sábado, 26 de mayo de 2012


Dejémonos guiar por el Espíritu para que florezcan sus frutos en nosotros

Hechos, 28, 16-20.30-31; Sal. 10; Jn. 21, 20-25
Hoy escuchamos el final del evangelio de san Juan con ese episodio, casi una anécdota, de la pregunta de Pedro acerca de lo que le iba a pasar a Juan. Jesús le había anunciado a Pedro lo que sería su muerte, como ayer escuchamos; ‘cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras’, que le dijo Jesús. Y como comenta el evangelista ‘estaba aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios’.
Pero Pedro intrigado pregunta por lo que le sucedería ‘al discípulo que Jesús tanto quería, el mismo que en la cena se había apoyado en el pecho de Jesús’. Pero ya vemos que a eso Jesús responde con una evasiva que daría lugar a curiosos comentarios sobre la muerte o no muerte de Juan, ya que según la tradición murió ya muy anciano.
Como había dicho el evangelista en versículos anteriores – probablemente donde era el final del evangelio, pues este último capítulo se considera como un apéndice escrito por los discípulos del evangelista – ‘todas estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’. Es lo que quiere trasmitirnos el evangelio, la palabra de Dios que cada día se nos proclama y escuchamos en lo más hondo de nuestro corazón; que crezca más y más nuestra fe en Jesús y vayamos dando frutos de vida eterna.
Frutos de vida eterna, los frutos del Espíritu que pedimos con intensidad estos días mientras nos preparamos para la Pascua del Espíritu. Como nos enseña el Apóstol en nosotros han de brillar los frutos del Espíritu. Los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus impulsos y deseos; si ahora vivimos según el espíritu, dejémonos guiar por el Espíritu’. Lejos de nosotros las obras de la carne, las obras de las tinieblas y el pecado.
El Espíritu del Señor viene a nosotros y renovará totalmente nuestra vida. Es un nacer de nuevo, cuando nos hemos unido a Jesús por el agua y por el Espíritu, como le decía Jesús a Nicodemo. Y entonces en nosotros esas obras buenas son las que tienen que resplandecer. ‘El fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo’.
Llenos del Espíritu del Señor en nosotros lo que tiene que reinar es el amor y la paz, la alegría y la mansedumbre, la fe verdadera y la vida recta. Llenos de gozo en el Espíritu sentiremos en nuestro corazón una paz que en el mundo no podremos encontrar; con la fortaleza del Espíritu seremos pacientes y perseverantes en nuestra lucha contra el mal y en nuestra búsqueda de la bondad y la justicia; conducidos por el Espíritu del Señor estaremos buscando siempre hacer lo bueno y nos olvidaremos de nosotros mismos por hacer más felices a los que nos rodean, siendo capaces de sacrificarnos y de darnos con generosidad; iluminados por la sabiduría del Espíritu tendremos siempre la palabra buena que decir al otro para ayudarle y para valorarle, el pensamiento puro que aleja de nosotros toda mala sospecha o desconfianza, la generosidad del corazón para compartir y consolar para que nadie sufra.
‘Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos… reparte tus siete dones según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito, salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno… Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor…’  Haz florecer en nosotros los frutos del Espíritu.

