sábado, 24 de noviembre de 2012


Estos son mis dos testigos que están en la presencia del Señor

Apoc. 11, 4-12; Sal. 143; Lc. 16, 9-15
Ayer tarde en una reunión a partir de una oración en común que hacíamos y partiendo de unos textos que se n os ofrecían, alguien me preguntaba por qué la gente bloquea a la Iglesia. En principio no entendía el sentido de la pregunta pero al irse explicando la persona que hacía la pregunta el sentido era por qué la gente se opone o rechaza a la Iglesia, lo que dice o lo que enseña.
Fuimos comentando luego y tratando de explicarnos de alguna manera el por qué de esos bloqueos, como decía la persona, y veíamos cómo cuando nos enseñan lo bueno se contrasta claramente quizá nuestras actitudes, nuestras posturas o nuestros actos no tan buenos; cuando se presentan delante de nosotros testigos del bien y de lo bueno, ese testimonio puede herir, por decirlo de alguna manera, y denunciar lo malo que pueda haber en nosotros y una postura fácil y pronto que pueda surgir es el rechazo, la descalificación o el tratar de acallar aquello bueno que se convierte en denuncia del mal que haya en nosotros. Molesta la Iglesia, molesta el evangelio, molestan los testigos del bien y de la verdad.
Al escuchar este texto de la Palabra de Dios tomado del Apocalipsis que hoy se nos ha proclamado veo una iluminación para lo que antes decíamos, porque fue lo que le sucedió a aquellos dos testigos de los que nos habla el texto sagrado. ‘Estos son mis dos testigos, los dos olivos y las dos lámparas que están en la presencia del Señor de la tierra’, nos decía el texto; y nos daba las características de aquellos dos pilares del Antiguo Testamento, que fueron Moisés y Elías como signos y emblemas de la Ley y los Profetas.
Pero seguía diciéndonos proféticamente el texto sagrado, ‘cuando terminen su testimonio, la bestia que sube del abismo les hará la guerra, los derrotará y los matará’. Es la lucha y la oposición del maligno a los testigos del bien y de la verdad. Es lo sucedido en todos los tiempos en que los buenos son perseguidos y a los que nos anuncian el evangelio con su palabra y con su vida tratan de acallarlos.
Es la razón de las persecuciones que han sufrido los cristianos de todos los tiempos y que hoy se sigue padeciendo en el corazón de la Iglesia y en tantos lugares del mundo. No es el discípulo mayor ni mejor que su maestro y si a Jesús lo llevaron hasta el calvario y la cruz, lo mismo les sucederá a los testigos de Jesús. Es lo que de manera simbólica trata de describirnos el Apocalipsis.
Pero la victoria del mal no es definitiva, como no fue definitiva la muerte de Jesús en la Cruz porque contemplamos y celebramos al Resucitado, al Señor de la vida y triunfador del pecado y de la muerte en su resurrección. De eso sigue hablándonos hoy el Apocalipsis. ‘Al cabo de tres días y medio, un aliento de vida mandado por Dios entró en ellos y se pusieron en pie en medio del terror de todos los que lo veían’.
Por eso decimos y repetimos que el libro del Apocalipsis es un libro de esperanza, nos alienta en medio de nuestras tribulaciones y persecuciones, porque sabemos que con nosotros estará siempre la victoria de Cristo resucitado porque nosotros estamos también llamados a la resurrección y a la vida. La fuerza del Evangelio que es la fuerza de la vida y de la gracia alcanzará su triunfo y podremos disfrutar del Reino de Dios en plenitud.
Seamos testigos sin ningún temor. No podemos callar lo que hemos visto y oído, como decían los apóstoles cuando les prohibían hablar del nombre de Jesús. No podemos callar aquello que hemos vivido y a nosotros también nos ha llenado de vida. No será fácil nuestro testimonio, pero la gracia del Señor está siempre con nosotros. Seamos siempre valientemente testigos de Jesús y el evangelio.

