sábado, 9 de febrero de 2013


Cuando se está con Jesús siempre nos llenamos de paz

Hebreos, 13, 15-17.20-21; Sal. 22; Mc. 6, 30-34
‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco… se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado’. Habían llegado después del envío que había hecho de dos en dos a anunciar el Reino con los mismos poderes y misión de Jesús. Ahora regresan, vienen contando todo lo que les ha sucedido, pero Jesús quiere que estén a solas con El en un lugar tranquilo y apartado.
Estar con Jesús. Llenarse de paz. A solas con Jesús. Cuando se está con Jesús siempre nos llenamos de paz. Cuando volvemos con la misión cumplida venimos con paz en el corazón. Cuando se desgrana sobre nosotros la Palabra de Dios va apareciendo la paz en el corazón.
En torno a este momento en que Jesús se lleva a los apóstoles a ese lugar apartado y tranquilo sucedieron más cosas, pues antes no les dejaban tiempo ni para comer, y ahora también en aquel lugar se van a encontrar multitudes que vienen es búsqueda de Jesús como ovejas sin pastor y para ellos siempre tendrá Jesús el alimento de la Palabra de Dios, pues ‘se puso a enseñarle con calma’.
Pero quisiera detenerme en ese gesto de Jesús de quererse llevar a los apóstoles a un lugar tranquilo y apartado. Los otros detalles los podemos dejar, a pesar de su riqueza, para otro momento de reflexión. Y es que necesitamos nosotros saber encontrar esos momentos en que nos llenemos de la paz de Jesús. Es cierto que hay muchas cosas que hacer, tenemos tantas señales que dar con nuestra vida, con nuestras palabras, con nuestros gestos para anunciar el Reino de Dios, para llevar a los demás hasta Jesús. Pero Jesús quiere también aposentarse en nuestro corazón. Que le hagamos sitio en nuestro espíritu; que disfrutemos de su presencia que nos llena de gracia y de paz.
Es necesario saber quedarnos a solas con El, para hacer silencio en nuestro interior dejando atrás tantos ruidos que  nos ensordecen y aturden, o tantas cosas que nos llenan de preocupaciones que tenemos el peligro de convertirlas en centro de nuestra vida. Pero el centro tiene siempre que ser Jesús. Hacer que su Palabra sea la única que resuene en nuestro corazón, sabiendo antes estar en ese sitio tranquilo y apartado, sabiendo antes hacer ese silencio en nuestro interior para poder oír la voz de Dios que nos habla.
Muchas veces podemos pensar que rezamos y rezamos, que le pedimos una y otra vez tantas cosas que necesitamos al Señor, pero decimos que el Señor no nos escucha, pero pudiera suceder que decimos eso porque somos nosotros los que no escuchamos a Dios. Vamos a la oración pero no hacemos ese diálogo de amor con Dios, sino que somos nosotros los que hablamos y hablamos, los que rezamos y rezamos una y otra oración, pero no sabemos detenernos para poder oír y escuchar al Señor que quiere hablarnos.
Detente. Haz silencio. Vete a ese sitio apartado y tranquilo que puedes encontrar en tu propio corazón. Párate un poco de rezar y rezar tantas oraciones preocupado quizá por tus necesidades o las cosas que queramos pedirles para los demás, y haz silencio dentro de ti para que veas como el Señor te ha escuchado, cómo el Señor te habla y te está dando respuestas; ponte en esa disponibilidad interior para experimentar esa presencia de Dios en tu vida y entonces descubrirás cuantas cosas el Señor quiere decirte, cuantas cosas te está señalando quizá para que sean mejores en tu vida, cuántos caminos se están abriendo delante de ti, y cuanta paz puedes sentir en tu corazón.
Vayamos con Jesús a ese lugar tranquilo y apartado. Nos llenaremos de su paz y podremos llevar luego la paz a los demás. Nos llenaremos de Dios y es como mejor luego podremos hablar de Dios a los demás.

viernes, 8 de febrero de 2013


Los testigos como el Bautista nos estimulan y ayudan a mantener nuestra fidelidad