viernes, 25 de mayo de 2012


Pedro apacienta a la Iglesia de Dios con el Espíritu recibido de Jesús

Hechos, 25, 13-21; Sal. 102; Jn. 21, 15-19
La escena que nos presenta hoy el evangelio acontece inmediatamente después de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades en una de las manifestaciones de Cristo resucitado a sus discípulos. El texto de la pesca milagrosa ya lo escuchamos y meditamos en uno de los domingos de Pascua.
Podríamos fijarnos en varios aspectos que contemplamos en la respuesta de Pedro ante las preguntas de Jesús como son su humildad y el amor grande que sentía por Jesús. ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’, es la pregunta repetida hasta tres veces. Y hasta tres veces Pedro le repite y porfía una y otra vez su amor, como tantas veces se lo había manifestado a pesar de sus impulsos y debilidades. ‘Te seguiré a donde quieras, incluso hasta la muerte’, había porfiado antes de la pasión. Ahora responde con amor, sí, pero con una humildad grande; la humildad de quien se siente débil a pesar de todo su amor. ‘Sí, Señor, tu sabes que te quiero’, le repite una y otra vez.
Con humildad se había postrado en otra ocasión ante Jesús después de contemplar las maravillas de Dios en la otra pesca milagrosa que nos narra san Lucas. ‘Apártate de mi, que soy un pecador’, había dicho entonces. Seguro que no quería separarse de Jesús, pero contemplaba las maravillas de Dios que en Jesús se estaban realizando y no se sentía digno, por eso la respuesta llena de humildad. Como ahora, no se atreve a decir muchas cosas sino que Jesús, que conoce bien el corazón, sabe de su amor.
En aquella pesca milagrosa tras la expresión de humildad de Pedro recibió una llamada él y los que estaban con él en la barca. ‘Ven conmigo, no temas, desde ahora serás pescador de hombres’, como ya un día les dijera también allá en la orilla del lago. Pero ahora, tras esta pesca milagrosa, y tras esta porfía humilde de amor, Jesús le va a confiar una misión. Un día cambiándole el nombre le había dicho que era Pedro, porque sería la piedra sobre la que fundaría su Iglesia. Ahora le dice ‘Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas’, como una confirmación de lo que ya le había anunciado.
Con este texto y el que mañana escucharemos terminamos la lectura del Evangelio de Juan, que ha sido el evangelio que fundamentalmente se ha venido proclamando en este tiempo de Pascua tanto en los domingos como en las lecturas de los día de en medio de la semana. Y es que ya estamos concluyendo también el tiempo de pascua que culminará e domingo de Pentecostés.
Este episodio del evangelio que viene como a marcar la constitución plena de la Iglesia con la misión que Jesús confía a Pedro en medio de la comunidad lo unimos perfectamente a este plan que hemos venido siguiendo durante esta semana de preparación para la fiesta de Pentecostés contemplando lo que es la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en lo que es la vida de la Iglesia. Si Pedro recibe esa especial misión de Jesús de ser la piedra, el pastor que guíe y conduzca, con la autoridad de Cristo, a la Iglesia, es porque Pedro, y en él sus sucesores, reciben una especial asistencia del Espíritu Santo para su misión.
Nada sería Pedro, ni nada sería la Iglesia si no fuera por esa acción del Espíritu Santo en ella. Ni Pedro es un dirigente más como podríamos contemplar en el ámbito de la sociedad civil, ni la Iglesia es una simple sociedad con unas miras y unos fines humanos. En Pedro, contemplamos al que en nombre de Jesús preside la comunidad cristiana en la fe y en el amor, y en la Iglesia contemplamos esa comunidad de gracia y salvación que Cristo quiso constituir con todos los que creemos en El y que se convierte en el gran sacramento, signo de la salvación de Dios para todos los hombres. No nos conducimos desde unos intereses o planteamientos humanos, sino que sentimos la obra de gracia que Dios en la Iglesia realiza por esa especial acción del Espíritu Santo.
Ya hemos reflexionado cómo nos sentimos congregados en Iglesia, en comunidad cristiana, convocados por el Espíritu Santo y por la acción del Espíritu logramos esa unidad y comunión de amor que entre nosotros ha de haber. Pero si la Iglesia es ese cauce de la gracia salvadora de Cristo para todos los hombres, por la acción de sus pastores, por la Palabra que se proclama y los sacramentos que celebramos, es precisamente por esa gracia y esa acción del Espíritu Santo.
Invoquemos, pues, al Espíritu que nos guíe, que asista y conduzca a su Iglesia, que ilumine y fortalezca con sus carismas a los pastores de la Iglesia para que siempre se pueda realizar la obra de Cristo, la obra de la salvación para todos los hombres.

