domingo, 17 de marzo de 2013


La misericordia divina y el perdón llenan de esperanza el corazón del pecador

Is. 43, 16-21; Sal. 125; Flp. 3, 8-14; Jn. 8, 1-11
Si digo para comenzar que el evangelio que hoy hemos proclamado y, aún más, todos los textos de la Palabra proclamada nos llenan de esperanza quizá alguien me pueda decir que me repito y que una vez más vuelvo a la misma cantinela. Pero os digo que no es una cantinela repetida sino que es lo que yo siento en mi mismo cuando escucho y trato de rumiar en mi interior la Palabra que el Señor hoy ha querido decirnos. ¿No se lleno de esperanza y de ansias de vida nueva el corazón de aquella mujer que no fue condenada por Jesús sino todo lo contrario recibió su generoso perdón?
Claro que hemos de reconocer que el mensaje de la Palabra de Dios escuchado allá en la sinceridad más honda de nuestro corazón siempre ha de suscitar esperanza. ¡Cómo no al sentirnos amados y perdonados por Dios! ¡Cómo no al sentir que se nos libera del peso de nuestra culpa confiando en que en verdad podemos enmendarnos y comenzar una vida nueva! Es la salvación más profunda que el Señor quiere ofrecernos en su amor.
‘Mirad que está brotando algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?’, nos decía el profeta. Y habla de caminos en el mar, de sendas en medio de aguas impetuosas, de caminos por el desierto o de ríos en el yermo. Pero nos dice que no miremos para detrás, que no miremos lo antiguo aunque pudiéramos recordar que un día el Señor les hizo atravesar el mar Rojo y el Jordán, y los condujo por el desierto hasta la tierra prometida. Es algo nuevo lo que se nos anuncia. Por eso les dice ‘no recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo’, no os quedéis pensando en esa cosas de otro momento sino de lo nuevo que se abre ante vuestros ojos.
Y el profeta hablaba en primer término de la liberación de la cautividad y de la vuelta del destierro; pero la mirada del profeta estaba puesta en un horizonte más futuro, porque podemos leerla con sentido mesiánico. El Bautista recogería esas imágenes para preparar la llegada del Mesías. No es necesario repetir ahora lo que tantas veces hemos escuchado en labios del Bautista.
Pero es a nosotros también a quien nos está diciendo que no miremos atrás, que se abren caminos nuevos delante de nosotros para nuestra vida. Y eso llena de esperanza. No nos quedemos simplemente contemplando la situación por la que pasamos con todos los males en los que nos vemos envueltos; no  nos quedemos en mirarnos a nosotros mismos para vernos hundidos y sin esperanza; no nos quedemos en lloros de plañidera por las cosas por las que pasamos y quizá no sabemos o no podemos resolver; no nos quedemos en que nuestra vida está llena de miseria por nuestros pecados. Son muchas las cosas que podríamos mirar. Ante nosotros, sin embargo, se nos abren caminos nuevos a pesar de esos desiertos y negruras, a pesar de esas sequedades o de esa aridez de nuestra vida.
El evangelio que se nos ha proclamado nos ayuda a levantar esa esperanza en nuestro corazón. ¿Cómo se sentiría aquella mujer cuando la empujan ante Jesús y ya la están condenando a morir apedreada por su pecado? ¿Cómo se sentiría al final cuando Jesús le dice ‘yo no te condeno, anda y en adelante no peques más’? Una vida nueva se abría ante ella.
Allí está tirada en medio de aquellos que vociferan condenándola, aunque realmente a quien querían en verdad condenar era a Jesús; ya sabemos sus intenciones. Está allí, es cierto, con su miseria, con su pecado, perdida la esperanza y temiendo lo peor porque en cualquier momento podían comenzar a caer las piedras sobre ella. Bastaba el más pequeño gesto. Pero con Jesús los gestos van a ser diferentes.
