sábado, 25 de mayo de 2013


El que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él

Eclesiástico, 17, 1-13; Sal. 102; Mc. 10, 13-16
‘El que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él’. Cuánto nos tiene que interrogar esta afirmación de Jesús.
Contemplamos en el evangelio la cercanía de Jesús a los pequeños. Es una escena entrañable que cualquiera con un poco de imaginación hace que se le estremezcan las entrañas. Es la ternura que siempre despiertan los niños, pero es la ternura que podemos contemplar en Jesús rodeado de los pequeños. ‘Los abrazaba y los bendecía’.
Pero allá estaban diligentes en extremo los apóstoles que no querían que nadie molestase al maestro. Cuando las madres presentan a Jesús sus niños para que los bendijera allá están ellos regañándolas. Cómo van a molestar ahora con esos niños al Maestro. Reacciones así tenemos algunas veces, hemos de reconocer, porque ese jaleo de los pequeños nos molesta, o porque esas personas - y aquí podemos poner muchas situaciones o muchas categorías, porque seguimos nosotros haciendo distinciones y categorías - nos molestan.
Pero Jesús no rechaza a nadie; no rechaza a los niños ni a los pequeños; no rechaza a aquellos que nosotros en nuestras discriminaciones muchas veces también consideramos quizá menores que nosotros, que tenemos la tentación de subirnos en ciertos pedestales. Ya es una lección contemplar a Jesús rodeado de los niños; contemplar cómo Jesús acepta y acoge a los que son pequeños, sean quienes sean.
Los niños en aquella época eran poco considerados hasta que no llegaran a una cierta edad. Pero mira por donde Jesús ante el rechazo de los discípulos a dejar que los niños se acerquen a Jesús, se enfada: ‘Dejad que los niños se acerquen mí; no se lo impidáis: de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. Ser como los niños, nos dice Jesús. Hacerse pequeño, nos dice ahora, pero nos recuerda que ya en otro momento nos dirá que para ser importante hay que hacerse el último, el servidor de todos.
A los niños les encomendamos nuestros mandados, como solemos decir, para ir o hacer aquello que nosotros no queremos hacer; los niños quizá nos importunan con sus preguntas y sus curiosidades, y como decimos nos están dando la lata porque quieren saber, porque quieren que les expliquemos o les digamos cosas; a los niños los apartamos a un lado quizá para que no se metan en las cosas de los mayores.
Pero mira por donde Jesús nos dice que hay que hacerse como niño. ¿Será que hemos de ser así serviciales con los demás? ¿Será que tendríamos que tener esa curiosidad en el alma para sentir y descubrir toda la novedad que Jesús nos ofrece con el Reino de Dios? ¿Será que tenemos que hacernos los últimos y pequeños porque dejemos el paso a los demás y nuestra actitud quizá silenciosa sea la del servicio y la del amor?
Pero  nos dice más Jesús. ‘Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él’. Los mayores ya nos creemos entendidos de todo y nos cuesta aceptar lo nuevo. Qué me van a enseñar a mí a estas alturas de la vida, decimos muchas veces. Por eso es necesario un cambio de actitud. Aprender a decir sí, aprender a hacernos pequeños, aprender a nacer de nuevo para poder entrar en el Reino de Dios. Recordemos que eso fue lo que Jesús le dijo a Nicodemo, para enseñarnos cómo si no cambiamos totalmente las actitudes y posturas de nuestro corazón no llegaremos nunca a entender lo que es el Reino de Dios. Es necesario aprender a acoger la novedad maravillosa del Evangelio, del Reino de Dios.
Y a los pequeños, a los que se hacían como niños, a los que comenzaban a tener esas actitudes nuevas ‘Jesús los bendecía imponiéndoles las manos’. ¿Nos bendecirá a nosotros porque habremos aprendido a hacernos como  niños?