jueves, 24 de mayo de 2012


Llenos del Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu

Hechos, 22, 30; 23, 6-11; Sal. 15; Jn. 17, 20-26
‘Padre santo… no sólo por ellos ruego, sino por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti… para que el mundo crea que tú me has enviado’.
Es la oración de Jesús por la unidad de los creyentes. Muchas veces hemos meditado estas palabras de Jesús y orado con ellos pidiendo por la deseada unidad de todos los cristianos, de todos los que creemos en Jesús. Unidad en nosotros como es la unidad y comunión entre las tres divinas personas de la Santísima Trinidad. Unidad entre los que creemos en el  nombre de Jesús como el mejor testimonio de nuestra fe, para que el mundo crea.
Así manifestamos la gloria de Dios; así nos llenamos nosotros de la gloria de Dios; así sentimos en nosotros el amor que Dios nos tiene. ‘De modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí’.
Unidad y amor que significa y se expresa por la comunión que seamos capaces de vivir entre nosotros; cuánto nos cuesta amarnos y aceptarnos, desprendernos de nuestro yo para ser capaz de entrar en comunión con el otro y ser capaces de decir con verdad nosotros; cuánto nos cuesta comprendernos y perdonarnos. Si no hay esa aceptación y respeto, esa comprensión y capacidad de perdonarnos no podemos decir que nos amamos de verdad. Y el listón lo tenemos bien alto porque el modelo de ese amor y de esa comunión es el amor de Dios y la comunión entre Jesús y el Padre, y entre las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad.
No significa que no lo podamos alcanzar. Es nuestra lucha. Pero ha sido también la oración que Jesús ha hecho por nosotros. Pero es además la fuerza de su Espíritu que Dios nos da. Es el Espíritu del amor y de la comunión; es el Espíritu que viene a ponernos en paz cuando nos trae el perdón y nos hace instrumentos de perdón. Cuando Jesús resucitado en la tarde de aquel primer día de la semana les da el Espíritu a los apóstoles reunidos en el Cenáculo, se los da para el perdón de los pecados, como camino de ese amor y de esa comunión nueva que entre sus discípulos ha de haber para siempre.
Será entonces el Espíritu Santo el que nos congrega en unidad y nos ayuda con su fuerza y con su gracia para que vivamos en esa unidad y comunión entre nosotros. Es lo que expresamos siempre en la Eucaristía. ‘Con la fuerza del Espíritu Santo das vida y santificas todo y congregas a tu pueblo sin cesar para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta su ocaso’. Es, pues, el Espíritu que nos da vida y santifica el que nos congrega en unidad para poder celebrar la Eucaristía.
Pero es que además por la fuerza del Espíritu a los que participamos de esa Eucaristía nos hace vivir en unidad. ‘Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’, decimos en la tercera plegaria eucarística. O como pedimos humildemente en la segunda plegaria ‘que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo’.
Bien nos viene recordar lo que es la oración de la Iglesia, la oración con que oramos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía porque además de expresar lo que es la fe de la Iglesia nos ayuda a que sea algo hondo que vivimos y que por otra parte nuestra celebración no sea sin más una repetición de palabras que pueda quedarse en un rito vacío en el que no pongamos toda nuestra vida. Que en la oración de la Iglesia y con la oración de Jesús logremos esa tan deseada unidad entre todos los creyentes.
Por otra parte en este camino de preparación para la Pascua de Pentecostés que con cierta intensidad queremos hacer estos días, todo esto  nos impulse a orar con fervor, con una oración salida de verdad de nuestro corazón invocando al Espíritu del Señor para que se derrame de verdad en nuestra vida y en este Pentecostés haya de verdad una Pascua del Espíritu en nosotros. 

