sábado, 19 de enero de 2013


¿A quiénes llama Jesús? ¿con quién quiere contar?

Hebreos, 4, 12-16; Sal. 18; Mc. 2, 13-17
‘Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme. Se levantó y lo siguió’.  ¿A quiénes llama Jesús? ¿con quién quiere contar?
En nuestras miras humanas nos podría parecer que, dado que Jesús venía con una misión importante que de alguna forma tendría que revolucionar el mundo, habría de escoger a personas influyentes, que fueran bien considerados y bien mirados por todos, con una sabiduría o unos conocimientos especiales y con cualidades que los tendrían que hacer distintos para ser capaces de liderar la obra que se les iba a confiar.
Pero ya vemos que las miras de Jesús son bien distintas. Hasta ahora hemos visto que llama a unos sencillos pescadores de Galilea cuya única sabiduría era la de saber echar las redes por donde hubiera peces para pescar y no siempre acertarían. Ahora, ¿a quien vemos que llama a seguirle para formar parte del grupo de los doce? A alguien que no era bien mirado por los judíos porque era un recaudador de impuestos, que ya de por sí tenían mala fama y a los que incluso se les llama publicanos y pecadores. Pero es la forma de mirar Jesús, es su forma de actuar. ‘Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo; Sígueme’.
Pero ¿quién ha tenido la prontitud de respuesta y la generosidad y disponibilidad para seguir su llamada como la de los pescadores de Galilea un día y hoy la disponibilidad y generosidad de Leví? Los pescadores dejaron su barca, sus redes para seguir a Jesús como pescadores de hombres. Ahora Leví se levantará con prontitud del mostrador de los impuestos para seguir a Jesús. Incluso invitará a su casa a Jesús y lo sentará a su mesa. Tampoco va a ser bien mirado por los escribas y fariseos porque en la misma mesa se han sentado un grupo de recaudadores y otra gente de mala fama con Jesús y sus discípulos.
Allá está la reacción de los fariseos que les dicen a los discípulos: ‘¡De modo que come con publicanos y pecadores!’ Pero Jesús está al tanto. ‘No necesitan médico los sanos sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’, les dice.
Jesús no hace discriminación con nadie porque con El llega la salvación para todos los hombres. Quiere que todos los hombres se salven y para todos es su luz salvadora. No quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y salve. Y serán los pequeños y los pecadores los que estarán más prontos a escuchar su voz y seguirle, porque serán los que se sientan iluminados de verdad por su luz. El que se cree justo y santo ya se cree seguro con su luz y no será capaz de descubrir al que es la verdadera luz.
Cuántas veces nos encontramos a tantos en nuestro paso por los caminos de la vida que se sienten muy seguros en sí mismos, que se cierran a toda trascendencia y espiritualidad, que viven su vida a su manera pensando que ya se lo saben todo y nadie tiene que enseñarles nada. Qué difícil les es abrirse al misterio de Dios, abrirse al don de la fe. Creen no necesitar ya nada que pueda darle un sentido a sus vidas.
Por eso nos dirá en otro lugar que no son los sabios y los entendidos, los que se creen sabios y entendidos, a los que se revelará el Padre del cielo, sino a los pequeños y a los humildes, porque serán los que tendrán el corazón más abierto a su luz y a su verdad. Es el espíritu humilde y confiado con que nosotros tenemos que acercarnos a Dios. Seremos pequeños o quizá poca cosa, pero de una cosa estamos seguros y es que Dios nos ama tal como somos, incluso aunque seamos pecadores.
Abramos nuestro corazón a Dios y disfrutemos de su amor. Abramos el corazón a Dios y seamos capaces de escuchar la llamada de amor que nos está haciendo, porque el Señor también quiere contar con nosotros.

viernes, 18 de enero de 2013


¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?