viernes, 24 de mayo de 2013


Los caminos de un amor verdadero que nos llevan hasta Dios

Eclesiástico, 6, 5-17; Sal. 118; Mc. 10. 1-12
Quien no sabe tener amigos no sabe lo que es amar de verdad, difícilmente llegará a entender lo que es el amor verdadero y me atrevo a decir que se le cierran caminos para ver y conocer a Dios. El amor de una amistad no es algo de quita y pon de la vida como si fuera algo ocasional y puntual y es algo más que el conocimiento de un día. El amigo que lo es de verdad lo será de una forma permanente porque será un tesoro que hemos encontrado y del que no queremos desprendernos nunca. Y quien no sabe cultivar una amistad, y volvemos a lo del principio, no sabrá lo que es un amor para siempre.
La verdadera amistad te hace desprendido y desinteresado, porque aunque uno va a recibir mucho de la amistad del otro sin embargo es mucho más lo que estará dispuesto a dar por el amigo que ama. Con el amigo sabemos estar siempre a su lado como nos gozamos de tenerlo a nuestro lado en todo momento, sean los momentos de alegría como de dolor, sean los momentos en que parece que todo va sobre ruedas como en los momentos en que aparecen las dificultades y los problemas.
El sabio del antiguo testamento, del libro del Eclesiástico que venimos escuchando estos días, se hace unas hermosas reflexiones ayudándonos a descubrir lo que son los verdaderos amigos, de los que lo son solo de forma ocasional. Y termina diciéndonos que ‘al amigo fiel tenlo por amigo, el que lo encuentra, encuentra un tesoro; un amigo fiel no tiene precio ni se puede pagar su valor…’
Saber entender lo que es una verdadera amistad nos prepara y predispone para vivir un amor como el que luego Jesús nos enseñará en el evangelio, y también para llegar a vivir con intensidad el amor matrimonial sin ningún tipo de rupturas, como nos habla el texto del evangelio que hoy hemos escuchado. La amistad, por supuesto, la viviremos siempre con personas que pueden ser más afines a nosotros y con los que más fácilmente podemos entrar en una relación y comunión.
Pero si somos capaces de vivir una verdadera amistad, como decíamos, estaremos en cierto modo preparándonos para vivir el sentido del amor cristiano con cuantos nos rodean, como nos pide Jesús. Es un amor generoso y universal el que nos pide Jesús en el que El mismo se nos pone como modelo y ejemplo de lo que ha de ser nuestro amor. Y ya sabemos, por otra parte, como en ese amor que nos pide Jesús que ha de ser nuestro distintivo, una característica es la capacidad de comprensión y de perdón ante cualquier ofensa que podamos recibir. Es la sublimidad del amor que nos enseña y nos pide Jesús.
Esa experiencia sublime de amor nos ayudará también a descubrir y vivir todo lo que es el amor que el Señor nos tiene, con lo que es un camino que nos lleva a descubrir y conocer más y más a Dios, como decíamos al principio. Claro que en ese Dios que es amor encontraremos la luz y la fuerza para vivir la totalidad y radicalidad de lo que es el amor verdadero. El nos regala su Espíritu de amor.
Quienes se aman de verdad han de ser capaces de recomponer una y otra vez cuanto pudiera mermar o poner en peligro ese amor y esa amistad. Y por ahí tendrían que ir las bases también de un auténtico amor matrimonial como nos está enseñando también hoy Jesús en el evangelio. No solo hemos de evitar en todo momento lo que pudiera dañar o poner en peligro ese amor, sino también luego en nombre de ese mismo amor ser capaces de recomponerlo una y otra vez desde esa capacidad del perdón que nos da el amor verdadero.
Cuando escuchaba el texto del evangelio me vino a la mente una imagen que vi en estos días en la que se contemplaba a dos personas muy mayores muy juntitos en su cama a los que se les preguntaba como habían podido ser capaces de estar más de sesenta años juntos. A lo que respondían que eran ellos de la época en que cuando las cosas se estropeaban no se tiraban sino que se arreglaban y se recomponían una y otra vez para poder seguir disfrutando de ellas. Desgraciadamente vivimos en una época en que nada se recompone sino que cuando cualquier cosa se estropea un poco se tira para buscar otra nueva. Así nos va. Creo que la imagen es bien significativa.

jueves, 23 de mayo de 2013


Los sacerdotes, ministros y dispensadores de los misterios de la salvación con una vida santa