Hebreos, 13, 1-8; Sal. 26; Mc. 6, 14-29
El testimonio de quien mantiene su fidelidad hasta el final, aunque eso signifique la muerte y el martirio, es un aliciente grande y un motivo de gran esperanza en nuestra propia y personal lucha que hemos de mantener cada día por la fidelidad.
Aunque alguien pudiera pensar que la contemplación de quien llega a la muerte por mantener su fidelidad pudiera más bien desalentarnos porque nos podía parecer un sacrificio inútil y un fracaso, sin embargo es la mayor prueba de la victoria y es el mejor estímulo para no echarnos atrás y mantenernos por contrario en nuestra lucha. No nos acobarda sino que nos llena de valentía. Siempre se ha dicho que la sangre de los mártires es semilla de cristianos porque eso nos da más fuerza para mantenernos en nuestro camino.
Es un hecho cruel el que nos narra el evangelio si lo miramos con miras humanas. Está la crueldad de la muerte del Bautista, pero es que detrás contemplamos un mundo lleno de maldad, de cobardías, de injusticias, de corrupción y de muchos males y pecados. La situación de Herodes y su estilo de vida todo eso nos manifiesta como hemos escuchado en el evangelio y no es necesario volver a repetir.
Las envidias por una parte y el orgullo por sentirse denunciados por su mal desde la vida íntegra del bautista y desde su palabra valiente conducen como en una espiral a la muerte de Juan. Aunque es un mundo de oscuridad y tiniebla a causa del pecado, sin embargo no deja de resplandecer la luz porque Juan se convierte en testigo y profeta del bien de la justicia.
Resplandores de luz como los de Bautista con profetas y testigos valientes que sepan denunciar el mal que corroe a nuestra sociedad seguimos necesitando hoy. Con un mínimo de sensibilidad en la conciencia nos sentimos abrumados por las noticias de maldad y de injusticia, de corrupción y de tantas hipocresías y falsedad que continuamente nos están trayendo los medios de comunicación.
Y en medio de todo ese mundo nos vemos envueltos nosotros y podemos sentir la tentación del desaliento o de la cobardía porque nos puede parecer que nada se puede hacer. Pero quienes creemos en Jesús ni podemos callar, ni nos podemos cruzar de brazos, ni mucho menos dejarnos arrastrar por tanta maldad que envuelve nuestro mundo.
Ojalá nos sintamos en verdad estimulados con testimonios como los del Bautista que escuchamos en el evangelio que le llevan a ser testigo hasta la muerte y el martirio. Ojalá nos sintamos en verdad estimulados para mantenernos en una fidelidad a lo bueno, a lo justo, a la verdad, a los valores del evangelio, en una palabra a nuestra fe en Jesús. El mundo necesita esos testigos y esos testigos tenemos que ser nosotros los que creemos en Jesús y queremos vivir nuestra vida cristiana.
¿Qué podemos hacer nosotros que quizá nos sentimos pequeños y nos puede parecer que ni nuestras vidas ni nuestras obras pudieran ser ese grito profético que necesita el mundo? Podemos hacer mucho; nos puede parecer un testimonio silencio pero quizá no lo sea tanto. Mantengamos nuestra fe, nuestra fidelidad, nuestros principios. Vivamos nuestra unión con el Señor como cada día lo queremos hacer con nuestra oración, nuestra escucha de la Palabra y la celebración de la Eucaristía. Y no dejemos meter el mal en nuestra vida. Seamos honrados y sinceros en cada una de las cosas que hagamos o que vivamos; alejemos de nosotros todo lo que sea falsedad o mentira; vayamos sembrado semillas de amor en nuestro trato y en nuestra relación con las personas con las que convivimos cada día. Nos pueden parecer pequeñas e insignificantes cosas pero son semillas de justicia, de bondad que sembramos cada día y esas semillas un día germinarán y pueden producir hermosos frutos.
Es el ejemplo callado de fidelidad que hemos de vivir cada día, que sabemos bien cómo muchas veces nos cuesta tanto. Pero mantengamos la fidelidad. Que sintamos el estímulo que nos ofrece el Bautista, pero que nos ofrecen también muchos testigos y profetas de lo bueno que podemos también encontrar en nuestro mundo alrededor nuestro. Que tengamos ojos bien abiertos y ojos de fe para descubrirlos.