Hebreos, 4, 1-5. 11; Sal. 77; Mc. 2, 1-12
‘¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ Hemos de reconocer que tienen razón en la pregunta, aunque sabemos bien por qué es el planteamiento por el que se la hacen. Pero hemos de reconocer también que es una pregunta y un planteamiento que se siguen haciendo muchos a nuestro alrededor, incluso llevando el nombre de cristianos. ¿Por qué se dicen muchos tengo que acudir al sacerdote y al sacramento para pedirle perdón a Dios por mis pecados y recibir el perdón? Como dicen algunos, yo me confieso solo con Dios.
La pregunta surgió en la ocasión que nos narra el evangelio porque habían venido unos que traían en una camilla a un paralítico para que Jesús lo curara. ‘No quedaba sitio ni a la puerta… y como no podían meterlo, nos dice el evangelista, levantaron una tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico a los pies de Jesús’. Y ya escuchamos; Jesús en lugar de curarlo, que era lo que todos esperaban, ‘le dijo al paralítico: tus pecados quedan perdonados’.
Surge el estupor y los interrogantes, las acusaciones de blasfemia y el escándalo por parte de los escribas que estaban allí sentados observándolo todo. Siempre observando desde la distancia, como tantos, no porque se quiera aprender sino para ver donde podemos coger a quien nos ofrece cosas nuevas. ‘¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’
Como decíamos al principio, es cierto, solo Dios es el que puede perdonarnos los pecados. Pero, ¿quién es el que está allí sentado, enseñándoles y a quien han venido para que cure a aquel paralítico y lo levante de la camilla? Jesús está viendo su corazón y cuales son sus murmuraciones y críticas. ‘¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil - de quién es el poder para realizar el milagro - decirle al paralítico ‘tus pecados quedan perdonados, o decirle levántate, coge tu camilla y echa a andar?’ ¿Quién es el que tiene poder para dar la salud y para dar la vida? ¿Acaso eso lo puede hacer un hombre por su propio poder?
Sí, allí está quien tiene poder para perdonar los pecados como para dar la vida y la salud. Es necesario abrir los ojos de la fe; es necesario quitar toda malicia del corazón que nos oscurece los ojos; es necesario abrirnos al misterio salvador de Dios; es necesario dejarse envolver por esa nube de amor divino que nos llega con Jesús.
Sí, ahí sigue estando Jesús para regalarnos ese perdón de Dios, que para eso ha derramado su Sangre salvadora por nosotros y quiere hacernos partícipes del misterio pascual a través del misterio y ministerio de la Iglesia. ‘Hacedlo en memoria mía’, les dio poder a los apóstoles para que pudiéramos seguir celebrando el misterio pascual de su muerte y resurrección en los sacramentos. ‘A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados’,  nos dice y nos regala el don del Espíritu. ‘Recibid el Espíritu Santo’, les dijo a los apóstoles en la tarde de la resurrección cuando se les aparece en el Cenáculo y con la fuerza del Espíritu podremos seguir celebrando el misterio de Cristo, podemos seguir haciéndonos partícipes de toda esa gracia salvadora que El tiene para nosotros.
En el ministerio de la Iglesia, por las manos de aquellos que fueron ungidos con el Espíritu Santo para ser pastores en nombre de Jesús en medio de la Iglesia, seguimos recibiendo ese perdón que Dios nos regala. Porque, hemos de tenerlo muy claro, es un regalo que nos hace Dios no porque nosotros lo merezcamos, sino porque así de grande e infinito es el amor que nos tiene. ¿Son unos hombres los que nos perdonan? No, es Cristo mismo el que nos perdona. Allí está el sacerdote en el sacramento en el nombre de Dios, con el poder de Cristo por la unción del Espíritu, para traernos la gracia salvadora del Señor.
Acudamos a Jesús con la parálisis y la muerte de nuestro pecado. Saltemos por encima de todas las barreras de nuestras dudas y prejuicios para llegar hasta los pies de Jesús. Allí siempre nos vamos a encontrar el amor, la acogida, el perdón, la gracia redentora. Vayamos con humildad, pero pongamos también mucho amor, como sucedería con la mujer pecadora, que aunque tenía muchos pecados, ponía también mucho amor.

