domingo, 29 de junio de 2014

Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia



Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia

Hechos, 12. 1-11; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.17-18; Mt. 16, 13-19
Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, confiesa Pedro. ‘Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mí Iglesia… te daré las llaves del Reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo’.
Ciertamente el momento es solemne y de suma trascendencia. Jesús les pregunta por su fe y es Pedro el que se adelanta a confesarla. ‘No te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’, le dice Jesús. Pero ‘así como mi Padre me ha enviado, así os envío yo’, dirá Jesús en otra ocasión, pero de ahora en adelante Pedro tiene una misión, ha sido enviado, se le confiado la Iglesia, ha de mantenerse firme, porque ha de confirmar para siempre en la fe a sus hermanos.
Desde el principio del evangelio los encuentros de los primeros discípulos, y, si queremos, en especial de Pedro van a ser impactantes y Pedro se va a sentir sobrecogido por lo que el Señor le va revelando y le va confiando. Será su hermano Andrés el que lo lleve a Jesús ‘porque hemos encontrado al Mesías’, pero desde el primer momento ya Jesús lo llama por su nombre, aunque le anunciará que va a ser piedra, una piedra fundamental en la futura Iglesia. ‘Tú eres Simón, el hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)’. El cambio de nombre significa el anuncio o la concesión de una misión especial.
Será junto al lago, cuando estén remendando las redes o limpiando la barca y los llame para seguirle, o será después de la pesca milagrosa en la que ya Pedro adelanta una confesión de confianza en la palabra de Jesús -‘por tu nombre, porque tú me lo dices, aunque yo sé que no hay pesca porque he estado toda la noche bregando, echaré las redes’- cuando Pedro impresionado se siente pecador en la presencia de Jesús al que ya está contemplando como una presencia extraordinaria y maravillosa de Dios, pero Jesús los llamará para ser pescadores de hombres. ‘Apártate de mi, que soy un pecador’, le había dicho Pedro postrándose ante Jesús, pero Jesús les dirá en una y otra ocasión: ‘Venid conmigo que os haré pescadores de hombres’.
Otro momento de sentirse impresionado por la manifestación de la gloria del Señor será en lo alto del Tabor. Grande y maravilloso es el misterio de luz que están contemplando y merece la pena quedarse allí para siempre. ‘Haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés, otra para Elías’, será el deseo de Pedro. Pero allí se estará confirmando desde el cielo todo el misterio de Dios que se revela en Jesús. ‘Este es mi hijo amado, escuchadlo’, será la voz que se escucha.
Habrán de escuchar a Dios, escuchar a Jesús, pero habrá que volver a la llanura de la vida, y aunque ahora aun no puedan hablar de ello, después de la resurrección de la que es un signo y un anticipo aquella teofanía que habían contemplado, Pedro confesará valientemente con la fuerza del Espíritu ante todos que aquel Jesús que todos habían conocido Dios lo había constituido Señor y Mesías.
Todavía habrían de venir las dudas, las cosas difíciles de comprender y hasta las cobardes negaciones. Aunque cuando Jesús anunciaba su pasión le decía que se quitara eso de la cabeza que eso no podía suceder, sin embargo estaba dispuesto a todo por Jesús hasta dar la vida por El. Habría de pasar por el sueño, la oscuridad y la soledad de Getsemaní, que le debilitaría hasta ceder con su negación ante los criados del Pontífice, pero más tarde su confesión ya sería de amor, y de un amor tan grande que solo Jesús podía saber hasta donde podía llegar. ‘Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo’. Y tras esa confesión no solo de fe sino de amor, vendría la confirmación de la misión que él tendría en la Iglesia. ‘Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos’.
Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia, habíamos dicho al principio de nuestra reflexión. Y es lo que hoy en esta fiesta de los santos Apóstoles san Pedro y san Pablo estamos en cierto modo celebrando. Hoy es una fiesta muy eclesial, muy con sentido de Iglesia. Al celebrar a san Pedro estamos celebrando también el día del Papa, sucesor de Pedro,  con la misma misión de Pedro en medio de la comunidad eclesial.
Una buena ocasión para que nosotros también proclamemos con toda intensidad nuestra fe. Nos sentimos sobrecogidos también por la experiencia de nuestra fe, porque no es algo meramente humano lo que vivimos y en lo que creemos. Es algo sobrenatural que a nosotros también nos envuelve, porque en la medida en que vamos siendo conscientes de la fe que confesamos nos vamos viendo envueltos por el misterio de Dios que se nos manifiesta e invade totalmente nuestra vida. Es algo que también a nosotros nos sobrepasa cuando vemos el misterio de Dios tan cerca de nuestra vida, como lo iba sintiendo Pedro. No es algo frió que solo confesemos con nuestras palabras, sino que al ir confesando nuestra fe, desde lo más hondo de nosotros mismos tenemos que irnos abriendo al misterio de Dios.
¿Nos sentiremos pequeños y pecadores, como se sentía Pedro? ¿Nos sentiremos indignos como Isaías cuando contempló en una visión todo el misterio de la gloria de Dios? ¿Nos sentiremos entusiasmados quizá como Pedro en el Tabor y querremos quedarnos allí embelesados sin darnos cuenta que tenemos que bajar de la montaña y volver a la llanura de la vida donde está nuestra tarea de hacer presente a Dios en medio del mundo? ¿Tendremos el entusiasmo de Pedro de decir que estamos dispuestos a todo por seguirle, pero que luego veremos que no es tan fácil dar la cara, que vendrán momentos de dolor y de pasión y eso es duro y que casi preferiríamos rehuirlos y tendremos la tentación de echarnos para detrás?
Toda esa mezcolanza de cosas nos pueden suceder y muchas más. Pero tenemos que saber seguir hasta el final con nuestra confesión de fe y con nuestra confesión y porfía de amor, como Pedro. Y es que ahora nosotros sabemos que no estamos solos, porque sabemos que no nos va a faltar nunca la presencia del Espíritu que nos fortalece y nos hace ver las cosas con mayor claridad.
Pero además nosotros sabemos otra cosa y es que la fuerza del Espíritu del Señor está en su Iglesia y tenemos a Pedro a nuestro lado en la persona del Papa y de los pastores de la Iglesia que nos ayudan y nos animan, que nos iluminan con la luz de la Palabra del Señor; pero sabemos también que en esa tarea de proclamar y anunciar nuestra fe nos sentimos en comunión de Iglesia, que es una tarea de toda  la Iglesia y allí donde yo esté confesando y proclamando mi fe conmigo está la Iglesia, están mis hermanos creyentes formando todos juntos como una piña para hacer ese anuncio misionero.
Como hemos venido diciendo con Pedro también nuestra confesión de fe nos abre el camino de la Iglesia. Es así como nos quiso Jesús. No ha venido Cristo con su salvación para que sigamos encerrados en nuestros egoísmos e individualidades, viviendo la fe cada una por su lado y ajeno a los demás. Cuando Cristo viene a traernos la salvación ya se nos dice que con su sangre vino a traer la reconciliación y la paz. Vino a destruir los muros que nos separaban. Y no es que simplemente nos reconciliemos con Dios y en lo demás sigamos de la misma manera. Nuestra reconciliación y nuestra paz pasa por nuestra vuelta a Dios, es cierto, pero también nuestra vuelta al encuentro con los demás para vivir una nueva comunión y un nuevo amor entre todos nosotros.
Por eso nuestra fe no la vivimos tan individualizada que no nos importen los demás; todo lo contrario nuestra fe en Jesús tiene siempre  un sentido de comunión y en comunión con los demás hermanos hemos de vivirla. Por eso venimos diciendo que la confesión de nuestra fe en Jesús nos abre a los caminos de la Iglesia.

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