viernes, 23 de noviembre de 2012


Al paladar dulce como la miel, en el estómago sentirás ardor

Apoc. 10, 8-11; Sal. 118; Lc. 19, 45-48
Es habitual que los profetas nos hablen con imágenes y comparaciones para expresarnos toda la hondura y riqueza que tiene la Palabra del Señor que quieren trasmitirnos. Jesús, como conocemos bien, en el evangelio emplea frecuentemente parábolas para hablarnos del Reino de Dios. No nos quedamos en la literalidad de la imagen o de la comparación sino en el mensaje hondo que quieren trasmitirnos. Así también el Apocalipsis que estamos escuchando en estos días está lleno de imágenes y comparaciones muchas veces tomadas de los profetas de Antiguo Testamento.
Es el caso de la imagen que hoy se nos presenta que nos traslada con toda fidelidad lo que el profeta Ezequiel ya nos había presentado. ‘Ve a coger el librito abierto de la mano del ángel… cógelo y cómelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor’.
Ya se nos había hablado del rollo que nadie podía abrir, pero que el Cordero tomó de la mano del que estaba sentado en el trono y lo abrió para nosotros. Ahora ese libro ha de ser comido. La imagen del comer tiene en sí misma precioso significado. Es asimilar, es hacer vida de sí mismo aquello que se come, es alimentarnos para tener vida, quiere expresar también una unión muy profunda.
¿Qué contiene ese librito? Es la profecía, es la revelación, es la Palabra de Dios, es el mandamiento del Señor, es el camino que hemos de seguir y vivir. Y nos dice ‘al paladar será dulce como la miel’; y ese mismo concepto lo hemos ido repitiendo en el salmo: ‘Qué dulce al paladar tu promesa… es mi alegría el camino de tus preceptos… son mi delicia… mis consejeros. Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata… más dulce que la miel en la boca… la alegría de mi corazón’.
Cuando con fe acogemos y aceptamos el mandamiento del Señor así nos sentimos dichosos y felices. Es la dicha y el gozo de escuchar al Señor y poner en práctica sus palabras. Ya nos lo había dicho desde el principio a manera de bienaventuranza: ‘dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de esta profecía y tienen presente lo que en ella está escrito, porque el plazo está cerca’. Es la riqueza de la Palabra del Señor que es nuestro gozo y nuestra alegría. ‘Más dulce que la miel en la boca’, que nos repite hoy. ‘Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’, había dicho un día Jesús.
Pero hoy nos dice también la profecía del Apocalipsis que ‘en el estómago sentirás ardor’. ¿Qué nos quiere decir?  Hoy terminará diciéndonos que ‘tienes todavía que profetizar contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reinos’. Profetizar es decir y proclamar la Palabra; profetizar es dar testimonio y convertirnos en testigos. Nuestra vida tiene que ser profecía; nuestra vida ha de ser la de un testigo. Testigos frente al mundo que nos rodea; testigos frente a un mundo de indiferencia cuando no de increencia.
Y damos testimonio de algo nuevo y distinto, de una vida nueva, de una vida distinta; damos testimonio de nuestra fe; hemos de dar testimonio con las actitudes y comportamientos de nuestra vida. No siempre será fácil, porque nos acecha la tentación, porque nos encontramos un mundo adverso y muchas veces en contra, porque ese testimonio nos costará esfuerzo y sacrificio. Profetizar, como decíamos, es ser testigo. Y el testigo es un mártir porque estará ofreciendo la propia vida como testimonio. Y eso en muchas ocasiones nos costará sufrimiento, dolor, lágrimas, sangre quizá con la que rubricar nuestro testimonio cuando sea necesario. ‘En el estómago sentirás ardor’.
Pero con nosotros está el Señor. No nos faltará su gracia, la fuerza de su Espíritu. Nos sentimos alentados en nuestra esperanza, fortalecidos en nuestra fe, con ánimo para dar siempre el testimonio de nuestro amor.

jueves, 22 de noviembre de 2012


¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar los sellos?

