lunes, 16 de diciembre de 2013


Humildad, sinceridad, autenticidad para acercarnos a Dios

Núm. 24, 2-7.15-17; Sal. 24; Mt. 21, 23-27
La sinceridad en la vida o por el contrario la mentira o la falsedad son un valor y un contravalor que bien pueden definirnos a la persona y su madurez en la vida. La mentira es mucho más que decir una cosa por otra, una palabra por otra, sino que puede ser una actitud profunda que dejemos meter dentro de nosotros que denota esa falta de autenticidad y veracidad en lo que somos o en lo que hacemos.
Una de las alabanzas que incluso sus enemigos reconocerán de Jesús en alguna ocasión es su veracidad y su autenticidad, por así se manifiesta siempre en su relación a los demás no actuando por miedos ni conveniencias, sino mostrando siempre la sinceridad de su vida. En los cortos versículos que hoy hemos escuchado en el Evangelio Jesús viene a denunciar la falsedad, la falta de autenticidad, la hipocresía con que incluso se manifiestan ante Dios, en quien no hay engaño ni a quien podemos engañar porque nos conoce desde lo más hondo de nosotros mismos.
Le reclaman a Jesús la autoridad con que realiza lo que hace - en este caso es después del episodio de la expulsión de los mercaderes del templo -  pero Jesús que quiere desenmascarar la malicia que anida en el corazón de aquellos sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, les responde a su vez haciéndoles una pregunta sobre el sentido del bautismo de Juan. Es aquí donde se ponen a cavilar que respuesta mejor pueden dar, pero temen ser sinceros, temen lo que las gentes puedan opinar de ellos y optan por no dar ninguna respuesta. No fueron sinceros, auténticos, querían guardar las apariencias ante aquellos que les rodeaban lo que en el fondo es una hipocresía. Jesús no les responde tampoco.
Pero pensemos en nosotros; podríamos pensar en nuestra relación con los demás,  en la sinceridad o no con que nosotros nos mostramos ante los demás porque muchas veces también queremos guardar las apariencias, para que no piensen mal de nosotros, para que no descubran la verdadera realidad de nuestra vida; queremos mantener el tipo; cuántos miedos y cobardías. 
Pero tenemos que pensar en cómo nos presentamos nosotros ante Dios, con qué sinceridad nos ponemos ante El; cuántas promesas que no son sinceras y que sabemos que no vamos a cumplir; cuantos propósitos que se nos quedan en palabras porque realmente nosotros no ponemos verdadero empeño en hacer aquello que prometemos de ser mejores, de tener mejores actitudes, o de poner todo lo necesario para alejarnos de la tentación y del pecado.
Le reclamamos a Dios y nos quejamos incluso de que no nos escucha, cuando  nosotros no vamos con toda sinceridad ante Dios.  Una sinceridad que ha de partir de una auténtica humildad, para reconocer nuestra debilidad, nuestros fallos, incluso nuestro desamor y nuestro pecado. Una sinceridad para reconocer los dones de Dios, alejando de nosotros todo orgullo y vanidad; nos sentimos pequeños y hemos de reconocer ese actuar de Dios en nuestra vida con su gracia.
Qué buenos somos y cuántas cosas sabemos hacer, nos decimos tantas veces, olvidando lo que es el actuar de la gracia de Dios en nuestra vida que nos capacita y nos da fortaleza para lo bueno que tenemos que hacer. Esa humildad y sinceridad que nos ha de llevar a dejarnos hacer por Dios, a dejarnos conducir por El, porque muchas veces podemos tener la tentación de creemos que  nosotros si sabemos lo que tenemos que hacer  no necesitamos de esa inspiración del Señor. Esa humilde sinceridad nos ha de llevar siempre a dar gracias a Dios por cuantas maravillas va realizando en nuestra vida.

En este camino de Adviento, camino de esperanza pero camino de renovación de nuestra vida estos aspectos merece también que los revisemos, porque en ese camino del Señor que queremos recorrer para ir a su encuentro muchos valles y colinas tenemos que allanar y muchos senderos que enderezar. 

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