Is. 52, 23-53,12; Sal 39; Hebreos, 10, 12-23; Lc. 22, 14-20
‘Para gloria tuya y salvación del genero humano constituiste a tu Hijo único sumo y eterno sacerdote’. Así lo hemos expresado en la oración litúrgica. Proclamamos a Jesucristo, como sumo y eterno Sacerdote, ‘Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo’, como decimos también en el prefacio. Es la fiesta que hoy celebramos.
Es el Sacerdote que ofrece el Sacrificio, pero que al mismo tiempo es la víctima y el altar. ‘Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio… y está sentado a la derecha de Dios’, como nos enseña hoy la carta a los Hebreos.
En el evangelio lo hemos contemplado haciendo la ofrenda e instituyendo el sacrificio de la nueva Alianza, la definitiva y eterna. ‘Esto es mi cuerpo que se entrega por nosotros… esta copa es la nueva Alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros’. Pero ya lo veíamos prefigurado en el canto del siervo de Yahvé que hemos escuchado con Isaías. ‘Soportó nuestros sufrimientos… fue traspasado por nuestras rebeliones… nuestro castigo saludable cayó sobre él… cargó sobre él todos nuestros crímenes… por los pecados de mi pueblo lo hirieron… entregó su vida en expiación… contado entre los pecadores, tomó el pecado de todos e intercedió por los pecadores’.
Hermosa descripción de su sacrificio y de su ofrenda. Es el Sacerdote que intercede por nosotros, pero que se ofrece a sí mismo en sacrificio para expiación de nuestros pecados. Ahí está su sangre derramada para sellar la nueva Alianza, definitiva y eterna. Es lo que contemplamos y celebramos hoy. Lo proclamamos en verdad como Sumo y eterno sacerdote.
Pero en el designio salvífico de Dios quiso perpetuar en su Iglesia su único sacerdocio. Por eso cuando hemos sido bautizados, al unirnos y configurarnos con Cristo con El nos hemos hecho sacerdotes, profetas y reyes, siendo todos los cristianos ya partícipes de ese sacerdocio de Cristo - sacerdocio real, lo llamamos con san Pedro en sus cartas -, y pudiendo ofrecer todos esa hostia viva de nuestros cuerpos también como ofrenda agradable al Padre. Recordemos la unción de nuestro bautismo que así a todos nos consagra y nos hace santos. Cuántas consecuencias tendríamos que sacar para nuestra vida.
‘Pero no solo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión’. Estamos hablando del sacerdocio ministerial, del orden sacerdotal, del sacramento del Orden.
Quiere el Señor que en medio de su pueblo santo estén estos ministros sagrados, como una gracia especial, como un carisma especialísimo dentro del pueblo de Dios que ‘renueven en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparen a tus hijos el banquete pascual, presidan a tu pueblo santo en el amor, lo alimenten con tu palabra y lo fortalecen con tus sacramentos’. He citado textualmente las palabras del prefacio con que daremos gracia al Señor en esta Eucaristía por los sacerdotes que el Señor ha llamado de manera especial y ejercen su ministerio en medio del pueblo de Dios.
‘Haced esto en conmemoración mía’, les dice Jesús a los apóstoles en la última cena cuando instituye la Eucaristía pero cuando instituye también este nuevo sacerdocio. No es ya el sacerdocio de la Antigua Alianza, sino el sacerdocio de la Nueva Alianza porque es la participación en el sacerdocio y en el ministerio de Cristo. Así tenemos los sacerdotes que configurarnos con Cristo para ser una misma cosa con El cuando vamos a ejercer su mismo sacerdocio a favor del pueblo de Dios. Así tiene que ser santa nuestra vida. Así necesitamos el apoyo de la oración del pueblo de Dios.
Hoy es un día especialmente sacerdotal. Fue el día del Sacerdocio el Jueves Santo cuando Cristo lo instituye, pero quiere la iglesia en este jueves posterior a Pentecostés de nuevo recordar este sacerdocio ministerial por el que participamos en la misión de Cristo para que los fieles oren de manera especial por los sacerdotes. ‘Concede a quienes El eligió para ministros y dispensadores de sus misterios la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido’. Así hemos de pedir por los sacerdotes siempre pero hoy de una manera especial cuando estamos celebrando a Jesucristo, sumo y eterno sacerdote. No puede faltar nunca la oración de la comunidad cristiana por sus sacerdotes.