Apoc. 5, 1-10, Sal. 149; Lc. 19, 41-44
‘¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar los sellos?’ La visión continúa. Ayer contemplábamos la liturgia celestial y nos queríamos unir con nuestra alabanza al canto a la gloria del Señor. Ayer contemplábamos al Creador del universo, Señor Soberano de todas las cosas, y hoy vamos a contemplar al Cordero que se ha sacrificado y nos ha comprado con su Sangre.
Es Cristo, el Señor, nuestro Salvador y nuestro Redentor. Podíamos recordar aquí lo que nos diría san Pedro en sus cartas cuando nos habla de que no  hemos sido comprados ni a precio de oro ni de plata, sino al precio de la Sangre de Cristo derramada por nosotros.
‘Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie; se notaba que lo habían degollado… y el Cordero se acercó, y el que estaba sentado en el trono le dio el libro con su mano derecha’.
 Es Cristo verdadera Palabra y revelación de Dios en esa imagen del Cordero que va a abrir el rollo de la revelación para darnos a conocer todo el misterio del amor de Dios. Una cosa sí sabemos y es que los libros en la antigüedad tenían esa forma de rollos, que no tenían la encuadernación que tienen nuestros libros hoy. Recordamos que el Apocalipsis comenzaba diciéndonos ‘esta es la revelación que Dios ha entregado a Jesucristo para que muestre a sus siervos lo que tiene que suceder’. Ahora contemplamos al Cordero que toma de la mano del que está sentado en el trono el libro de la revelación de Dios.
‘Y entonaron un cántico nuevo: Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has comprado para Dios, hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal, que sirva a Dios y reine sobre la tierra’. Es el cántico al Cordero pascual que ha sido inmolado; Cristo es nuestra Pascua. Ya no será la pascua recuerdo de la Antigua Alianza, sino será la Pascua en la Nueva Alianza de la Sangre del Cordero. Es el Cordero de Dios, como anunciaba y señalaba el Bautista, el que quita el pecado del mundo.
Es aquel que no sólo nos ha redimido de nuestro pecado cuando ha derramado su sangre por nosotros y por todos los  hombres para el perdón de los pecados, sino que nos ha regalado su Espíritu para darnos nueva vida haciéndonos hijos de Dios. Es quien se ha hecho en todo semejante a nosotros, pero para levantarnos y elevarnos, para darnos una dignidad nueva, para configurarnos con El y hacernos partícipes de su sacerdocio y de su heredad. Somos el nuevo pueblo, el pueblo de la Alianza nueva y eterna, el pueblo sacerdotal que participa del sacerdocio de Cristo, pues con Cristo hemos sido hechos de nuestro bautismo sacerdotes, profetas y reyes.
‘Nos hiciste para nuestro Dios reyes y sacerdotes’, hemos repetido y meditado en el salmo y por eso cantábamos jubilosos la alabanza del Señor. ‘Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de sus fieles, que se alegre Israel por su Creador, los hijos de Sión por su Rey… que los fieles festejen tu gloria y canten jubilosos en filas…’
Desde un principio hemos dicho que el Apocalipsis es un libro de esperanza porque es anuncio y revelación de la victoria de Cristo sobre el mal. Cuando hoy contemplamos cómo en la sangre de Cristo hemos sido redimidos de tal manera que así nos hace partícipes del misterio y de la vida de Cristo no es para menos esa esperanza de la que se llena nuestro corazón.
Grande será el peso de nuestros pecados que nos abruma el corazón, oscuros pueden ser los momentos por los que pasamos en las tribulaciones de la vida, pero mayor es el amor del Señor que nos anuncia ese triunfo sobre el mal, nos revela lo que es el amor de Dios y nos llena de nueva vida. Serán entonces muchos los motivos para amar al Señor, para darle gracias y para cantar eternamente sus alabanzas.