jueves, 7 de febrero de 2013


Ungir con el bálsamo del amor al que sufre para hacerlo renacer a nueva vida

Hebreos, 12, 18-19.21-24; Sal. 47; Mc. 6, 7-13
‘Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos’. Hasta ahora habíamos visto a Jesús que iba anunciando el Reino, dándonos las señales de cómo el Reino de Dios llega a nuestra vida y a nuestro mundo y de cómo hemos de acogerlo. Escuchamos sus palabras pero vemos también sus signos. En parábolas y con muchas imágenes nos va explicando como es el Reino de Dios y los signos que realiza nos están diciendo cómo el Reino de Dios está en nosotros.
Pero el Reino de Dios es expansivo, ha de extenderse por su misma fuerza, ha de crecer como la pequeña que semilla que se planta para hacer surgir una planta nueva en la que hasta las aves del cielo puedan cobijarse entre sus ramas. Así todos estamos llamados a pertenecer al Reino de Dios y hemos de dar señales de que el Reino de Dios ha llegado a nuestra vida. Pero estamos llamados a algo más: ese Reino de Dios hemos de hacerlo llegar a todos. Recibimos también la misión de anunciar y propagar el Reino.
‘Los fue enviando de dos en dos’, nos dice el evangelio. No es la tarea de uno solo ni la tarea que hemos de hacer solos y por nuestra cuenta. El Reino de Dios expresa la comunión nueva que se crea entre todos los hombres, entre todos los que creemos en Jesús y con las señales de la comunión lo hemos de dar a conocer e ir instaurando en medio de los hombres. ‘Los fue enviando de dos en dos’.
Estamos recibiendo la misma misión de Jesús; somos una prolongación de Jesús que hemos de hacer el mismo anuncio del Reino con nuestras palabras y con nuestras obras. Hemos de anunciar la conversión y el perdón de los pecados. Hemos de anunciar la vida nueva que nos llena de la gracia de Dios. Hemos de hacer posible que todos los hombres reconozcan que Dios es nuestro único Señor. Ningún mal ya para siempre jamás podrá dominar al hombre. El poder del Señor de ser liberados del mal lo hemos recibido para ir realizando ese milagro, esa transformación, primero de nuestro corazón, pero también la transformación del corazón de cuantos nos rodean.
Es lo que vemos realizar a aquellos primeros enviados de Jesús que es lo mismo que nosotros tenemos que realizar. ‘Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban’. Cuánto podemos y tenemos que hacer. El anuncio de la conversión porque llega el Reino de Dios, pero también los signos de cómo ese Reino de Dios se está haciendo presente.
Es el anuncio y la proclamación de la palabra, pero serán también las señales del amor. Es el bálsamo del amor que tenemos que repartir y compartir. Cuantas cosas en nuestras palabras y en nuestros gestos, en el compromiso de nuestra vida diaria y con los signos que manifestamos con nuestra presencia podemos ir haciendo para hacer presente y visible el Reino de Dios en nuestro mundo.
‘Ungir con aceite a los enfermos’, que no solo es el sacramento, signo sagrado que en el nombre de Jesús realicemos - nos referimos al sacramento de la unción de los enfermos - sino en cuantas obras de amor en el nombre de ese mismo Jesús tenemos que ir realizando. Nuestro amor, nuestra ilusión y esperanza, tantos gestos pequeños o grandes que podemos tener con los que están a nuestro lado, con los que sufren, con los que se sienten solos, con los que pasan necesidad, nuestras palabras que despiertan la fe y las ganas de vivir o siembran esperanza son bálsamos para corazones atormentados que en el nombre de Jesús podemos poner en cuantos nos rodean.
Haz sonreír a una persona que sufre y lo estás curando; siembra esperanza en su corazón y le estás dando vida; hazle sentirse amado y valorado y realmente lo estás resucitando. Y esos milagros, en pequeños gestos que realicemos, los podemos hacer cada día con los que nos rodean. Y a eso nos ha enviado Jesús. Y nuestra fe llena de alegría y entusiasmo se hace evangelizadora para cuantos nos rodean porque estamos así anunciando a Jesús en quien creemos.