miércoles, 22 de mayo de 2013


Deseemos y aprendamos la Sabiduría de Dios que nos llena de paz

Eclesiástico, 4, 12-22; Sal. 118; Mc. 9, 37-39
Todos ansiamos el ser capaces de saborear el verdadero sentido de la vida que nos llene de felicidad y de plenitud. Todo ser humano que tiene ansias de madurez y de plenitud se hace muchas preguntas en su interior sobre el sentido de su vida, sobre el para qué y el por qué de su vida, de su existencia queriendo encontrar respuestas a esos interrogantes profundos.
El hombre maduro no simplemente se deja arrastrar por el correr de la vida sino que de alguna manera quiere ser dueño de sus actos, saber lo que hace y por qué lo hace, saber el camino que va recorriendo y hacerlo con toda conciencia y sentido. Y eso en todas las etapas de la vida. Es, por así decirlo, encontrar la sabiduría de la vida; es buscar la sabiduría de la vida. Esto nos hace ser reflexivos como para ir rumiando cuanto nos sucede y cuanto vivimos y de ahí ir sacando esas lecciones que nos enseñen para los caminos de la vida y nos hagan madurar de verdad.
En esas preguntas e interrogantes se pregunta también por Dios y quiere en Dios encontrar esa respuesta y ese sentido. Es la pregunta y la respuesta del creyente que busca en Dios esa sabiduría de su existir, porque ¿a quién mejor ha de preguntar sobre el sentido de su existencia sino a Aquel que lo ha creado? Pedimos y ansiamos esa Sabiduría de Dios. Pedimos y deseamos llenarnos del Espíritu de Sabiduría que nos haga saborear el verdadero y más hondo sentido de nuestra vida.
Cuando cada mañana venimos a la Eucaristía y a la escucha de la Palabra del Señor venimos buscando esa sabiduría de Dios; de Dios queremos llenarnos y queremos que su Palabra sea en verdad esa luz que ilumine hasta lo más hondo nuestra vida queriendo encontrar esa orientación que necesitamos al mismo tiempo que esa fuerza de la gracia que nos ayude a recorrer esos caminos.
Del Evangelio, de la Palabra de Dios queremos impregnarnos porque es así como  nos vamos llenando de Dios y cómo podemos recorrer sin error sus caminos. Con verdaderas ansias, con verdadera hambre de Dios venimos hasta El y escuchamos su Palabra. Por eso, como tantas veces hemos reflexionado, con cuánta atención tenemos que acogerla para no perdernos nada de toda esa inmensa riqueza de gracia que el Señor cada día nos ofrece.
‘La sabiduría instruye a sus hijos, escuchábamos hoy en el libro del Eclesiástico, estimula a los que la comprenden. Los que la aman, aman la vida, los que la buscan alcanzarán el favor del Señor… consiguen la gloria del Señor y el Señor bendecirá su morada…’
Esa sabiduría de Dios que vamos encontrando esa Palabra que cada día se nos proclama y que vamos reflexionando nos enseña y nos estimula; para nosotros es una bendición del Señor que cada día podamos escuchar su Palabra. Algunas veces no terminamos de ser conscientes de toda la riqueza que vamos recibiendo y cómo poco a poco si nos vamos dejando guiar por el Espíritu del Señor nuestra vida se va enriqueciendo más y más. Por decirlo de una manera fácil y que todos entendamos, caigamos en la cuenta de cuántas cosas vamos aprendiendo día a día y cómo espiritualmente nos vamos enriqueciendo para sentirnos fuertes en ese esfuerzo que vamos haciendo por superarnos y ser cada día mejores.
Cuántas cosas habremos cambiado en nuestras costumbres, cuántas actitudes nuevas y mejores vamos teniendo en nuestra relación y en nuestro trato con los que nos rodean, cuánto amor vamos poniendo en nuestro corazón que nos hará ir amándonos más, si con toda atención vamos escuchando esa riqueza de la Palabra del Señor que cada día escuchamos. ‘Mucha paz tienen, Señor, los que aman tus leyes’, hemos repetido en el salmo. Efectivamente mucha paz vamos sintiendo en nuestro corazón en la medida en que nos sentimos enriquecidos con la Sabiduría de Dios.
Por eso, como tantas veces decimos, lejos de nosotros rutinas, desganas, frialdad, indiferencia ante la Palabra de Dios que se nos proclama. Creo que tenemos que aprender a dar gracias a Dios por toda esa riqueza de gracia que cada día nos ofrece, por esa sabiduría de Dios de la que vamos impregnando nuestra vida.