miércoles, 21 de noviembre de 2012


Merezcamos compartir la vida eterna y cantar eternamente la alabanza del Señor

Apoc. 4, 1-11; Sal. 150; Lc. 19, 11-28
‘Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, por haber creado el universo: por tu voluntad fue creado y existe’.
El texto del Apocalipsis que hoy se nos ha proclamado nos invita a la contemplación de la gloria de Dios. No es para comentar y sacar muchas conclusiones, sino para contemplar. Es como una liturgia celestial en el que contemplamos a toda la creación cantando la gloria del Señor. Distintos momentos así contemplamos a lo largo del Apocalipsis. Para un pueblo que vive en la tribulación el contemplar la gloria del Señor les llena de esperanza y levanta su espíritu.
La persecución que sufrían los cristianos por parte del imperio romano en aquel momento era porque no querían reconocer al emperador como a un dios al que habia que adorar. También nosotros sufrimos la tentación de adorar a quienes no pueden ser dios de nuestra vida, porque más bien nos los creamos nosotros. Sólo el Señor, Dios nuestro, merece nuestra adoración, es a quien hemos de adorar. En esta liturgia celestial contemplamos al Señor del universo. ‘Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, por haber creado el universo’. Es el Señor soberano de todo y de todos a quien hemos de adorar.
Las imágenes de esta visión de Juan con que se presenta esa liturgia celestial pretenden resaltarnos la grandiosidad de la gloria del Señor. Por eso nos habla de ese trono lleno de resplandores, rodeado de los ancianos en medio del resplandor de los relámpagos y el retumbar de truenos. Una manera de hablar para expresarnos esa grandiosidad. Y ese cántico celestial ya escuchado en las visiones de los profetas y que nosotros repetimos en la liturgia terrena.
También nosotros queremos unir nuestras voces a los coros de los ángeles y arcángeles, a todos los coros celestiales, a los santos que ya participan de la gloria del cielo para cantar de la misma manera. El mundo entero desborda de alegría en medio del gozo pascual que alienta continuamente nuestra vida. Y proclamamos una y otra vez la alabanza y la gloria del Señor. ‘Santo, Santo, Santo es el Señor soberano de todo: el que es y era y viene… los cielos y la tierra están llenos de tu gloria’.
Lo expresamos hoy también cuando en el salmo responsorial hemos repetido ese cántico del cielo alabando al Señor ‘por sus obras magníficas, por su inmensa grandeza, tocando trompetas, y arpas, y cítaras, con tambores y danzas, con trompetas y flautas, con platillos sonores y con platillos vibrantes, porque todo ser que alienta que alabe al Señor’.
Es el cántico de toda la creación; es el cántico de toda nuestra vida. Todo sea siempre para la gloria del Señor. Y lo hacemos con gozo y alegría, y lo hacemos con amor. Y, aún en medio de nuestras luchas y tribulaciones, queremos cantar la gloria del Señor, porque estamos llenos de esperanza.  
Ahora nosotros en la tierra celebramos nuestra liturgia de alabanza y de acción de gracias cuando celebramos el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, que es celebrar nuestra salvación. Queremos dar gracias al Señor, como decimos en la segunda plegaria eucarística ‘porque nos haces dignos de estar en tu presencia celebrando esta liturgia’, en la espera de un día poder participar en esa liturgia del cielo, porque ‘merezcamos, en virtud de los méritos de Cristo, compartir la vida eterna y cantar eternamente la alabanza del Señor’.
Decíamos al principio que no queremos sacar conclusiones sino contemplar. Contemplamos esa liturgia del cielo llenos de gozo y de esperanza y queremos seguir viviendo nuestra liturgia de aquí en la tierra unidos al misterio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que por nosotros se ha entregado, se ofrecido en el altar de la Cruz. Que todo sea en nuestra vida siempre para la gloria de Dios.