miércoles, 6 de febrero de 2013


Tenemos que revisar y fortalecer nuestra fe

Hebreos, 12, 4-7. 11-15; Sal. 102; Mc. 6, 1-6
‘Desconfiaban de él… se extrañó de su falta de fe…’ nos dice repetidamente el evangelista. Hoy estamos escuchando a san Marcos y estos domingos pasados hemos escuchado el relato de esta visita a Nazaret que nos hace san Lucas y le hemos dedicado grandes comentarios.
Pero siempre hay un mensaje de vida en la Palabra del Señor cada vez que la escuchemos; siempre hay algo que nos puede ayudar en nuestra fe, en el camino de nuestra vida cristiana; siempre hay algo que nos ayuda a revisar nuestra vida; siempre hay algo que enriquece nuestro corazón.
Ya hemos comentado las reacciones primero de admiración, después de interrogantes y desconfianzas y finalmente de rechazo porque como nos relataba san Lucas hasta quisieron despeñarlo por un barranco que había junto al pueblo. San Marcos no entra en esos detalles, pero sí nos habla de la extrañeza por la falta de fe. Se admiraban de lo que Jesús y hacía pero al mismo tiempo había una desconfianza en su corazón porque lo habían conocido de siempre, conocían su familia y lo que había vivido allí con ellos en su pueblo, y aun no terminaban de entender todo el misterio de Dios que se manifestaba en Jesús.
¿Qué buscaban en Jesús o por qué lo buscaban? ¿Podrían llegar a descubrir ese misterio de Dios que en Jesús se les revelaba? Es necesario desprenderse quizá de ideas preconcebidas; es necesario una apertura y una disponibilidad del corazón; es necesario ser capaz de confiar en Jesús y en su palabra para comenzar a caminar los caminos de la fe. Como tantas veces hemos dicho es necesario caminar caminos de humildad, porque solo desde esa humildad de corazón podemos llegar hasta Dios. El Papa el pasado domingo en este sentido nos decía: Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto con el que Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret’.
Es nuestro camino, el camino que nosotros hemos de hacer también para crecer en nuestra fe. Porque tampoco nos vale decir es que yo he creído de siempre, a mi no hay quien me cambie, yo ya estas cosas de la religión y de Dios ya me las sé. Hemos de descabalgarnos de estas actitudes autosuficientes y dejarnos conducir. El Señor nos habla al corazón, pero también pone a nuestro lado quienes en su nombre nos ayuden a recorrer esos caminos.
A la gente de Nazaret le costaba llegar a reconocer las maravillas de Dios que se manifestaban en Jesús por su falta de fe. Tenemos que pedirle al Señor que nos  haga crecer más y más en nuestra fe. Es un don de Dios, es una gracia de Dios, es un don sobrenatural, pero nosotros hemos de responder a esa gracia de Dios, colaborar dejándonos conducir por su Espíritu, queriendo conocer más y más nuestra fe y dejándonos enseñar.
Este año de la fe al que nos ha convocado el Papa y que vamos recorriendo a eso tiene que llevarnos. Como nos decía el Papa en su convocatoria es ‘exigencia de la misma fe que profesamos el redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo’. La fe que para nosotros no ha de ser nunca una carga pesada, sino algo que hemos de vivir siempre con entusiasmo y alegría.
Esa fe que tenemos que hacer vida nuestra, porque es la que moverá y dará sentido profundo a nuestra existencia. Así nos dice el Papa: ‘Gracias a la fe, esta vida nueva de Jesús plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre’.
Que crezca así la fe en nuestro corazón. Aceptemos a Cristo y a su evangelio y dejémonos conducir por el Espíritu del Señor.