martes, 21 de mayo de 2013


Como el oro en el crisol nuestra vida se purifica en la prueba del dolor

Eclesiástico, 2, 1-13; Sal. 36; Mc. 9, 29-36
A todos nos gusta que la vida nos brille siempre de dicha y felicidad; ojalá no tuviéramos problemas ni sombras que enturbien nuestra vida, sino que todo discurriera como por una senda bien llena de color y de luz. Pero ya sabemos cuál es la realidad de nuestra vida, pero también tendríamos que tener la sabiduría y la fortaleza para que nada de todo eso que nos sucede enturbie nuestra felicidad ni nos haga mermar la intensidad con que vivimos nuestra vida.
Pero fijémonos por ejemplo en un hermoso diamante que brilla en todas sus estrías y nos parece lleno de perfección; o si queremos en un bello objeto de oro que ha sido modelo para hacernos una hermosa figura y que resplandece también con su dorado color. Pero, ¿cómo han llegado a esos resplandores y a esos brillos?
Creo que todo sabemos que el diamante cuando sale en bruto de las entrañas de la tierra no tiene esos resplandores ni esas formas tan bellas; además realmente el diamante es un carbón que ha pasado por altísimas temperaturas que han logrado que se convierta en eso, en un brillante diamante y que ha tenido también que ser artísticamente tallado para lograr esos primores.
Lo mismo el oro; la pepita que se encontró en el cauce del río o donde se había excavado para encontrarla tampoco tenía esos brillos ni esas figuras que ahora vemos resplandecer; primero tuvo que pasar por el fuego del crisol que le purifique de todas las escorias adheridas al bello metal y luego trabajado por el artista en el taller para darle esa bella forma que ahora admiramos en hermoso y artístico resplandor.
Transportemos esas imágenes a lo que es nuestra vida. Somos por naturaleza más valiosos que el brillante diamante o el resplandeciente metal del oro. Pero también necesitamos pasar por la prueba que nos purifique, para que puedan resaltar las cualidades más bellas que puedan adornar nuestra vida. De eso nos ha hablado el sabio del antiguo Testamento en un hermoso mensaje.
‘Cuando te acerques al temor del Señor, comenzaba diciéndonos, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente, no te asustes en el momento de la prueba’. Somos como el oro que ha de pasar por el fuego del crisol; serán los problemas, las debilidades de la vida, la enfermedad quizá, la pobreza y las carencias que tenemos en la vida los que nos irán purificando y madurando en la vida. Pero si sabemos encontrarle un sentido y un valor a todo cuanto pasamos todo eso nos purificará, todo eso nos hará cada día más grandes, todo eso nos hará descubrir las cosas que son verdaderamente importantes.
Todas esas pruebas nos harán madurar más y más como personas, y si en ellas vemos también la mano del Señor seguro que nuestra fe crecerá, madurará, hará que nos sintamos cada día más fuertes en el Señor. ‘Confía en el Señor que El te ayudará; espera en El y te allanará el camino… el Señor es clemente y misericordioso, perdona el pecado y salva del peligro’.
Los malos momentos por los que pasamos en la vida no tienen por qué apartarnos de los caminos del Señor. Serán momentos dolorosos, pero con como el tallista que hace relucir los resplandores y brillos del diamante, porque nos ayudarán a sacar lo mejor de nosotros mismos y nos enseñarán a poner toda nuestra confianza en el Señor. La persona madura no se rebela contra la prueba sino que sabrá aprovechar cuanto le sucede para purificar y mejorar su vida. Siempre hay algo bueno que podemos sacar; siempre hay una lección para la vida que podemos aprender. Y por la fe que tenemos en el Señor encontramos también la gracia que nos fortalece, la gracia que nos ilumina, la gracia que nos ayuda a caminar, porque sabemos que el Señor siempre está a nuestro lado.
Nosotros además, mirando a Jesús, aprendemos también a darle un sentido y un valor a nuestros sufrimientos si sabemos unirnos al dolor y al sufrimiento de Cristo en su pasión convirtiéndolos en una ofrenda de amor. ‘Pégate al Señor, nos decía el sabio del antiguo testamento, no lo abandones, y al final serás enaltecido’.

