viernes, 7 de febrero de 2014



El Espíritu del Señor nos dé fuerza para arrancarnos de ese torbellino de la tentación que  nos lleva al pecado

Eclesiástico, 47, 2-13; Sal. 17; Mc. 6,14-29
Como hemos venido escuchando al seguir el relato del evangelio de Marcos ‘la fama de Jesús se había ido extendiendo’ y la gente, al ver las obras de Jesús pero también al escuchar sus palabras que les enardecían por dentro, y que al mismo tiempo les abrían a la esperanza de algo nuevo que llegaba, se preguntaba sobre Jesús. ‘No hemos visto cosa igual’, decían en ocasiones, y pensaban que un profeta había aparecido en medio de ellos. ¿Era Elías que volvía? ¿Era Juan Bautista que había resucitado?
Era lo que se preguntaba Herodes también, pues la conciencia no la tenía tranquila. ‘Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado’, se decía. El evangelista ha hecho esta introducción sobre lo que la gente se preguntaba o pensaba de Jesús, para introducirnos en el martirio de Juan, que nos narra con todo detalle. Lo hemos escuchado.
Una espiral de maldad y de muerte podríamos decir que es su descripción. Y es lo que nos puede suceder cuando dejamos introducir el mal en nuestro corazón. Quizá comenzamos aflojándonos un poquito en cosas que no nos parecen importantes, pero una cosa nos lleva a la otra y caemos y nos enrollamos en esa espiral de muerte.
Es curioso que el evangelista nos diga que ‘Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y hasta lo defendía’. Pero no escuchaba a Juan sino se dejaba arrastrar por la pasión que le conducía al mal. Juan le decía que no le era lícito hacer lo que estaba haciendo, que era inmoral aquella forma de vivir en la que se había casado con Herodías que era la mujer de su hermano Felipe, pero se hacía oídos sordos a la palabra que le señalaba aquello que tenía que corregir en su vida. Cuantas veces nos pasa que nos hacemos oídos sordos cuando nos señalan algo que no estamos haciendo bien. Por medio estaba el odio de quien no quería reconocer la vida de pecado en que vivía. ‘Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio y no acababa de conseguirlo’.
Ya hemos escuchado como llegó la ocasión y la debilidad de un hombre que se creía poderoso condujo a la muerte de Juan. Reconocer nuestras debilidades es un buen momento para emprender el camino que nos corrija de nuestros errores. Pero el orgullo, como los afanes de grandeza de Herodes que se creía poderoso, el amor propio o los respetos humanos nos ciegan tantas veces y seguimos cayendo por esa pendiente del pecado.
Nos sería muy fácil en nuestro comentario quedarnos en condenar a Herodes por su depravación y vida de pecado. Pero cuando  nosotros escuchamos la Palabra de Dios tenemos que saber escuchar lo que el Señor quiere decirnos, cómo quiere iluminarnos en nuestra vida, porque también tenemos nuestras oscuridades y debilidades. Tenemos que aprender a abrir bien los oídos del alma para escuchar al Espíritu del Señor que nos habla en nuestro interior, y al que muchas veces no terminamos de hacer caso. Por eso nos es necesario el escuchar con atención, con espíritu de fe la Escritura Santa que va iluminando nuestra vida y así poco a poco iremos corrigiendo nuestros errores, fortaleciéndonos frente a nuestras debilidades, sintiendo la gracia de Dios en nuestra alma para superar la tentación y el pecado y en verdad lleguemos a vivir una vida santa.
Sintamos desde la fe cómo Jesús llega a nuestra vida y viene como Salvador que nos quiere hacer resucitar de nuestra vida de muerte y de pecado. Quizá podríamos decir, bueno, no somos tan malos; hay, es cierto, algunos tropiezos y debilidades en nuestra vida, pero quizá no son tan grandes ni importantes. Ya decíamos antes como la pendiente que nos lleva al pecado es bien resbaladiza y cuando comenzamos a bajar por ella, luego nos costará pararnos, detenernos y todo se puede convertir en esa espiral en que cada vez nuestras debilidades se pueden hacer más grandes, la frialdad y la indiferencia se nos pueden meter en el corazón y al final terminamos en las sombras del pecado.
Es la vigilancia que el cristiano siempre ha de tener en su vida. No es solo que repitamos cada día en el padrenuestro ‘no nos dejes caer en la tentación’, sino que nosotros hemos de saber evitar esa ocasión que nos conduzca a la tentación y al pecado. Pedimos, sí, la ayuda y la gracia del Señor pero poniendo de nuestra parte todos los medios para evitar la ocasión de pecado. Que el Espíritu del Señor nos dé fuerza para arrancarnos de ese torbellino de la tentación y vivamos con gozo siempre la gracia del Señor.

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