jueves, 17 de enero de 2013


Reconozcamos con toda sinceridad que no estamos limpios

Hebreos, 3, 7-14; Sal. 94; Mc. 1, 40-45
La vida y la situación en la que estaban en la antigüedad los leprosos, como todos sabemos, era muy dura y difícil, aunque quizá tengamos que reconocer que esa discriminación ha llegado casi hasta nuestros días en el caso de la lepra, pero sigue siendo actual en otros muchos casos de discriminación y marginación. El leproso era un maldito, se le consideraba un ser impuro e inmundo, no podía convivir con el resto de personas ni siquiera de su familia, teniendo que vivir aislado de todo y de todos. Incluso si alguien se acercaba a él, tenía que gritarle que era un ser impuro para que nadie llegase a su cercanía.
Por eso nos resulta sorprendente el hecho de que este leproso llegara incluso a los pies de Jesús. Sorprendente pero al mismo tiempo admirable por su valentía y por su humildad. No esconde su mal, lo reconoce, pero tiene la confianza de que Jesús puede curarle. ‘Si quieres, puedes limpiarme’. Y ya hemos escuchado en el relato del evangelio lo que sucedió. Jesús lo cura, tocándolo incluso - qué calor humano sentiría aquel hombre al ver que incluso Jesús extendía su mano para curarle - y le manda que vaya a cumplir con lo prescrito por la ley para que se reconociese su curación y pudiera volver al seno de la comunidad y estar con los suyos.
Ya en esto que estamos comentando hay muchas cosas admirables. Y admirable es por parte de Jesús esa cercanía y esa curación, queriendo expresar también hasta donde llegaba el amor de Dios que habitualmente en aquella situación no era ejemplarizada por los hombres. Allí esta Jesús con el amor infinito de Dios. Allí está Jesús con su salvación y con su salud. Aquel hombre saldrá hecho un hombre nuevo de la presencia de Jesús.
Pero vamos a hacer una lectura para nuestra vida desde la postura valiente y humilde de aquel leproso que se acerca a Jesús. Ya lo hemos destacado, su valentía y su humildad. Podemos poner ambos valores y actitudes en un mismo bloque. Porque la valentía no fue solo atreverse a saltar todas las normas movido por su fe para acercarse a Jesús, sino que valentía hemos de ver también en la humildad de reconocer su situación.
Nos cuesta reconocer nuestras miserias y debilidades. Queremos quizá en la vida presentar una imagen muy resplandeciente de nosotros mismos aún cuando sabemos en nuestro interior que no es oro todo lo que brilla en nuestra vida, porque estamos muy llenos de miserias y oscuridades. El orgullo en ocasiones nos lo impide reconocer incluso ante nosotros mismos, no solo ante los demás, Nos queremos creer buenos, íntegros, santos, perfectos y nos puede no solo el orgullo sino la vanidad. Reconozcamos que incluso cuando vamos a confesar nuestros pecados muchas veces vamos mirando a ver cómo lo digo para que no parezca tan terrible y no se estropee la imagen que puedan tener de mí.
Hemos de comenzar por reconocer esa necesidad de salvación que todos tenemos, porque siempre somos pecadores. Seamos capaces de mirarnos a la cara a nosotros mismos para ver nuestros defectos, nuestros fallos, nuestras debilidades. Mientras no reconozcamos de verdad que no estamos del todo limpios porque hay miseria de pecado en nosotros no estaremos en auténtica disposición para recibir la gracia salvadora del Señor.
A lo más, en ocasiones, somos capaces de reconocer o decir que somos pecadores, pero de una forma ritual, mecánica en ocasiones, pero no llegamos a poner toda la sinceridad de nuestra vida. Que ese acto penitencial de reconocimiento de que somos pecadores con que siempre comenzamos nuestras celebraciones, en especial la celebración de la Eucaristía,  no sea algo mecánico meramente formal, sino que en ese momento con toda sinceridad reconozcamos que somos pecadores necesitados de la salvación y por eso venimos al encuentro con el Señor. Si lo hacemos así seguro que nuestra celebración no será una cosa rutinaria sino algo vivo, porque en verdad estaremos viviendo un encuentro de gracia con el Señor que viene a nosotros con su salvación.
Quiero, queda limpio’, le dijo Jesús y nos quiere decir a nosotros también.