lunes, 20 de mayo de 2013


Sabiduría de Dios, fe y oración

Eclesiástico, 1, 1-10; Sal. 92; Mc. 9, 13-28
Terminado el tiempo de la Pascua con la celebración ayer de Pentecostés retomamos el tiempo llamado Ordinario, aunque aun nos quedan celebraciones importantes en torno al misterio de Dios y de Cristo los próximos domingos con la Santísima Trinidad y Corpus Chisti. Pero ya en medio de semana retomamos la lectura continuada de la Palabra de Dios en la que iremos siguiendo los distintos evangelios; en estos días estamos en el evangelio de Marcos, mientras en la primera lectura iniciamos uno de los libros sapienciales, el libro del Eclesiástico.
Al hilo de la celebración de ayer con la venida del Espíritu Santo y este libro sapiencial que hoy iniciamos pidamos el Espíritu de Sabiduría, uno de los dones del Espíritu Santo, para que vayamos impregnándonos de la Palabra de Dios, inmersos en el misterio de Cristo en quien tenemos toda la salvación. Jesús nos prometía el envío del Espíritu que nos conduciría a la verdad plena y nos recordaría todo lo que Jesús nos había ido enseñando. Ahora cuando vamos escuchando el evangelio, cuando vamos escuchando la Palabra de Dios con ese espíritu de fe hemos de escucharla invocando al Espíritu divino que nos ayude a llevar a nuestra vida ese mensaje de salvación.
‘Toda sabiduría viene de Dios’, comenzaba diciéndonos el libro del Eclesiástico. Es la sabiduría y el poder de Dios que creó todas las cosas; pero Dios ha querido hacernos partícipes de su sabiduría cuando nos ha creado a su imagen y semejanza; nos ha dado esa capacidad de conocer y razonar, haciéndonos participes de su sabiduría y allá en lo más hondo de nosotros ha puesto esa inquietud del saber, del conocer.
El Creador y Sumo Hacedor ha puesto el mundo creado en nuestras manos para que con esas capacidades de inteligencia y voluntad con las que nos ha dotado continuemos la obra de la creación. Es el desarrollo y conocimiento de las cosas, es el descubrir el sentido de la vida y de todo  lo creado, es el avance que luego desde esos conocimientos, desde esa inteligencia con que nos ha dotado podemos ir realizando en la ciencia y el conocimiento. Siempre para el creyente todo ese avance producido por su inteligencia ha de tener como referencia a Dios que es el sentido último de todas las cosas. Todo siempre para el bien del hombre, de todo hombre, como es la voluntad del Creador y todo siempre para la gloria de Dios que es como nosotros hemos de corresponder.
Podíamos recordar cómo san Pablo llama a Cristo ‘Sabiduría del Padre’. Jesús es la Palabra revelada de Dios, la Revelación de Dios que se hace Palabra viva y Palabra que se hace carne. Es Jesús, el Hijo de Dios, que procede del Padre, quien conoce a Dios y quien nos revela a Dios. Y será en Cristo Jesús, entonces, en donde vamos a encontrar todo el sentido del hombre y de la vida. En Cristo se revela al hombre, a la humanidad, el verdadero sentido del hombre, de la humanidad. Cristo es nuestra verdadera sabiduría.
Una palabra, finalmente, del evangelio que se nos ha proclamado. Un hombre acude a los discípulos, en la ausencia de Jesús, para que curen a su hijo poseído por un espíritu inmundo; pero ellos no pueden realizar el milagro. Hay un diálogo hermoso entre el hombre y Jesús con una hermosa súplica por parte de aquel hombre ante la pregunta de Jesús de si cree. ‘Todo es posible para el que tiene fe’, le dice Jesús, a lo que el hombre suplica: ‘Tengo fe, pero dudo, ayúdame’. El milagro se realizará y el niño será curado. Los discípulos le preguntarán luego a Jesús: ‘¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?’ Jesús les explicará: ‘Esta especie solo puede salir con oración y ayuno’.
Hermoso mensaje y lección. Primero la fe, aunque tengamos dudas, pidámosle al Señor que nos aumente nuestra fe. Es un don de Dios que hemos de saber pedir también humildemente. Luego, la oración tan necesaria para superar nuestros males, para vencer las tentaciones, para apartarnos del mal. Tantas veces que tropezamos una y otra vez en la misma tentación y caemos en el mismo pecado nos tiene que hacer pensar en nuestra oración. ¿Nos habremos enfriado espiritualmente? ¿habremos abandonado nuestra oración?
Tengamos sed de Dios y busquemos esa agua de la gracia que El nos da; pero hemos de ir a la fuente, hemos de acudir a la oración, hemos de orar con insistencia al Señor, hemos de buscar cómo llenarnos de Dios, porque teniendo a Dios con nosotros nada ni nadie nos podrá vencer.

