevo Bautismo, como decíamos también en el prefacio. En el agua y el Espíritu nosotros habíamos de ser bautizados ‘para ser transformados interiormente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros’, como expresamos en una de las oraciones de la liturgia de hoy. ‘Concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia… para que podamos llamarnos y ser en verdad hijos’, que pedimos también con la liturgia.
Culminación de la Epifanía del Señor que ha de ser también nuestra epifanía. Epifanía del Señor porque culmina hoy toda esa manifestación de quien es Jesús, aquel niño, hijo de María,  nacido en Belén y a quien contemplábamos envuelto en pañales y recostado en un pesebre o en brazos de María; es el Hijo amado de Dios, es la Epifanía de la luz de Dios y de su amor por nosotros para que nunca más tengamos tinieblas  ni estemos sometidos al pecado.
Pero, decíamos, es también nuestra epifanía, porque se nos está manifestando a donde somos nosotros llamados; se  nos está manifestando esa dignidad nueva que a nosotros se nos va a conferir por el agua y el Espíritu en el Bautismo que nosotros recibimos. ‘Dios nos eligió en la persona de Cristo, desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables por el amor; El nos destinó en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya - por puro amor, como es siempre el amor de Dios - a ser sus hijos’.

Por eso hoy al celebrar el Bautismo del Señor recordamos nuestro propio bautismo, recordamos nuestra dignidad, la dignidad de los hijos por pura gracia del Señor. Un motivo grande para dar gracias al Señor; un motivo para la alabanza y la bendición al Señor. Una llamada a nuestra vida para que vivamos conforme a esa dignidad; una llamada a la santidad de nuestra vida en la que hemos de crecer más y más. Somos también los ungidos por el Espíritu del Señor y así, como otros Cristos, hemos de ser santos e irreprochables en el amor. Que todo sea siempre para la alabanza del Señor.