martes, 20 de noviembre de 2012


A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí

Apc. 3, 1-6.14-22; Sal. 14; Lc. 19, 1-10
‘El que tiene oídos que oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias’. Por dos veces se repite en el texto de hoy. En el ritmo litúrgico no podemos leer todo el texto del Apocalipsis y la liturgia nos va ofreciendo unos textos escogidos muy significativos y con gran mensaje para nuestra vida. Hoy son los mensajes dirigidos a las distintas Iglesias lo que se nos ofrece: los dirigidos a la Iglesia de Sardes y a la Iglesia de Laodicea. Ambos terminan con ese mismo dicho de abrir nuestros oídos a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, nos dice a nosotros.
‘Acuérdate de cómo recibiste y oíste mi palabra, le dice a la Iglesia de Sardes; guárdala y arrepiéntete, porque si no estás en vela, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré a ti…’ Una invitación a la vigilancia para escuchar esa palabra que nos va a purificar. En este mismo sentido le decía a la Iglesia de Laodicea: ‘A los que yo amo, los reprendo y los corrijo… estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos…’  Jesús llega a la puerta de Zaqueo, pasa junto al árbol desde donde Zaqueo quiere verlo pasar, pero Jesús le dice que si le abre la puerta, porque quiere entrar en su casa. Aquel día llegó la salvación a la casa de Zaqueo.
El Señor está a la puerta llamando y espera nuestra respuesta. Ya ayer escuchábamos la invitación al amor primero que se había enfriado. Hoy nos dice que no podemos ser tibios, lo que significa que no podemos como nadar entre dos aguas; tenemos que decidirnos, hacer una opción clara; no podemos andar a medias. Ya nos lo decía Jesús en el evangelio que o estamos con El o estamos contra El.
Hemos de esforzarnos en mantenernos con la vestidura blanca que recibimos en el bautismo para poder ir al encuentro del Señor. Sin embargo, el Señor que conoce nuestra debilidad al mismo tiempo nos ofrece el remedio, nos señala los caminos. Las imágenes que nos ofrece el texto sagrado son significativas y hemos de saber encontrarle su sentido. Así le decía a la Iglesia de Laodicea: ‘Tú dices: soy rico, tengo reservas y nada me falta. Aunque  no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco, para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver’.
¿Qué nos querrá decir? ¿Cuál será ese oro purificado al fuego, y esa vestidura blanca, y ese colirio para los ojos? Son las virtudes de las que hemos de revestir nuestra vida; será el fuego ardiente del amor que nos purifica; será esa luz divina de la gracia de la que hemos de dejarnos iluminar para poder conocer la grandeza del misterio de Dios, pero también la grandeza del misterio del hombre.
Es esa sabiduría del Espíritu la que nos abre los ojos para descubrir el sentido grande de nuestra vida. Es esa luz divina del Espíritu la que nos ilumina para que caminemos siempre por el camino recto y no nos desviemos por caminos de maldad y de pecado. Es la gracia divina que nos purifica y que nos enriquece, que es nuestra fuerza y nuestra alegría, la que suscita nuestra esperanza y mantiene viva nuestra fe, la que nos fortalece para que realicemos las obras del amor.
‘A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí’, decía en el Apocalipsis y hemos ido repitiendo en el salmo. Escuchemos lo que dice el Espíritu a las Iglesias, lo que el Espíritu del Señor nos dice a nosotros también. No cerremos nuestros ojos ni nuestros oídos. Dejémonos iluminar y dejémonos purificar. ‘El que venza se vestirá todo de blanco… no borraré su nombre del libro de la vida, pues ante mi Padre y ante sus ángeles reconoceré su nombre’. ¿No  nos recuerda esto lo que Jesús decía que quien le reconozca ante los hombres, El también le reconocerá ante el Padre del cielo? Sigamos los caminos de la fidelidad y del amor. Nuestros nombres estarán inscritos en el libro de la vida para siempre.

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