miércoles, 23 de mayo de 2012


Santifícalos en la verdad con la fuerza del Espíritu

Hechos, 20, 28-38; Sal. 67; Jn. 17, 11-19
‘Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como  nosotros… santifícalos en la verdad… por ellos me consagro yo para que también ellos se consagren en la verdad…’
El corazón se llena de gozo, de ánimo, de esperanza escuchando esta oración de Jesús al Padre. ‘Mientras yo estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste y los custodiaba…’ Jesús vuelve al Padre pero quiere que quienes creemos en El nos sintamos seguros en nuestro camino de fidelidad y de amor. Ora al Padre por nosotros. Tenemos un Sumo Sacerdote que intercede por  nosotros sentado a la derecha de Dios. Lo hemos visto subir al cielo, cuando hemos celebrado la Ascensión, pero sabemos que no nos deja solos ni abandonados a nuestra suerte. ‘Santifícalos en la verdad’, pide al Padre.
Jesús nos ha prometido que nos enviaría el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad y de la santificación. Es lo que vamos a celebrar el domingo y para lo que queremos prepararnos bien, para recibir los dones del Espíritu que nos llenen de vida y de santidad. Como ya recordábamos con el Catecismo los dones del Espíritu vienen a mover nuestros corazones para que seamos dóciles a las inspiraciones divinas que nos conduzcan por caminos de santidad y nos aparten de todo mal y de todo peligro.
Hemos sido consagrados con el Espíritu Santo en nuestro Bautismo – un signo de ellos fue la unción con el Crisma santo – para llenarnos de la gracia santificante que nos hacía hijos de Dios. Ya por nuestra condición de bautizados somos unos consagrados, somos ungidos, y como consagrados tenemos que ser santos. Una y otra palabra, consagrado y santo, vienen a significar de manera semejante como hemos sido separados del mal para que nuestra vida y nuestras obras sean siempre las del bien. Consagrados, separados del  mal, arrancados del mal, para que seamos santos.
Pero a lo largo de la vida la gracia del Espíritu que vamos recibiendo en cada  momento nos va disponiendo para el bien; son las gracias actuales que van moviendo continuamente nuestro corazón y nuestra vida para preservar aquella gracia santificante que nos consagró y podamos vivir siempre santamente.
Son esas inspiraciones del Espíritu que sentimos tantas veces en nuestro interior para que hagamos el bien, para que venzamos la tentación, para que superemos el pecado y el mal que continuamente nos acechan. Si nos acecha así el tentador atrayéndonos al pecado, al mismo tiempo no nos faltará la gracia del Espíritu para que podamos vencer esa tentación. Es la gracia del Espíritu que nos hace santos en cada momento de nuestra vida.
Cuando estamos hablando de los dones del Espíritu podemos decir son esos regalos que nos da el Espíritu para ayudarnos a vivir la gracia de Dios. Ya hemos hablado muchas veces del don de la sabiduría, pero podemos hablar también del don de la fortaleza que nos ayuda en la perseverancia, que es como una fuerza sobrenatural que nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades y tentaciones que sin duda encontraremos en nuestro caminar hacia Dios.
Pidamos, sí, que venga el Espíritu Santo sobre nosotros y nos llene de sus dones; que nos conceda también el don de la piedad y del temor de de Dios, para que seamos constantes en nuestra oración pidiendo la gracia del Señor, pero que también infunda en nuestro corazón ese horror al pecado para que no ofendamos nunca al Señor que tanto nos ama.
Ven, Espíritu divino… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento… Ven, Espíritu divino y fortalece nuestra vida con tu gracia que nos santifique en la verdad.

martes, 22 de mayo de 2012


Que venga sobre nosotros el Espíritu divino que nos ayude a alcanzar la vida eterna