martes, 20 de noviembre de 2012


A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí

Apc. 3, 1-6.14-22; Sal. 14; Lc. 19, 1-10
‘El que tiene oídos que oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias’. Por dos veces se repite en el texto de hoy. En el ritmo litúrgico no podemos leer todo el texto del Apocalipsis y la liturgia nos va ofreciendo unos textos escogidos muy significativos y con gran mensaje para nuestra vida. Hoy son los mensajes dirigidos a las distintas Iglesias lo que se nos ofrece: los dirigidos a la Iglesia de Sardes y a la Iglesia de Laodicea. Ambos terminan con ese mismo dicho de abrir nuestros oídos a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, nos dice a nosotros.
‘Acuérdate de cómo recibiste y oíste mi palabra, le dice a la Iglesia de Sardes; guárdala y arrepiéntete, porque si no estás en vela, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré a ti…’ Una invitación a la vigilancia para escuchar esa palabra que nos va a purificar. En este mismo sentido le decía a la Iglesia de Laodicea: ‘A los que yo amo, los reprendo y los corrijo… estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos…’  Jesús llega a la puerta de Zaqueo, pasa junto al árbol desde donde Zaqueo quiere verlo pasar, pero Jesús le dice que si le abre la puerta, porque quiere entrar en su casa. Aquel día llegó la salvación a la casa de Zaqueo.
El Señor está a la puerta llamando y espera nuestra respuesta. Ya ayer escuchábamos la invitación al amor primero que se había enfriado. Hoy nos dice que no podemos ser tibios, lo que significa que no podemos como nadar entre dos aguas; tenemos que decidirnos, hacer una opción clara; no podemos andar a medias. Ya nos lo decía Jesús en el evangelio que o estamos con El o estamos contra El.
Hemos de esforzarnos en mantenernos con la vestidura blanca que recibimos en el bautismo para poder ir al encuentro del Señor. Sin embargo, el Señor que conoce nuestra debilidad al mismo tiempo nos ofrece el remedio, nos señala los caminos. Las imágenes que nos ofrece el texto sagrado son significativas y hemos de saber encontrarle su sentido. Así le decía a la Iglesia de Laodicea: ‘Tú dices: soy rico, tengo reservas y nada me falta. Aunque  no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco, para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver’.
¿Qué nos querrá decir? ¿Cuál será ese oro purificado al fuego, y esa vestidura blanca, y ese colirio para los ojos? Son las virtudes de las que hemos de revestir nuestra vida; será el fuego ardiente del amor que nos purifica; será esa luz divina de la gracia de la que hemos de dejarnos iluminar para poder conocer la grandeza del misterio de Dios, pero también la grandeza del misterio del hombre.
Es esa sabiduría del Espíritu la que nos abre los ojos para descubrir el sentido grande de nuestra vida. Es esa luz divina del Espíritu la que nos ilumina para que caminemos siempre por el camino recto y no nos desviemos por caminos de maldad y de pecado. Es la gracia divina que nos purifica y que nos enriquece, que es nuestra fuerza y nuestra alegría, la que suscita nuestra esperanza y mantiene viva nuestra fe, la que nos fortalece para que realicemos las obras del amor.
‘A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí’, decía en el Apocalipsis y hemos ido repitiendo en el salmo. Escuchemos lo que dice el Espíritu a las Iglesias, lo que el Espíritu del Señor nos dice a nosotros también. No cerremos nuestros ojos ni nuestros oídos. Dejémonos iluminar y dejémonos purificar. ‘El que venza se vestirá todo de blanco… no borraré su nombre del libro de la vida, pues ante mi Padre y ante sus ángeles reconoceré su nombre’. ¿No  nos recuerda esto lo que Jesús decía que quien le reconozca ante los hombres, El también le reconocerá ante el Padre del cielo? Sigamos los caminos de la fidelidad y del amor. Nuestros nombres estarán inscritos en el libro de la vida para siempre.