domingo, 19 de mayo de 2013


Llenos del Espíritu somos testigos de esperanza y vida para la Iglesia y para el mundo

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban’. Son los signos con los que se manifiesta el Espíritu. Vendrán luego las llamaradas, como lenguas de fuego, que se posaban encima de cada uno, el comenzar a hablar de manera que todos los entendían fuera la que fuera la lengua que hablaran o el lugar de donde procedían, el ardor de los apóstoles que antes estaban encerrados y que ahora salen a la calle y comienzan valientemente a hablar de Jesús.
El aire o el viento no se ve ni se puede palpar, pero sí se puede sentir, nos puede mover y arrastrarnos o hacernos estremecer; no sabemos donde está ni de donde viene pero sí podemos sentir sus efectos. Es el primer signo que sienten y experimentan de la presencia del Espíritu; tampoco lo vemos, pero si lo podemos sentir; nos cuesta entender de donde nos puede venir pero sí podremos experimentar sus efectos en nuestra vida; no es algo físico o palpable porque no es corporal ni material, pero sí puede transformar nuestra vida. Es Dios mismo que envuelve nuestra vida y moverá nuestro corazón hasta transformarlo. Estamos hablando del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad.
Fue una experiencia grande la que vivieron los apóstoles que estaban esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús y sus vidas se vieron transformadas. Sus vidas a partir de aquel momento parecía que estaban inflamadas por un fuego divino y se convirtieron en señales atronadoras para todos los hombres. Hoy vemos como la gente se arremolina en la calle en torno a los apóstoles; no habían visto nada, pero sí habían sentido todos las señales; ahora las señales están palpables en la manera de hablar de los apóstoles de modo que ya no había miedos que los encerrasen ni nada los podía paralizar y un lenguaje nuevo comenzaba a utilizarse de manera que todos los podían entender.
Estamos celebrando Pentecostés; estamos celebrando el gran milagro de la presencia del Espíritu ya no solo que vino sobre los apóstoles sino que fundaba la Iglesia que se sentía inundada de ese Espíritu de Jesús para anunciar su nombre a todos los hombres. Estamos celebrando Pentecostés, pero no solo el que sucedió cincuenta días después de la Pascua en que Cristo se entregó, sino el Pentecostés de todos los días y de todos los tiempos en que el Espíritu Santo se sigue manifestando en su Iglesia, sigue llenando el corazón de los fieles e inflamándolos del amor divino. Estamos celebrando Pentecostés hoy porque hoy se sigue manifestando el Espíritu y llenando también nuestros corazones. El Espíritu del Señor se sigue manifestando en nuestra vida. Hay un perenne Pentecostés del Espíritu sobre la vida de la Iglesia. Hemos de descubrirlo y sentirlo con fe.
Estaban reunidos nos dice el relator de los Hechos de los Apóstoles y nos dice también el evangelista. Algo muy significativo y que ha de movernos al compromiso. Estaban reunidos y se manifestó el Espíritu; se manifestó el Espíritu y comenzó a sentirse una comunión nueva porque nacía la Iglesia y llenos del Espíritu del amor ahora comenzaba un estilo nuevo de vida para los creyentes en Jesús que se convertirían en testigos de ese amor de Dios que se había manifestado en Jesús y que tendría que comenzar a manifestarse también a través de la vida los creyentes. En la unidad y para la unidad se manifiesta el Espíritu, se derrama el Espíritu Santo sobre la Iglesia, sobre todos los cristianos.
Es el Espíritu que se manifiesta para el bien común, como nos dice san Pablo. Somos diferentes, cada uno con sus carismas, con sus valores, con lo que es su vida, pero todos llamados a la comunión y a poner en común todo eso que es nuestra vida con la fuerza y la gracia del Espíritu. Lo expresamos también en la celebración cuando en la plegaria eucarística ‘pedimos humildemente que el Espíritu Santo nos congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo… llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’.