Hechos, 20, 17-27; Sal. 67; Jn. 17, 1-11
‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique…’ comienza así la oración sacerdotal de Jesús con la que concluye la última cena en vísperas de comenzar la pasión de Jesús, su glorificación.
Hemos venido escuchando cómo Jesús va desnudando su corazón y el corazón del Padre en la larga conversación con sus discípulos al terminar la última cena. Toda esa ternura de Dios que se manifiesta en Jesús para con nosotros se hace oración en labios de Jesús pidiendo por sus discípulos. Y todo para la gloria de Dios, porque siempre Jesús lo que quiere es hacer la voluntad del Padre.
‘Yo te he glorificado sobre la tierra y he coronado la obra que me encomendaste… he manifestado tu Nombre a los hombres que me diste en medio del mundo… ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti… han conocido verdaderamente que yo salí de ti y han creído que tú me has enviado…’
Así se manifiesta lo que es la vida eterna que quiere darnos: ‘Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo’. Así confesando nuestra fe en Jesús podemos alcanzar la vida eterna. Es lo que quiere para nosotros. Es lo que nos ofrece. Es lo que podemos alcanzar por nuestra fe en Jesús. Y es lo que nosotros hemos de anunciar, comunicar al mundo que nos rodea.
Siguen resonando en nuestros oídos las palabras de Jesús antes de la Ascensión con la misión que nos confió. ‘Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda criatura. El que crea y se bautice se salvará, pero el que no crea se condenará’. Y nos envía con la fuerza de su Espíritu a ser testigos de esa vida eterna, a anunciar el nombre de Jesús para que creyendo alcancemos todos la vida eterna. ‘Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra’.
Y la misión de ser testigos es para que anunciemos lo que nosotros creemos y vivimos, para que todos puedan alcanzar esa vida eterna, creyendo en Dios, reconociendo el nombre de Jesús como el enviado de Dios y nuestro único salvador. No hay otro nombre en el que podamos alcanzar la salvación.
Los hechos de los apóstoles nos cuentan cómo después que Jesús subió al cielo los apóstoles se reunieron en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús, y algunas otras mujeres esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús. Ese cuadro de los discípulos reunidos, y reunidos con María, en oración aguardando y pidiendo la venida del Espíritu Santo es el cuadro que nosotros hemos de repetir con la misma fe y con el mismo ardor.
Es lo que con intensidad hemos de querer vivir esta semana de espera hasta Pentecostés. Avivando nuestra fe, llenando de esperanza nuestro corazón, deseando ardientemente llenarnos del Espíritu de Dios, que queme en nuestros corazones para purificarlos todo lo que quede de maldad en nuestra vida, iluminándonos con la luz de Dios.
‘Ven, Espíritu Santo, rezamos con las oraciones de la liturgia, manda tu luz desde el cielo, Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo’. Que se repartan sobre nuestra vida los dones del Espíritu que nos hagan saborear todo el misterio de Dios, que nos llene de la sabiduría de Dios, que nos haga conocer a Dios para alcanzar así la vida eterna.
Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica  La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo… Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.’.
Es la súplica, la oración confiada e insistente que hacemos al Señor en estos días previos a Pentecostés y ha de ser siempre la oración del cristiano.

lunes, 21 de mayo de 2012


¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?