lunes, 19 de noviembre de 2012


Revelación que Dios ha entregado a Jesucristo…

Apoc. 1, 1-4; 2, 1-5; Sal. 1; Lc. 18, 35-43
‘Esta es la revelación que Dios ha entregado a Jesucristo para que muestre a sus siervos lo que tiene suceder pronto’. Así comienza el libro del Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia. Es el libro de la ‘revelación’, porque eso significa realmente la palabra Apocalipsis. Una revelación que conduce al pueblo cristiano en medio de luchas y dificultades, son todas las descripciones que se nos van haciendo a lo largo del Apocalipsis, en una lucha contra el enemigo y el mal hacia el triunfo final en que contemplaremos la nueva Jerusalén, la ciudad santa que bajaba del cielo, que es el trono y la gloria de Dios.
‘Dichosos el que lee y dichosos los que escuchan esta profecía y tienen presente lo que en ella está escrito’. Es la bienaventuranza; es la invitación al gozo en la esperanza. Podemos pasar por momentos oscuros y difíciles pero no nos falta nunca la esperanza. Cuando a finales del siglo primero de la era cristiana Juan escribe el Apocalipsis no le faltan al pueblo cristiano persecuciones y dificultades. Pero se siente seguro en el Señor; sabe que tiene asegurada la victoria. Esta revelación que recibe de Dios a eso le impulsa, a eso le conduce. Será un camino de fidelidad pero será también un camino de purificación.
‘Juan a las siete Iglesias: gracia y paz a vosotros de parte del que es y del que era y viene…’ El Espíritu se va a dirigir a las siete iglesias que representan la Iglesia toda de entonces y de siempre, siempre en tribulación mientras espera al Dios que viene. A cada una de las Iglesias les va a resaltar en aquello que destacan y son fieles, pero también les va a llamar la atención y corregir en lo que pueden ser los fallos y en lo que han de enmendarse. La voz del Espíritu les va a resonar fuerte en los oídos y va a ser una voz que les invita a la purificación.
En el texto que hoy hemos escuchado el Espíritu se dirige a la Iglesia de Éfeso. ‘Conozco tu manera de obrar…’ y le recuerda todo el esfuerzo que va realizando, cómo no quiere casarse con los malvados ni quiere confundirse con los falsos apóstoles descubriendo a los que son embusteros. ‘Eres tenaz, has sufrido por mí y no te has rendido a la fatiga, pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero’. No mantiene la intensidad del primer amor que se va enfriando. Es necesario caldear de nuevo el corazón para volver a aquella primera intensidad.
Nos puede decir mucho a nosotros también. Queremos ser buenos, luchamos y nos esforzamos, pero en ocasiones nos puede la debilidad. Queremos ser fieles y queremos hacer siempre el bien, pero nos puede en ocasiones el cansancio y la rutina y se nos enfría el corazón. Como los enamorados que se van acostumbrando a su amor y pierden la frescura y la intensidad del primer amor. Tenemos que recuperarlo. Por eso tenemos que escuchar con atención sin cansarnos ni acostumbrarnos la Palabra de Dios de la que hemos de sentir siempre su novedad para no caer en esa frialdad y rutina.
Por eso aunque a veces nos pueda parecer repetitiva la Palabra que se nos proclama y que vamos escuchando hemos de hacer el esfuerzo de abrir bien siempre los oídos del corazón para que sea una palabra viva que nos interpele, que nos despierte, que enriquezca nuestra vida, que nos haga sentir la gracia y la fortaleza del Señor.
‘Dichosos el que lee y dichosos los que escuchan esta profecía y tienen presente lo que en ella está escrito’. Que sintamos esa bienaventuranza sobre nosotros porque así escuchemos y le demos importancia a lo que el Señor nos revela. Que el Espíritu venga a nosotros y nos hable también al corazón para dejarnos transformar. Aunque seamos débiles con nosotros estará siempre la fortaleza y la gracia del Señor.

