domingo, 5 de mayo de 2013


No  nos puede faltar la alegría de Cristo resucitado

Hechos, 15, 1-2.22-29; Sal. 66; Apoc. 21, 10-14.22-23; Jn. 14, 23-29
‘Continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado’, pedíamos en la oración de la liturgia de este día. No puede decaer nuestra alegría; no puede decaer nuestro fervor y entusiasmo, aunque hayan pasado cinco semanas del domingo de la Pascua. Es algo grande y maravilloso lo que celebramos y no se puede enfriar nuestro espíritu. Tenemos que seguir viviendo el espíritu de la Pascua, ahora de una manera intensa en el tiempo pascual, pero el espíritu pascual que ha de acompañarnos a lo largo de toda nuestra vida.
Por eso pedíamos que ‘los misterios que estamos recordando - celebrando - transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras’. Como decíamos, no celebramos la Pascua como algo ajeno a nosotros y a nuestra vida. Es algo que nos afecta profundamente. No era una simple tristeza por ver a alguien que sufría lo que vivíamos en los días de la pasión. Contemplábamos un misterio inmenso donde se estaba manifestando el amor de Dios que venía con su salvación que llegaba a su expresión más gloriosa cuando celebrábamos a Cristo resucitado.
Pero, ¿en qué consistía esa salvación? ¿algo como que se añadía a nuestra vida como si fuera algo así como un adorno o algo superpuesto exteriormente? De ninguna manera. La salvación que Jesús nos ofrece transforma totalmente nuestra vida desde lo más hondo de nosotros mismos. Estábamos envueltos y sumergidos en el pecado y la muerte y Jesús con su pascua nos arranca de esa muerte, dando muerte al pecado, para llenarnos de una vida nueva. Nos sentimos transformados en la resurrección a vivir una vida nueva.
Vivir esa vida nueva, esa salvación es un abrirnos a Dios para sumergirnos en Dios y para llenarnos de Dios; es un abrirnos de Dios para entrar en una órbita nueva que es la del amor, porque es el amor de Dios que se derrama sobre nosotros de manera que quedamos inundados de él y ya no sabremos vivir sino para el amor. Será el sentido nuevo de nuestra vida, de nuestro vivir. Ya no podremos vivir de otra manera sino amando y no con un amor cualquiera, como escuchábamos y reflexionábamos el pasado domingo, sino con un amor como el que Dios nos tiene, como el amor que nos tiene Jesús que le ha llevado a esa entrega suprema de amor que fue su pascua, su muerte en la cruz.
Nos sentimos transformados y ¡de qué manera! Sí, nuestra vida tiene que ser distinta. Fijémonos en las palabras de Jesús hoy en el evangelio. ‘El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él’. Dios que hace morada en nosotros. ¡Qué maravillosa y misteriosa revelación! Dios ya no está lejos, ni siquiera cerca de ti, está dentro de ti. No lo vamos a buscar en lugares extraños, en hechos extraordinarios o acontecimientos especiales o espectaculares. No necesitaremos subir a la montaña como Moisés en el Sinaí, ni irnos al desierto como Elías. Dios está dentro de ti, porque hace morada en ti. Allí donde vayas, Dios sigue estando en ti.
Esto tan maravilloso es algo que no terminamos de asumir plenamente para vivirlo con toda intensidad. Cuando en el Bautismo nos unimos a Cristo, como hemos recordado tantas veces, Dios comenzó a habitar en nosotros. Recordemos que decimos que desde nuestro Bautismo somos morada de Dios y templo del Espíritu Santo. El Bautismo significa un sí tan grande a Cristo que así transforma totalmente nuestra vida. No es un simple rito que realicemos. Es algo profundo lo que se realiza en nuestra vida. A través de ese signo del sacramento le estamos dando toda nuestra fe y nuestro amor de manera que ya toda nuestra vida no ha de hacer otra cosa que buscar la gloria de Dios realizando su voluntad en  nosotros. Y entonces nos sentimos amados de Dios de tal manera que Dios viene a habitar en nosotros, como nos está diciendo Jesús hoy en el evangelio.
Pero esto es algo que no podemos olvidar fácilmente, porque está comprometiendo nuestra vida para siempre. ¡Qué santa tiene que ser nuestra vida cuando somos conscientes de cómo Dios habita en nosotros! Muchas conclusiones podríamos sacar. Es cierto que estamos llenos de debilidades y el pecado nos acecha, pero ya Jesús nos ha prometido el Espíritu que será nuestra sabiduría y nuestra fortaleza. ‘El Espíritu, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho’.
Cuando vamos viviendo todo esto una paz nueva llena nuestro corazón. Podrá haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará la paz. Nos sentiremos tentados y zarandeados por el enemigo malo que se nos puede manifestar de muchas formas - muchas veces en la oposición que podamos encontrar en un mundo adverso que nos rodea que nos puede hacer pasar por malos momentos de incomprensión o de muchas cosas en contra, o los problemas con que nos vamos enfrentando en nuestra vida, enfermedades, limitaciones, etc. - pero tenemos la paz de Cristo con nosotros, en nuestro corazón.
‘La paz os dejo, la paz os doy; no os la doy como la da el mundo, pero que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde’, nos dice Jesús. Porque esa paz no es algo que nos sea impuesto como muchas veces sucede con las cosas y estilos del mundo, sino que aun en los conflictos tenemos paz, porque tenemos la seguridad de que Dios está con nosotros y su Espíritu es nuestra fuerza.
Todo esto que estamos reflexionando desde la Palabra del Señor proclamada en este sexto domingo de Pascua puede sernos también iluminador para esta jornada que estamos celebrando en nuestra Iglesia de España con la Pascua del Enfermo. Y es que un enfermo que vive en cristiano, por decirlo de alguna manera, su enfermedad siente de forma intensa ese paso de Dios por su vida ahí en sus propios dolores, limitaciones y sufrimientos. Su propia enfermedad puede ser verdaderamente un sacramento de Dios para su vida.
¿Cómo podemos entenderlo? Recorramos las páginas del evangelio y veremos a Jesús junto a los enfermos y a cuantos sufren y siempre la presencia de Jesús es motivo de paz, de salud y de salvación. Con fe acuden a Jesús con sus males y dolencias y la mano de Jesús se va posando sobre ellos para llenarlos de vida y de esperanza. Muchos sanarán incluso físicamente de sus enfermedades corporales, pero todos se sanarán desde lo más hondo de sí mismos porque en ellos se despierta la fe, renace la esperanza y aparece la paz y el amor en sus corazones. Jesús va siempre repartiendo vida y perdón, gracia y paz, y los corazones se llenan de fortaleza y esperanza.
Es lo que en esta pascua del enfermo de manera especial queremos celebrar y vivir. ‘La paz os dejo, la paz os doy…’ nos sigue diciendo hoy Jesús. Y como decíamos antes, podrán haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará la paz; podrán sufrir nuestros cuerpos o vernos muy limitados por nuestras debilidades o los muchos años, pero teniendo a Cristo con nosotros y dejándonos inundar por su amor, estaremos llenos siempre de paz, porque Dios habita en nuestros corazones. Y entonces sabremos darle sentido a nuestro sufrimiento y sabremos unirnos a la pascua del Señor ofreciendo también nuestra vida en bien de la iglesia y para la gloria de Dios.
Es lo que hoy queremos celebrar. Que ‘los misterios que estamos celebrando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras’, en la vida de cada día.

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