Hechos, 19, 1-8; Sal. 67; Jn. 16, 29-33
‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’. Es la respuesta de aquellos judíos de Éfeso a los que Pablo les pregunta si habían recibido el Espíritu Santo cuando recibieron el bautismo.
Pablo ha emprendido un nuevo viaje apostólico, el tercero, y atravesando la meseta del Asia Menor, de Turquía llegó a Éfeso, donde había estado brevemente en su segundo viaje, cuando les prometió que volvería. Ahora se detendrá más tiempo en aquella ciudad muy floreciente y rica y de un gran nivel cultural.
Al llegar encuentra a un grupo de discípulos, que realmente son discípulos de Juan el Bautista, cuyo bautismo es el único que habían recibido. Por eso no han oído hablar del Espíritu Santo ni lo han recibido. De ahí la respuesta que le dan a Pablo. ‘Juan Bautizaba para que se convirtieran, diciendo al pueblo que creyera en el que iba a venir después de él, esto es, en Jesús’. Y los instruye. ‘Se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor y les impuso las manos y el Espíritu Santo vino sobre ellos y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar’.
¿Hemos oído hablar del Espíritu Santo? Será quizá una pregunta innecesaria, porque no solo estamos bautizados, sino que también hemos recibido el don del Espíritu en el Sacramento de la Confirmación. Pero es bueno que reflexionemos sobre ello, porque realmente hemos de reconocer que es el gran desconocido para una gran mayoría de cristianos. Estamos iniciando la semana que nos lleva a Pentecostés que es la Pascua del Espíritu, y realmente deberíamos prepararnos bien. En las reflexiones que nos vayamos haciendo estos días, al hilo de la Palabra de Dios y de lo que escuchemos en el Evangelio iremos profundizando para que nos preparemos debidamente para la gran fiesta de Pentecostés.
El Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, verdadero Dios con el Padre y con el Hijo. La gran promesa que Jesús nos hace de enviarnos su Espíritu, el Espíritu divino, el Espíritu Santo que nos guiará hasta la verdad plena, que moverá nuestro corazón llenándonos de la vida divina y que por su fuerza nos hace hijos de Dios.
No es una devoción más que esté de moda, como suele suceder en muchas devociones de muchos cristianos. El Espíritu Santo está presente y actuando en la vida del cristiano y en la vida de toda la Iglesia para llenarnos de la gracia divina que nos fortalece y nos hace partícipes de la vida divina, de la vida de Dios.
No podemos decir Jesús es Señor si no es por la acción del Espíritu Santo. Y es el Espíritu Santo el que ha inundado nuestros corazones en el Bautismo y nos permite llamar Padre a Dios, porque por la acción del Espíritu Santo en el Bautismo nos hemos hecho hijos de Dios.
Fijémonos cómo en cada uno de los sacramentos vemos esa acción del Espíritu Santo. En cada sacramento hay una epiclesis, una invocación del Espíritu Santo para que se pueda realizar la gracia propia de cada sacramento. Fijémonos cómo en la misa el Sacerdote impone las manos sobre la ofrenda del pan y del vino para que por la acción del Espíritu Santo ese pan y ese vino sean para nosotros ya el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y así en cada uno de los sacramentos.
Vayamos estos días invocando una y otra vez, cada vez más conscientes de lo que hacemos al Espíritu divino que venga sobre nosotros y nos llene de sus dones. Y que por la respuesta que vayamos dando a esa acción del Espíritu Santo seamos cada día más santos y florezcan más y más los frutos del Espíritu en nosotros. 