domingo, 18 de noviembre de 2012


Entonces se salvará tu pueblo…

Dn. 12, 1-3; Sal. 15; Hb. 10, 11-14.18; Mc. 13, 24-32
El profeta Daniel habla de tiempos difíciles y en el evangelio se nos habla de cataclismos cósmicos. Pero al mismo tiempo el profeta hace anuncios de salvación y de resurrección - ‘entonces se salvará tu pueblo’ - y en el evangelio se nos dice que ‘entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad’. Lo que podría parecer en principio anuncio de males y de muerte, sin embargo se convierte en un anuncio que nos llena de esperanza porque nos habla de salvación y de vida.
¿Son anuncios del tiempo final? ¿Es el final de los tiempos en que esta vida terrena se acaba? Es un género apocalíptico el que emplea el profeta Daniel y también el sentido de las palabras de Jesús. Se nos puede hacer indescifrable y de difícil comprensión pero, aunque a veces el concepto que tenemos del Apocalipsis es que nos habla de cataclismos, de destrucción y de muerte, sin embargo su verdadero sentido es un anuncio de esperanza como un rayo de luz para quienes se ven envueltos en momentos difíciles y que podrían parecer estar llenos de negrura.
Cuando Jesús pronunciaba estas palabras que hemos de ver en su contexto, no sólo anunciaba el tiempo final, sino que estaba hablando también del camino de destrucción al que estaba avocado el templo y la ciudad de Jerusalén, hechos que podrían haber sucedido ya cuando el evangelista nos traslada este relato. Por eso sus palabras tienen ese trasfondo de esperanza porque nos hablan de una salvación final con la venida del Hijo del Hombre en gran poder y majestad. Y es que en Cristo todo un día va a alcanzar su plenitud total.
Es por eso que también nosotros cuando escuchamos hoy estas palabras, como Palabra que Dios nos dice hoy en el contexto también de la vida que vivimos, vemos reflejados, es cierto, los momentos difíciles por los que pueda estar pasando nuestra sociedad y nuestra vida, pero como siempre la Palabra del Señor es una palabra que quiere suscitar en nosotros esperanza porque siempre es camino de vida. Y vaya si necesitamos tener esperanza que nos anime a luchar y hacer en verdad un mundo mejor.
Jesús propone una breve parábola haciendo que se fijen en la higuera que cuando en medio del crudo invierno sin embargo sus ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, es un anuncio de principio de primavera y de verano de frutos cercanos.
En la turbulencia en que vivimos hoy en nuestra sociedad y nuestro mundo afectado por tantas crisis que parece que pueden hacer tambalear los cimientos de nuestra sociedad, hemos de saber descubrir esas ramas que se ponen tiernas y esas yemas que parecen querer brotar. Siempre reflexionamos que la situación por la que pasamos no es sólo una crisis económica, aunque esta pueda ser muy dura y muy real también, sino que detrás, quizá por la forma como hemos ido construyendo nuestra sociedad, hay una crisis de valores muy importante.
La gente está inquieta pero uno puede atisbar los deseos de que las cosas cambien, de que no podemos fundamentar nuestra vida sobre los antivalores sobre los que hasta ahora hemos ido construyendo en parte nuestra vida, y se ven surgir brotes, quizá algunas veces forzados, de deseos de mayor justicia, de solidaridad, de capacidad de sacrificio para buscar algo hondo y bueno, de inquietud en el corazón para hacer que las cosas sean mejor, de unión y de encuentro para entrar en un diálogo donde se busque una mejor manera de hacer las cosas. Creo que hemos de saber hacer también una lectura positiva en cuanto nos sucede.