martes, 5 de febrero de 2013


Aprendamos a decir Sí al misterio de Dios llenando de trascendencia la vida

Hebreos, 12, 1-4; Sal. 21; Mc. 5, 21-43
En este relato del doble milagro que realiza Jesús podemos descubrir hermosas enseñanzas que nos hagan crecer en nuestra fe y en nuestra vida cristiana. El carril por donde circula todo el relato del evangelio es la petición de Jairo de que cure a su hija que se está muriendo, pero surge en paralelo o en medio de dicho relato la curación de la mujer de las hemorragias que se atreve a acercarse a Jesús por detrás para obtener la curación de su mal.
En principio podríamos destacar la cercanía de Jesús para estar allí donde nosotros le necesitamos o donde El quiere ofrecernos su gracia y salvación. Allí está en medio de la gente a su regreso desde la otra orilla. ‘Se reunió mucho gente a su alrededor y se quedó junto al lago’. Pero allí está Jesús siempre atento al sufrimiento y necesidades de los demas, por lo que Jairo sabrá que allí puede encontrarlo. ‘Se le acercó un jefe de la sinagoga, llamado Jairo que se echó a sus pies rogándole con insistencia: Mi niña está en las últimas ; ven, pon tu mano sobre ella, para que se cure y viva’. Y nos dice el evangelista que ‘Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba’.
Repetimos, Jesús en medio de la gente. Lo apretujaban. Eran muchos los que querían estar cerca de Jesús. Allí donde hay dolor y sufrimiento siempre encontraremos a Jesús. Por eso se acercan a Jesús los enfermos y los que sufren. Jesús se deja apretujar por cuantos se acercan a El. Tienen la seguridad y certeza de que en Jesús encontrarán lo que buscan. Una mujer se acerca por detrás; tiene la seguridad de que con solo tocarle la orla de su manto podrá curarse. Así se acerca a Jesús. así se sentirá curada.
Esa cercanía de Jesús hará deseable ese contacto físico. La mujer toca la orla del manto, pues quizá no se atreve a más. Jesús tomará de la mano a la niña de Jairo para levantarla. Como en tantos otros momentos, tocará con su mano al leproso para que se cure, tocará con sus dedos la lengua y los oídos del sordomudo, pondrá barro en los ojos del ciego, como hará soltar las vendas de Lázaro en su resurrección y así en tantos otros momentos.
Pero no es el milagro mágico;  nos estará mostrando esa cercanía de Jesús que va envuelta en ese ropaje de la delicadeza y del amor, pero que tiene que ir siempre precedida de nuestra fe. Con fe se había acercado Jairo a Jesús y cuando le digan que no moleste al maestro porque la niña ha muerto, Jesús le dirá que no tema porque basta con que tenga fe. Con fe se acercó a aquella mujer a tocar a Jesús y Jesús alabará su fe, la fe que le ha curado y que le hará ir de ahora en adelante en paz y con salud.
Jesús querrá despertar la fe en nuestros corazones, para que alejemos de nosotros toda duda o todo racionalismo que nos pueda alejar del misterio de Dios. Cuando se encuentra con las plañideras que pronto han venido ante la noticia de la muerte de la pequeña, les dirá que no está muerta sino dormida, aunque ellos no quieran comprender y más aún traten a Jesús como un iluso. Cuántas veces nos cegamos en nuestra fe, y solo queremos buscar pruebas o cosas que podamos palpar con nuestras manos. Cuantas veces nos llenamos de dudas para desconfiar del misterio de Dios que se nos manifiesta.
Tenemos que aprender a poner toda nuestra confianza en las palabras de Jesús. Tenemos que aprender a despertar nuestra fe, abriendo nuestro corazón a Dios y a las obras maravillosas que El quiere realizar en nuestra vida. Tenemos que saber poner a un lado todas esas certezas humanas, para saber decir sí al misterio de Dios y saberle dar trascendencia verdadera a nuestra vida. Al final los que antes dudaban ‘se quedaron viendo visiones’, porque ante la evidencia del misterio de Dios que se acercaba al hombre para salvarlo con su amor ya no cabían dudas ni desconfianzas.
El Señor también nos tiende su mano para que nos agarremos a El y nos levantemos de nuestras oscuridades y nos dejemos iluminar por la fe. Que sintamos también nosotros como aquella mujer del evangelio que a nosotros ha llegado la paz y la salvación.