miércoles, 16 de enero de 2013


Vámonos a otra parte para predicar también allí que para eso he venido

Hebreos, 2.14-18; Sal. 104; Mc. 1, 29-39
‘Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido’. Fue la respuesta de Jesús cuando le buscan en aquel amanecer. La tarde anterior mucha gente se había arremolinado ante la puerta cuando corrió la noticia de Jesús. Le traían muchos enfermos acosados de muchos males y a todos curó. Pero en la madrugada se fue al descampado a solas para orar. Allí le encuentran, porque ya muy de mañana hay mucha gente que le busca.
Sucedió entonces como sigue sucediendo hoy. Cuando acontecen cosas extraordinarias, cuando vemos cosas milagrosas allí acudimos en masa. Todos queremos ver; todos queremos saber; todos queremos sentirnos beneficiarios de esas cosas maravillosas. Entonces, como ahora también, muchas veces parece como que toda nuestra religiosidad y nuestra vida cristiana está solo fundamentada en milagros o cosas extraordinarias y si no hay esas cosas extraordinarias parece que se nos acaba la fe.
¿A qué ha venido a Jesús? ¿Qué es lo que realmente El quiere ofrecernos? ¿Solo milagros o cosas extraordinarias? Fijémonos bien en el evangelio. Hoy nos ayuda a reflexionar. Ha comenzado Jesús anunciando el Reino de Dios. Su principal misión es esa predicación para que en verdad nos convirtamos al Señor. Los milagros que realiza con signos que nos vienen a corroborar ese mensaje y a manifestarnos, es cierto, la grandeza y la maravilla del amor del Señor que quiere liberarnos de todo mal.
Pero ¿cuál fue su primer mensaje? Se acerca el Reino de Dios porque ya se ha cumplido el tiempo y hemos de convertir nuestro corazón al Señor poniendo toda nuestra fe en El. ‘Convertios y creed en la Buena Noticia’. Ahora, cuando le buscan porque han visto milagros, nos dirá que hay que ir a otro sitio porque tiene que predicar en otras partes ‘que para eso he venido’.
Es la Palabra que nos anuncia el Reino de Dios; es la Palabra que quiere llenarnos de vida nueva transformando nuestro corazón para que nunca más el mal domine en él; es la Palabra que suscita esperanza en nuestro corazón y nos enseñará a caminar caminos nuevos de más amor y de más justicia; es la Palabra que nos vivifica y nos salva, nos hace conocer a Dios y nos ayuda a comprender el verdadero sentido del hombre; es la Palabra que nos abre los ojos para que descubramos los valores nuevos por los que hemos de luchar y esforzarnos; es la Palabra que pondrá actitudes nuevas en nuestro corazón para que comencemos a amar con nuevo amor a los que están a nuestro lado y logremos caminos de entendimiento, de armonía, de paz, de buena convivencia, de alegría de la verdadera que nace de un corazón bueno y puro.
Es la Palabra que tenemos que escuchar y dejar que penetre hondo en nuestro corazón haciendo que nuestra vida sea tierra que haga fructificar esa semilla al ciento por uno. Jesús quiere enseñarnos y nosotros hemos de escucharlo con amor, con disponibilidad en el corazón para dejarnos transformar por la fuerza de su Espíritu. No siempre es fácil. Muchas veces buscamos más ese milagro fácil que nos soluciones nuestros problemas o nuestras necesidades antes que escuchar con atención sobre todo cuando esa Palabra que escuchamos nos va a pedir un cambio de vida, un cambio de actitudes, un cambio de comportamiento. Cuánto nos cuesta todo eso, pero es el camino que hemos de hacer.
Hoy Jesús con su ejemplo también nos está enseñando donde y cómo encontrar la fuerza para todo ello. El se fue de madrugada al descampado para orar. Sepamos retirarnos allá al interior de nuestra vida, haciendo silencio en nuestra alma, para orar al Señor, para escuchar al Señor. Estos días me encontré con esta frase como os ofrezco como resumen de lo ultimo que hemos dicho: ‘La oración es la llave que abre todas las puertas’.