Creo que podemos ver semillas esperanzadoras en todas esas cosas. Y ahí los que tenemos fe en Jesús y en los valores del evangelio tenemos mucho que decir y mucho que hacer. Porque la esperanza no nos puede faltar en el corazón. Y en Jesús y desde Jesús sabemos que sí podemos hacer un mundo nuevo y mejor. Tenemos en nuestras manos las reglas de juego, podríamos decir, si nos dejamos conducir por esos valores que nos enseña Jesús en el Evangelio. Tenemos la esperanza de la salvación que en Jesús podemos encontrar.
Sabemos que nuestra patria definitiva no está aquí en la tierra ni en lo que aquí podamos vivir, pero sí sabemos también que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos para que lo construyamos haciendo de él el Reino de Dios, a pesar de nuestras limitaciones e incluso nuestros fallos humanos. El anuncio del evangelio que estamos obligados a hacer, porque es la misión que a nosotros nos ha confiado, tiene que ir moviendo y transformando los corazones para que logremos lo más hermoso que podamos humanamente conseguir si logramos una mayor armonía entre todos, si logramos que haya verdadera paz en los corazones y en los pueblos, si conseguimos que nos amemos más porque seamos en verdad más hermanos, si hacemos lo posible porque los que están a nuestro lado sean cada vez más felices. Eso es ir sembrando el Reino de Dios que un día podremos llegar a vivir en plenitud.
Y creo que esa es nuestra tarea cada uno en la parcela que le toca vivir y de la que ha de sentirse responsable. Allí donde estamos, donde hacemos nuestra vida, con aquellos con los que convivimos todos los días, en la familia o con los amigos, en nuestro lugar de trabajo o donde descansamos tenemos que ir sembrando esas semillas de amor, de paz, de armonía, de verdad para que cuando broten los corazones se transformen y vayamos haciendo poco a poco un mundo nuevo y mejor.
También en nuestra Iglesia y desde nuestro ser Iglesia tenemos que ir realizando esa transformación de nuestro mundo. En este domingo precisamente estamos celebrando el Día de la Iglesia Diocesana con este lema: ‘La Iglesia contribuye a crear una sociedad mejor’. Efectivamente como creyentes, como miembros de la Iglesia, como seguidores de Jesús no somos ajenos al mundo en el que vivimos. Y desde la Iglesia, con nuestra fe, nos sentimos comprometidos a hacer ese mundo mejor. En la medida en que vivamos con mayor autenticidad nuestra fe más nos sentiremos comprometidos con nuestro mundo, con nuestra sociedad.
La fe no nos aleja de nuestro mundo, como algunos pretenden hacer creer cuando quieren hacer un mundo ateo y sin Dios, sino que, todo lo contrario, nos compromete más con él porque sentimos que Dios lo ha puesto en nuestras manos y tenemos que hacerlo mejor cada día. Y tenemos con nosotros la fuerza del amor que es quien en verdad puede transformar nuestro mundo. Y no hay amor más grande que el que Dios nos tiene y el que ha sembrado en nuestros corazones.
Como nos dice nuestro Obispo en su mensaje para este día La Iglesia se preocupa (y se ocupa) de las necesidades espirituales y materiales de sus hijos y, también, de quienes no están vinculados a ella y que aceptan su servicio. Esto, ni más ni menos, es lo que hace la Iglesia: preocuparse y ocuparse de las necesidades espirituales y materiales de las personas. Por eso, podemos afirmar que directa e indirectamente, con su acción espiritual y socio-caritativa, la Iglesia contribuye a crear una sociedad mejor’. Hemos de saber ver y descubrir la ingente tarea que la Iglesia realiza en este sentido a través de toda su labor pastoral que educa y forma las conciencias, que despierta inquietudes y suscita gente comprometida para luchar por un mundo mejor.
Que no nos falte la esperanza; que los tiempos difíciles no nos obnubilen nuestra mente ni paralicen nuestro corazón. El Señor viene con su salvación. Es una seguridad y una certeza grande que tenemos desde nuestra fe cuando hemos experimentado su amor en nosotros.