No podía ser de otra manera en quien comía con publicanos y pecadores, acudía tanto a la mesa del orgulloso fariseo buscando un cambio en el corazón o a la mesa del publicano Zaqueo para quien la presencia de Jesús en su casa significó el amanecer de un día nuevo porque allí llegó la salvación; no podía ser de otra manera en quien se había dejado lavar los pies por una pecadora o nos hablaría del amor y del perdón, del amor a los enemigos y de perdonar no siete veces sino setenta veces siete; no podía ser de otra manera en quien un día iba a decir ‘perdónalos porque no saben lo que hacen’ y le diría al ladrón arrepentido ‘hoy mismo estarás conmigo en el paraíso’.
Ya hemos escuchado con detalle en el evangelio los gestos y palabras de Jesús. La misma postura que un día tuvieron los que criticaban a Jesús porque comía con publicanos y pecadores es la de los que ahora vienen juzgando y condenando. ‘El que esté sin pecados que tire la primera piedra’, es la respuesta de Jesús ante sus preguntas y exigencias. Jesús no entra en la lógica ni en el juego de los acusadores. Jesús viene a ofrecernos algo nuevo. Jesús viene a salvar al hombre, viene a salvar a la persona. La sangre que El va a derramar no es para condenar sino para hacer un hombre nuevo, porque nos trae vida nueva.
Cuando todos desfilan y se quedan solos aquella mujer y Jesús frente a frente, las palabras de Jesús para aquella mujer no pueden ser sino palabras de vida, palabras que a nosotros nos llenan de esperanza también. ‘¿Nadie ha sido ahora capaz de condenarte? Pues yo ahora tampoco te condeno…’ vete, comienza una vida nueva, una vida regenerada, la vida que nace de la misericordia divina. Para eso había venido Jesús. La misericordia y el perdón siempre nos llenan de esperanza.
Nos miramos a nosotros y nos vemos, es cierto, envueltos en nuestras miserias, en nuestros problemas, en tantas y tantas carencias fruto de nuestra limitación o de nuestra debilidad, pero podemos comenzar una vida nueva, podemos comenzar algo nuevo. Nos invita hoy la Palabra del Señor a mirar hacia adelante. ‘Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?’, que nos decía el profeta. Siempre se pueden abrir caminos nuevos, pueden surgir esos ríos en la estepa de nuestra vida con la gracia que nos llena de fecundidad para las obras buenas. El Señor nos ofrece el agua viva de su gracia para apagar nuestra sed, para llenarnos de vida, para que comencemos también a hacer mejor nuestro mundo.
No caben ya los juicios ni las condenas; no podemos ya nunca más comenzar a tirar piedras de condenación a los demás. No podemos seguir mirando para detrás con desconfianza para mantenernos en prejuicios, ni para juzgar ni condenar ¿Quién soy yo para juzgar a mi prójimo? Nuestra misión al ir repartiendo misericordia es ir tendiendo las manos, no para tirar piedras, sino para ayudar a levantarse al hermano, ayudar a poner nueva ilusión en su vida rota porque es posible una vida distinta y mejor.
Nosotros hemos de ser también siempre los hombres y mujeres de la misericordia y del perdón porque de la misma manera que nosotros nos sentimos amados y perdonados por el Señor así hemos de hacer con los que están a nuestro lado. La Iglesia siempre tiene que mostrarse como la madre de la misericordia a imagen de Jesús que siempre cree y espera en el hombre nuevo que va a nacer del perdón que nos regala el Señor.
Que sepamos tender siempre las manos para dar ánimos a los que encontramos sin esperanza al borde del camino; tender siempre las manos para consolar a los que están tristes o con el corazón muy lleno de sufrimientos; tender manos cariñosas para hacer que todos se sientan queridos; tender manos y sonrisas que llenen de alegría y esperanza los corazones.
Lo que siempre tiene que vencer es el amor;  y con el amor la palabra buena, y el perdón y la comprensión, la alegría y la esperanza. De una cosa siempre podemos estar seguros y es que el Señor nos busca porque nos ama para regalarnos su misericordia y su perdón.

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