domingo, 20 de mayo de 2012


Ascensión de Jesús camino de nuestra ascensión y compromiso de testimonio

Hechos, 1, 1-11;
 Sal. 46;
 Ef. 4, 1-13;
 Mc. 16, 15-20
‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’ Fue como la recriminación de los ángeles a los apóstoles que se habían quedado plantados, extasiados, sin saber qué hacer o qué decir como cuando surge una despedida repentina y dolorosa de alguien a quien queremos y nos parece que no vamos a ver más.
Aunque nos puedan recriminar en muchas ocasiones de que seguimos mirando mucho al cielo y tendríamos que mirar más a la tierra y a los que están a nuestro lado, sin embargo hoy en nuestra celebración de la fiesta de la Ascención queremos mirar al cielo porque queremos alabar y cantar la gloria del Señor, nos sentimos impulsados a lo alto y a lo grande cuando contemplamos el triunfo y la gloria del Señor, pero de ahí tomamos fuerzas también para el caminar del día a día de nuestra fe y de nuestra vida en esa mirada al suelo, a nuestro mundo donde tenemos que seguir haciendo presente al Señor.
Es una fiesta hermosa la Ascensión del Señor y siempre estuvo como muy enraizada en el pueblo cristiano. Una celebración que se vivía con mucha solemnidad. No es para menos. Es  contemplar cómo Cristo nos abre el camino en esa esperanza del cielo con que vivimos en el deseo de unirnos plenamente al Señor. ‘Ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su reino… para hacernos compartir su divinidad’, como proclamaremos en el prefacio. Eso nos llena de gozo y es motivo de fiesta grande como siempre ha querido celebrarlo el pueblo cristiano.
Contemplamos a Cristo, el Hijo del Dios eterno que, enviado por el Padre al mundo para nuestra salvación, ahora vuelve al Padre, como El mismo nos repite en el Evangelio. Recordemos, por ejemplo, lo que nos decia el evangelista Juan cuando iba a comenzar la pasión de Jesús. ‘Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo…’ Pasar de este mundo al Padre. En las manos del Padre se había puesto, quien había venido a cumplir la voluntad del Padre, y llega la hora de pasar de este mundo al Padre, la hora de la glorificación. ‘Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre’, como le hemos escuchado estos días en el evangelio. Vuelve al Padre, asciende al cielo, como hoy celebramos, pero no nos deja solos, no nos deja huérfanos.
‘El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse’, le dijeron los ángeles a los apóstoles. Es nuestra esperanza, la esperanza que alienta nuestra vida. ‘Volverá como le habéis visto marcharse’. Y le gritamos con la liturgia ‘¡Ven, Señor Jesús!’; y seguimos caminando por este mundo ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo; y seguimos celebrando el misterio pascual de Cristo ‘mientras esperamos su gloriosa venida y le ofrecemos en nuestra acción de gracias el sacrificio vivo y santo’ de la Eucaristía. Por eso, cuando anunciamos y proclamamos nuestra fe en Cristo muerto y resucitado al mismo tiempo estamos pidiéndole ‘Ven, Señor Jesús!’
Volverá el Señor, viene el Señor; se sigue haciendo presente entre  nosotros aunque de una forma nueva. Volverá el Señor, viene el Señor y hemos recibido una misión. Tenemos que ser sus testigos; tenemos que hacerle presente; tenemos que hacer posible por el testimonio de nuestra vida que así como nosotros por la fe lo vemos y lo sentimos, también el mundo crea y pueda llegar a verle y descubrirle. Es la tarea del creyente, la tarea del cristiano cuando damos testimonio con nuestra vida, cuando nos hacemos verdaderos testigos de Jesús.
Y es que en Jesús, por la fe que tenemos en El, nos hacemos una misma cosa con Cristo, formando en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Por eso, quien nos vea a nosotros necesita ver a Cristo, tiene que ver a Cristo. Nosotros por el testimonio de nuestra vida, de nuestra fe, de nuestro amor hacemos presente a Cristo para el mundo que nos rodea y que no ha llegado a verlo.
¿Cómo lo tenemos que hacer? ¿de qué forma lo van a descubrir los que nos rodean, los que van a ver nuestra vida? San Pablo nos pedía que viviéramos ‘conforme a la vocación a la que hemos sido convocados’. Y nos decía: ‘sed humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espiritu con el vínculo de la paz’. Virtudes y valores en los que hemos de resplandecer. Ya Jesús cuando pedía la unidad de todos los que creyeran en El, esa unidad era condición necesaria para que el mundo crea. ‘Que sean uno para que el mundo crea’, pedía Jesús.
Con nuestra humildad y con nuestro amor, con nuestra comprensión y con el querernos de verdad los unos a los otros, con nuestro mutuo respeto, con nuestra generosidad y disponibilidad siempre para el amor, para el servicio, para el perdón, con nuestro compromiso sincero por la paz desterrando todo tipo de violencia y enojo, desterrando resentimientos y envidias, estamos dando señales a los que nos vean de que Dios está con nosotros, de que nuestra fe es auténtica, de que lo que le hablamos de Cristo es una verdad que impregna y llena totalmente nuestra vida dándole verdadero sentido y valor. Todas las otras cosas de ninguna manera ayudarán a que puedan ver a Dios.
El evangelio dice que ‘ellos fueron a pregonar el evangelio por todas partes y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban’. Anunciamos a Jesús, proclamamos su nombre como el único en el que encontramos las salvación. Pero tenemos que manifestar esas señales que confirmen la palabra que anunciamos. Y ya sabemos cuáles son las señales en el amor que nosotros hemos de dar. El Señor estará con nosotros dándonos su gracia, dándonos la fuerza de su Espíritu para que se puedan manifestar esas señales del amor que lo hagan presente. El es nuestra fuerza.
Viene, sigue viniendo el Señor hoy a nuestra vida y a nuestro mundo, pero depende de nosotros que el mundo pueda llegar a descubrirlo. Por eso nos decía Jesús que teníamos que ser testigos; para eso nos deja la fuerza de su Espíritu; así se cumplirá aquello que nos dice de que está siempre con nosotros hasta la consumación del mundo.
La ascensión de Jesús nos hace mirar hacia arriba, porque miramos a la meta, porque queremos sentirnos elevados con Cristo por nuestra unión con El, pero al mismo tiempo nos hace caminar en medio de nuestro mundo haciendo presente a Cristo. Es nuestro compromiso; es la forma de celebrar de forma auténtica la Ascensión del Señor.