lunes, 4 de febrero de 2013

La curación del endemoniado de Gerasa un signo de la liberación que nos ofrece Jesús


La curación del endemoniado de Gerasa un signo de la liberación que nos ofrece Jesús


Hebreos, 11, 32-40; Sal. 30; Mc. 5, 1-20

En la medida en que nos vamos introduciendo en el evangelio vamos escuchando la invitación que Jesús nos hace a que vivamos el Reino de Dios aceptándolo en nuestro corazón, dejándonos transformar por la gracia para hacer que Dios sea en verdad el único Señor de nuestra vida y de nuestra historia.

Jesús nos explica lo que es el Reino de Dios con las parábolas de una manera muy especial aparte de irnos diciendo cuales han de ser las actitudes profundas que hemos de tener en nuestro corazón. Pero también en los milagros que va realizando nos va dando las señales de lo que ha de ser el Reino de Dios en nuestra vida, liberándonos de toda atadura y de todo mal.

El milagro que hoy escuchamos en el Evangelio es uno de esos signos claros de esa liberación que Jesús quiere realizar en nuestra vida. Ahora están en la otra orilla del lago, la región de los Gerasenos nos dice el evangelista, un lugar donde no predominaban entre sus habitantes precisamente los judíos. Hemos de recordar que en aquel territorio de Palestina no solo había judíos, sino que recordamos que cuando se establecieron allí después de su salida de Egipto y peregrinar por el desierto aquellos lugares estaban habitados por otros pueblos, lo mismo que las regiones vecinas.

Al llegar a aquel lugar se encuentran con un hombre poseído por un espíritu que además era muy violento; todos le tenían miedo, y ni siquiera con cadenas y cepos podían dominarlo, tal era la fuerza del espíritu maligno que lo poseía. Pero reconoce a Jesús; reconoce a quien viene a liberar del mal a aquel hombre. ‘¿Qué tienes que ver conmigo; Jesús Hijo de Dios Altísimo?... no me atormentes’. A hemos escuchado los detalles de la liberación de aquel hombre.

Nos extrañan las reacciones, por una parte de la gente que viene y le pide a Jesús que se marche de su país, y el deseo del hombre liberado de aquel mal que quiere seguir a Jesús pero al que Jesús le dice que se quede allí con los suyos y les cuente lo que Dios ha hecho con él. Liberado del mal Jesús lo convierte en anunciador del Evangelio, de la buena noticia de su liberación en medio de los suyos.

El Reino de Dios es reconocer que Dios es nuestro único Señor. Nada puede ser señor o dios de nuestra vida. Nada tendría que llenarnos de ataduras, porque quien se ha encontrado con Cristo y recibido su salvación ha alcanzado la libertad verdadera. El nos anuncia y nos trae la verdad que nos hace libres, como nos dirá en otros lugares del evangelio. Este milagro que Jesús realiza es un signo claro de la libertad que Jesús quiere darnos.

A aquel hombre dominado por el espíritu inmundo le dominaba la violencia y el mal de manera que se presencia se convertía en terror para todos sus convecinos. De ello lo libera Jesús. ¿De qué nos quiere liberar Jesús? ¿cuáles son las ataduras que hay en nuestra vida y en nuestro mundo?

Podríamos hablar de la violencia o de la hipocresía y falsedad; si hiciéramos un análisis de nuestra vida o de la situación que vivimos en nuestro mundo podríamos hablar de muchas mas cosas. ¿De qué estamos oyendo hablar continuamente a nuestro alrededor? Es cierto que hablamos de la crisis por la que pasa nuestra sociedad con todas sus consecuencias de pobreza y de injusticia; pero es que en la raíz de todas esas cosas detectamos cómo la maldad se ha ido metiendo en el corazón de los hombres y todo es ambición de poder o de tener, y surgen corruptelas de todo tipo por todas partes, y falta honradez muchas veces en quienes tienen responsabilidades en nuestra sociedad; vivimos en un mundo de vanidad y de hipocresía y cuando no podemos mantener el tipo aparece la corrupción y el robo y la injusticia, y la insolidaridad y así podríamos seguir haciendo un listado de tantos males que afectan a nuestra sociedad.