martes, 15 de enero de 2013


Jesús se manifiesta como quien nos trae la salvación liberándonos del mal

Hebreos, 2, 5-12; Sal. 8; Mc. 1, 21-28
Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen’. Es la admiración que sienten las gentes de Cafarnaún por la presencia de Jesús en medio de ellos.
Jesús anuncia el Reino de Dios. Comenzaba invitando a la conversión y creer en la Buena Noticia que llegaba a ellos. Y la Buena Noticia, el Evangelio, está en la presencia de Jesús con su predicación y con sus obras. Era necesario creer en El. Lo que está anunciando lo está realizando al mismo tiempo. Es lo que vemos a lo largo de todo el evangelio: Jesús enseñando a las gentes y manifestando ese poder de Dios con las obras que realiza, con los milagros que son signos de esa liberación del mal.
Anunciar el Reino de Dios significa que hemos de reconocer y hemos de tener a Dios como el único Señor de nuestra vida. Jesús nos irá explicando luego con su predicación día a día todo lo que implica este reconocimiento del Reino de Dios, este reconocer que Dios es nuestro único Señor, pero al mismo tiempo ha de ir venciendo a quien se opone a ese reinado de Dios. Son los signos y señales que Jesús realiza; se manifiesta esto en el poder divino con el que El va realizando los milagros. Es una señal de ese Señorío único de Dios que ha de manifestarse en toda nuestra vida.
Jesús ha ido el sábado a la sinagoga de Cafarnaún a enseñar. Hoy no nos dice el evangelista en qué consistió su predicación pero podemos deducir fácilmente porque estamos en los primeros versículos del evangelio de Marcos que su predicación era el anuncio del Reino de Dios que llegaba que en versículos anteriores ya nos ha manifestado (lo escuchábamos ayer).
‘Se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados sino con autoridad’, nos dice el evangelista. No hablaba y enseñaba Jesús cosas aprendidas de memoria, podríamos decir, ni palabras que tomara de otro. Era Jesús la Palabra de Dios, el Verbo de Dios; es Jesús nuestro único Maestro a quien tenemos que escuchar. Nadie podía hablarnos las cosas de Dios mejor que El porque es la revelación de Dios, la manifestación en carne mortal del amor infinito de Dios. ¿Cómo no se iba a expresar con autoridad?
Pero la autoridad se expresaba también en las obras que realizaba. ‘Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo’. Alguien poseído por el maligno. Si Jesús anunciaba que Dios es nuestro único Señor, ¿cómo podía aquel hombre estar poseído por el  mal? Lo expresa la propia reacción de aquel hombre que estaba poseído por el maligno. ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Quieres acabar con nosotros? Sé quien eres: el Santo de Dios’. Y ya hemos escuchado Jesús lo liberó del mal. De ahí la admiración de las gentes. Allí estaba el Salvador; allí estaba quien nos traía la salvación.
Nosotros queremos escuchar a Jesús; queremos seguir su camino para llegar a vivir desde lo más profundo de nosotros la realidad del Reino de Dios. Con gozo y esperanza queremos estar unidos a Jesús. Jesús nos pedía creer en El y en su Buena Noticia y convertir nuestro corazón a Dios para que El sea el único Señor de nuestra vida. Es lo que tenemos que ir haciendo en nuestra vida cada día. Por eso es importante el crecimiento y maduración de nuestra fe. Pero que no se quede en palabras, que lleguemos a esa transformación del corazón y se vaya manifestando en las obras de santidad de nuestra vida.
Por eso con humildad nos acercamos a Jesús cada día para escuchar su Palabra y para llenarnos de su vida. Quien quiere seguir a Jesús y quiere llevar el nombre de cristiano ha de querer vivir siempre muy unido a Jesús. Muchas veces nos cuesta mantener esa unión porque se nos mete el mal en el corazón, nos dejamos arrastrar por la tentación y caemos tantas veces en el pecado que nos aleja del Señor. Por eso hemos de estar siempre vigilantes para no dejarnos seducir. Por eso le pedimos al Señor que venga a nosotros con su salvación y nos vaya liberando de ese mal. Es la oración que cada día hacemos pidiendo que no nos deje caer en la tentación y nos libre de todo mal.

lunes, 14 de enero de 2013


El alimento de la Palabra que cada día nos pone en disponibilidad para seguir a Jesús