Es el Espíritu que nos santifica y  nos transforma, nos llena de gracia y nos hace partícipes de la vida de Dios, haciéndonos hijos  de Dios. ‘Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida’, que confesamos en el Credo de nuestra fe. Como el agua viva que Jesús ofreció a la samaritana junto al pozo de Jacob; como el vino nuevo que regaló a los novios de Caná; como el aceite que llenaba de vida y salud como usó el buen samaritano con el caído junto al camino; como el ungüento de misericordia y de alegría con que fue ungido Jesús como el Mesías de Dios y como somos ungidos nosotros para ser otros Cristos en medio del mundo. El Espíritu, Señor y dador de vida.
Es el mismo Espíritu que ungió a Jesús para anunciar la Buena Nueva a los pobre, para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor y al que contemplamos a lo largo del evangelio liberando a todos los oprimidos por el diablo, dando vida y salud a cuantos acudían a El y alcanzándonos gracia y misericordia con su sangre redentora. Pero es el Espíritu que nos unge a nosotros con la misma misión de Jesús para que sigamos anunciando ese Evangelio de gracia y de salvación a todos los hombres, y para que vayámonos repartiendo por el mundo haciendo presente por nuestra obras el amor y la misericordia del Señor a cuantos sufren y vayamos realizando ese mundo nuevo que es el Reino de Dios.
No caben ya en nosotros los temores ni las cobardías; no podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos sino que desde nuestra comunión de amor que vivimos intensamente por la fuerza del Espíritu en medio de la Iglesia salgamos al encuentro de nuestros hermanos para ser esos testigos del evangelio, para ser testigos del nombre de Jesús en quien alcanzamos la salvación, salvación que hemos de llevar a todos los hombres y de todos los tiempos. Ya nosotros podemos hablar el lenguaje nuevo del amor y de la paz, de la justicia y de la salvación que es para todos y todos pueden entender. Con nosotros está ya para siempre la fuerza del Espíritu que como don especial, como un Pentecostés especial para nuestra vida, recibimos en el Sacramento de la Confirmación.
La fuerza del Espíritu ha removido también nuestros corazones y nuestras vidas y ahora con nuestro testimonio tenemos que convertirnos en señales para todos los hombres de esa gracia y de ese perdón de Dios - recibimos el Espíritu para el perdón de los pecados, como escuchamos en el evangelio -; tenemos que convertirnos en testigos que anuncien y construyan ese mundo nuevo donde predomine ya para siempre el amor y la comunión, donde reine la paz, donde florezcan con nueva y grande vitalidad todos esos valores nacidos del evangelio que harán un mundo nuevo.
Significativo y comprometedor, decíamos antes, es el Pentecostés que estamos celebrando. Aquellos mismos signos que se dieron entonces tienen que seguirse dando en nosotros, tienen que seguirse manifestando en la Iglesia. Comprometedor porque no podemos celebrar Pentecostés de cualquier manera sino que viviéndolo intensamente nos sentiremos llenos del Espíritu, transformados por el Espíritu y necesariamente hemos de convertirnos en testigos de Jesús en medio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Somos profetas y testigos que ya no podemos callar; serán nuestras palabras, serán nuestras obras de amor y de justicia, será el compromiso serio que vivamos en medio de nuestra iglesia y de nuestro mundo por hacerlo mejor, por llenarlo de vitalidad, con lo que nos vamos a manifestar como testigos, con lo que tenemos que aparecer como profetas de Cristo en medio de nuestro mundo.
Es Pentecostés y no puede ser algo que vivamos de una forma anodina y mediocre sino que tiene que ser algo transformador y renovador de nuestra vida y de nuestro mundo. Es Pentecostés y hemos de sentir dentro de nosotros toda la fuerza del Espíritu que nos pone en pie ante nuestros hermanos para anunciar el nombre de Jesús. Es Pentecostés y llenos del Espíritu llenaremos de esperanza y vida nueva a nuestra Iglesia y a nuestro mundo.
Lo estamos sintiendo; se nos está manifestando de forma nueva en medio de la Iglesia. Un signo de esa presencia del Espíritu en medio de la Iglesia hoy es el Papa Francisco que nos ha regalado para bien de la misma Iglesia y para ser luz en medio de nuestro mundo.
Demos gracias a Dios por el gran regalo del Espíritu.