¿No es el espíritu del mal que se ha metido en el corazón de los hombres? ¿Y no ha venido Jesús para liberarnos de ese espíritu del mal? Pero reconozcamos que nos hacemos fácilmente oídos sordos a la llamada y a la invitación de Jesús. Si no le decimos como aquellos gerasenos que se marche del país, sí estamos nosotros dándole la espalda o cerrando nuestros oídos para no dejar que el espíritu del evangelio impregne nuestras vidas.

Leamos con ojos de fe nuestra vida. Escuchamos la llamada e invitación del Señor a vivir el Reino de Dios convirtiendo nuestro corazón a él.

domingo, 3 de febrero de 2013


Te consagré, te nombre profeta… no les tengas miedo, yo estoy contigo

Jer. 1, 4-5.17-19; Sal. 70; 1Cor. 12, 31-13, 13; Lc. 4, 21-30
‘Será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones’, escuchamos ayer profetizar al anciano Simeón cuando Jesús fue presentado en el templo. Jesús, como un signo de contradicción, porque ante Jesús hay que decantarse, hay que hacer opción.
No siempre va a ser comprendido su mensaje. Pronto lo vemos en el evangelio, casi en sus primeras páginas. Es lo que estamos contemplando que sucede en la sinagoga de Nazaret. El texto que hoy hemos escuchado es continuación literal del que escuchamos el pasado domingo. Fue la presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde se había criado. Entonces escuchamos como toda la sinagoga tenía puestos los ojos en El y muchos se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, escuchamos el comentario y explicación que Jesús hacía del texto de Isaías proclamado. Hoy, nuestro texto, comienza a partir de esas palabras de Jesús, pero ya vemos que dentro de la admiración y hasta orgullo que sentían por sus palabras, pronto comienzan a preguntarse ‘¿no es este el hijo de José, el carpintero?’ Como se  nos dirá en textos paralelos  ‘¿de donde le viene a éste todo esto? ¿Qué es esa sabiduría… y esos milagros?’ Y finalmente, ante las palabras de Jesús, terminarán ‘poniéndose furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo’.
‘Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra’, les dice Jesús. Y les recuerda episodios de los profetas, de Elías y de Eliseo, hechos que tenían allí contenidos en la Escritura Santa, que alimentó uno a una fenicia, y el otro curó a un sirio de la lepra, mientras en Israel había muchos que padecían hambre o sufrían el mal de la lepra.
Jesús no se arredra ante la indiferencia o la oposición que pueda surgir ante sus palabras y ante su mensaje. Sus palabras son claras y firmes porque además grande es el amor que nos está manifestando. Podemos recordar al profeta Jeremías que escuchábamos en la primera lectura. ‘Te consagré, te nombre profeta de las gentes… Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando; no les tengas miedo… te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo…’ Hermosas palabras del profeta que nos manifiestan la firmeza y claridad con que se ha de proclamar la Palabra de Dios. Así se presente Jesús ante sus gentes.
Muchas cosas nos quiere decir Jesús en este texto y con estas menciones que hace. La obra de la salvación que Jesús viene a realizar ni se reduce a un pueblo ni solo a unas gentes determinadas. Ya, desde el principio del evangelio, se va manifestando la universalidad de la salvación que Jesús nos ofrece. Todos están llamados a esa salvación, para todos es la gracia del Señor; por nuestra parte, por parte de todos los hombres, sean de la nación que sean, no queda sino la acogida a ese mensaje de salvación. Su sangre derramada, como decimos en la Eucaristía, es para el perdón de los pecados de todos los hombres y lo que el Señor quiere es que todos los hombres alcancen dicha salvación.