Hebreos, 1, 1-6; Sal. 96; Mc. 1, 14-20
Iniciamos hoy el tiempo ordinario y comenzamos un nuevo ritmo de lecturas de la Palabra de Dios en las Eucaristías de los días feriales. En este año impar en la primera lectura comenzaremos por la carta a los Hebreos, mientras en el evangelio iniciamos el evangelio de san Marcos de una forma continuada.
Es el alimento de la Palabra de Dios que cada día vamos recibiendo para iluminar nuestra vida, para ir haciéndonos crecer en nuestra fe mientras vamos avanzando en el conocimiento del Misterio de Dios. Cuando estos días pasados de la Epifanía escuchábamos esa manifestación que se iba haciendo de Jesús uno de los aspectos en los que nos fijábamos era como Cristo que sentía lástima de las multitudes que le seguían porque andaban como ovejas sin pastor, se ponía a enseñarles alimentándolos con la Palabra del Señor. Es lo que queremos nosotros ir haciendo ahora, alimentarnos de Dios que no solo se nos da en la Eucaristía sino que también la Palabra es un banquete de vida al que El nos invita para que vayamos a El.
‘En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo’. Así comienza la carta a los Hebreos que iniciamos hoy. El Dios que nos ha creado nunca se ha desentendido del hombre. Nos creó y puso su obra creadora en neustras manos pero no es sólo que el hombre haya buscado a Dios y haya querido comunicarse con El, sino que es Dios mismo el que se adelante para venir hasta el hombre y hablarle manifestándonos su amor.
En un versículo casi nos hace un resumen de la historia de la salvación cuando nos dice que  nos ha hablado de muchas maneras y en distintas ocasiones y nos ha manifestado su voluntad por los profetas. Recordamos así toda la historia del Antiguo Testamento, pero podemos recordar a tantos hombres de Dios que a lo largo de la historia nos han ayudado a acercarnos a Dios en cualquier tiempo o en cualquier momento de nuestra vida. Pero la plenitud de la revelación la tenemos en Jesús. ‘En esta etapa final nos ha hablado por el Hijo’. Va a ser el centro de todo el mensaje de la carta a los Hebreos, que más que carta es como una hermosa homilía o reflexión que nos ha quedado en la Palabra de Dios.
Es Jesús esa Palabra de Dios, esa revelación en plenitud de Dios, esa manifestación gloriosa de lo que es todo el amor de Dios. Hemos estado celebrando en estos días todo el misterio de su encarnación y nacimiento. Ahora iremos dando pasos a lo largo de todo el año litúrgico en esa profundización en el conocimiento del misterio de Jesús y de su salvación.
Es el Jesús que nos anuncia el Reino de Dios, como hoy escuchamos en el evangelio, y que fue su primer mensaje, su primera predicación. Reino de Dios que hemos de aceptar convirtiendo nuestro corazón a Jesús. ‘Se ha cumplido el plazo’, nos dice Jesús en el Evangelio. Es la etapa final de la que nos ha hablado la carta a los Hebreos.
‘Está cerca el Reino de Dios: convertios y creed la Buena Noticia’. Esa Buena Noticia, ese Evangelio es Jesús que llega, es el Reino de Dios que ha de instaurarse en nuestra vida. Hemos de creer en esa Buena Noticia, darle importancia, acogerla en nuestro corazón aunque eso signifique que muchas cosas tenemos que renovar en nuestra vida. Por eso Jesús nos habla de conversión. Si es Buena Noticia es porque es algo bueno y algo nuevo. Ahí está la novedad del Evangelio de Jesús que siempre es vida y salvación para nosotros. En cada momento de nuestra vida necesitamos de esa salvación, de esa renovación de nuestra existencia.
Es la primera disponibilidad que nos pide Jesús para seguirle, creer en El. Luego vendrá el momento, como el de aquellos pescadores de Galilea, que cuando Jesús invita a seguirle habrá disponibilidad también para dejarlo todo por seguirle. ¿Tendremos nosotros la fe y la disponibilidad de aquellos primeros discípulos?

domingo, 13 de enero de 2013


En el Bautismo de Cristo en el Jordán se reveló que era el Hijo amado del Padre

Is. 42, 1-4.6-7; Sal. 28; Hechos, 10, 34-38; Lc. 3, 15-16.21-22
‘Viene el que puede más que yo… El os bautizará con Espíritu Santo y fuego’. Juan estaba allá junto al Jordán. ‘El pueblo estaba en expectación y se preguntaban si no sería Juan el Mesías’. El bautizaba con agua. Pero allí está Jesús que también ha venido. ‘En un bautismo general, también Jesús se bautizó’.
Lo estamos celebrando hoy como culminación de todas las fiestas de la Navidad y la Epifanía. Jesús se ha ido manifestando. Es la fiesta del Bautismo del Señor. Los ángeles, los pastores; la estrella, los magos de Oriente son rayos de luz que nos han ido manifestando a Jesús. Durante esta semana de la Epifanía hemos ido escuchando las diferentes reacciones de aquellos que iban conociendo a Jesús que se nos ha ido manifestando como luz, como alimento, como presencia salvadora junto a nosotros, como el que nos libera y nos trae la gracia y el perdón. Hemos ido escuchando las confesiones de los primeros discípulos en ese camino de ir conociendo a Jesús. Hoy será la voz del cielo.
‘Mientras Jesús oraba después del bautismo, se abrió el cielo, nos dice el evangelista, y bajó el Espíritu Santo sobre El en forma de paloma y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’. Quien estaba allí, Jesús que había venido de Nazaret, era quien estaba lleno del Espíritu de Dios; la voz del Padre desde el cielo nos lo está señalando; no son las voces humanas que puedan ir confesando lo que van descubriendo en Jesús.
Es la revelación de Dios, es la voz del cielo. Quien está allí es el Hijo amado de Dios que en tanto amor que Dios nos tiene nos lo ha enviado para ser Dios con nosotros, para ser Emmanuel. ‘En el Bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que El era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo’, hemos confesado en la oración litúrgica.
Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como luego nos lo señalara el Bautista, que se había querido someter a aquel bautismo de Juan porque se había querido hacer en todo semejante a nosotros - era uno de tantos en medio de aquella fila de los que se sentían pecadores y querían bautizarse como una señal de su arrepentimiento y conversión - y, aunque en El no había pecado, había cargado con todos nuestros pecados, allí estaba siendo señalado desde el cielo como el Hijo amado de Dios y como  nuestro Mesías Salvador. Es el Ungido del Señor.
‘Hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio de tu Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en El al Mesías, enviado para anunciar la salvación a los pobres’.
Como expresaremos también en el prefacio ‘en el bautismo de Cristo en el Jordán has realizado signos prodigiosos para manifestar el misterio del nuevo Bautismo’. A partir de entonces ya no sería simplemente un bautismo de agua como el que Juan realizaba allí con los pecadores, sino que sería ya para siempre el Bautismo en el Espíritu Santo y fuego. ‘El os bautizará con Espíritu Santo y fuego’ había dicho el Bautista. Allí ya se había manifestado el Espíritu Santo sobre Jesús.
Desde entonces cuando nos bautizamos en el nombre de Jesús, porque de verdad nos convirtamos a El, porque confesemos con toda nuestra vida nuestra fe en El, vamos a recibir el Espíritu Santo que nos trasforma y nos renueva y nos llena de nueva vida. Es el fuego renovador que todo lo purifica y nos limpia y arranca de nuestro pecado para entrar en los caminos de la gracia y de la salvación. Es el agua salvadora que nos purifica y nos llena de vida haciendo surgir en nuestro corazón esa agua viva, esa vida nueva que nos hace participes de la vida de Dios haciéndonos a nosotros también hijos de Dios.
También baja sobre nosotros el Espíritu del Señor en el bautismo que en el nombre de Jesús recibamos y ya escucharemos para siempre la voz del Padre que nos llama hijos; también nosotros somos los hijos amados de Dios. Es la dicha y el gozo que podemos sentir en nuestro corazón; es la dicha que nace en nosotros por la fe que vivimos, por la fe que profesamos, por la fe que compartimos y trasmitimos también a los demás.
Hoy es un día para dar gracias a Dios. Maravilla de revelación que nos da a conocer a su Hijo, lleno del Espíritu Santo. Hoy hemos de dar gracias a Dios por el nuevo Bautismo que nos ha dado que nos hace partícipes de su vida divina. Gracias porque nos llama a nosotros hijos también y lo somos, como diría san Juan en sus cartas. Gracias porque sobre nosotros también en nuestro Bautismo se derrama el Espíritu en nuestra vida para purificarnos y para vivificarnos, para llenarnos de nueva vida y para hacernos caminar por caminos de gracia y de santidad.
Es un momento propicio para considerar la grandeza y maravilla del Bautismo que hemos recibido. Recordarlo y renovarlo. El sacramento que hemos recibido no se puede quedar como un rito que recibimos en nuestra niñez y como si fuera algo que se quedó atrás en el tiempo. Hemos de vivir nuestra condición de bautizados lo que entraña esa santidad que ha de brillar en nuestra vida.
Fuimos ungidos también con el Espíritu, con el crisma santo, y ahora hemos de vivir como unos consagrados, hemos de vivir una vida santa. Y eso tenemos que irlo realizando en el día a día. Como ungidos somos otros ‘cristos’; así hemos de imitar a Cristo en nuestra vida, dejarnos transformar por El. ‘Concédenos poder transformarnos interiormente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en humanidad’, pedíamos en la oración. El Espíritu del Señor está en nosotros y hará posible esa transformación. Por eso es necesario dejarse conducir por el Espíritu, sentirse lleno del Espíritu divino que nos santifica y que nos hace vivir como hijos de Dios.