Hay una cosa a destacar. No podemos intentar manipular el mensaje salvador de Jesús. Quizá la gente de su pueblo, en el orgullo que pudieran sentir por la fama que les llegaba de Jesús de cómo era acogido por todas partes y de los milagros que hacía, podían sentirse con derecho, podríamos decir, de que a ellos les tocara la mejor parte. Jesús era uno de ellos, era el hijo del José el carpintero y allí se había criado. Podrían ser beneficiarios especiales de las obras de Jesús, de los milagros de Jesús; pero como se nos dirá en otro lugar allí Jesús no realizó ningún milagro por su falta de fe.
Como recordábamos al principio de nuestra reflexión con las palabras de Simeón en la presentación de Jesús en el templo, ‘será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones’. ¿Cuál es la actitud con la que nosotros  nos acercamos a Jesús y a su palabra?
Es necesaria una apertura del corazón, una disponibilidad total desde lo más hondo de nosotros mismos para acoger a Jesús y a su mensaje, una generosidad grande en el sí que le demos a Jesús y a su evangelio; generosidad, disponibilidad, apertura pero para acoger a Jesús no como nosotros nos lo imaginemos o solo en aquellas cosas que nos pudieran parecer mejor para nuestro beneficio sino en la totalidad del Evangelio, sin distingos, sin divisiones, sin elecciones interesadas de parte del mensaje.
Cuántas veces  nos sucede así. Cuántas veces queremos hacer como rebajas en el mensaje cristiano y en la moralidad de nuestra vida. Cuántas veces nos decimos que hay cosas que cambiar, que hay que modernizarse y ponerse con los tiempos. O cuántas veces le ponemos ‘peros’ según quién sea el que nos está trasmitiendo el mensaje. Nuestra respuesta a Jesús y al evangelio tiene que ser siempre radical, con la totalidad de nuestra vida. No nos valen las rebajas cuando se trata de seguir a Jesús.
A la gente de Nazaret les costaba aceptar que aquel que entre ellos se había criado ahora pudiera presentarse ante ellos como maestro que les enseñara. Aunque sentían admiración y hasta orgullo, como antes decíamos, sin embargo sus mentes se cerraban para aceptar el mensaje de vida y de salvación que Jesús les pudiera ofrecer. Como nos puede suceder a veces a nosotros que no tenemos la humildad suficiente para aceptar el mensaje que se nos trasmite.
Olvidamos fácilmente que es el Espíritu del Señor el que está detrás de esa enseñanza, de ese mensaje; que nuestras garantías de verdad no son garantías humanas, sino que es la garantía del Espíritu de Dios que está en su Iglesia, que está en aquellos que en la Iglesia nos trasmiten la Palabra de Dios. La Iglesia, asistida por el Espíritu, se presenta ante nuestros ojos, se ha de presentar ante el mundo como esa Iglesia profética que nos anuncia ese mensaje de vida que en verdad nos conducirá a la mayor plenitud. El mundo necesita de esa Iglesia profética, necesita de esos profetas que nos trasmitan la Palabra de Dios con claridad y con valentía.
Tenemos, pues, que saber reconocer la voz profética de nuestros pastores y dar gracias a Dios porque no faltan profetas en nuestro mundo que levanten esa voz que despierte las conciencias, que abran la mente y los corazones a la trascendencia, que ayuden a descubrir esos valores más altos que eleven nuestra vida en búsqueda de plenitud, que nos ayuden a descubrir a Dios.
Hemos de reconocer y dar gracias a Dios por esos grandes profetas que en los últimos tiempos se han levantado ante nuestros ojos, un Juan XXIII con su visión profética para convocar un concilio, un Pablo VI que supo llevarlo a término y aplicarlo, un Juan Pablo I que cautivo en poco tiempo al mundo con su sonrisa que levantaba esperanza, un Juan Pablo II con esa voz valiente que recorrió el mundo, nuestro Papa actual, una Teresa de Calcuta y tantos y tantos más profetas de nuestro tiempo que haríamos interminable la lista.
Eso nos recuerda también que nosotros hemos de ser profetas, porque estamos también participando de la misión de Cristo, y no nos hemos de acobardar ni esconder porque sabemos que Dios también está con nosotros.