martes, 22 de mayo de 2012


Que venga sobre nosotros el Espíritu divino que nos ayude a alcanzar la vida eterna

Hechos, 20, 17-27; Sal. 67; Jn. 17, 1-11
‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique…’ comienza así la oración sacerdotal de Jesús con la que concluye la última cena en vísperas de comenzar la pasión de Jesús, su glorificación.
Hemos venido escuchando cómo Jesús va desnudando su corazón y el corazón del Padre en la larga conversación con sus discípulos al terminar la última cena. Toda esa ternura de Dios que se manifiesta en Jesús para con nosotros se hace oración en labios de Jesús pidiendo por sus discípulos. Y todo para la gloria de Dios, porque siempre Jesús lo que quiere es hacer la voluntad del Padre.
‘Yo te he glorificado sobre la tierra y he coronado la obra que me encomendaste… he manifestado tu Nombre a los hombres que me diste en medio del mundo… ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti… han conocido verdaderamente que yo salí de ti y han creído que tú me has enviado…’
Así se manifiesta lo que es la vida eterna que quiere darnos: ‘Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo’. Así confesando nuestra fe en Jesús podemos alcanzar la vida eterna. Es lo que quiere para nosotros. Es lo que nos ofrece. Es lo que podemos alcanzar por nuestra fe en Jesús. Y es lo que nosotros hemos de anunciar, comunicar al mundo que nos rodea.
Siguen resonando en nuestros oídos las palabras de Jesús antes de la Ascensión con la misión que nos confió. ‘Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda criatura. El que crea y se bautice se salvará, pero el que no crea se condenará’. Y nos envía con la fuerza de su Espíritu a ser testigos de esa vida eterna, a anunciar el nombre de Jesús para que creyendo alcancemos todos la vida eterna. ‘Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra’.
Y la misión de ser testigos es para que anunciemos lo que nosotros creemos y vivimos, para que todos puedan alcanzar esa vida eterna, creyendo en Dios, reconociendo el nombre de Jesús como el enviado de Dios y nuestro único salvador. No hay otro nombre en el que podamos alcanzar la salvación.
Los hechos de los apóstoles nos cuentan cómo después que Jesús subió al cielo los apóstoles se reunieron en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús, y algunas otras mujeres esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús. Ese cuadro de los discípulos reunidos, y reunidos con María, en oración aguardando y pidiendo la venida del Espíritu Santo es el cuadro que nosotros hemos de repetir con la misma fe y con el mismo ardor.
Es lo que con intensidad hemos de querer vivir esta semana de espera hasta Pentecostés. Avivando nuestra fe, llenando de esperanza nuestro corazón, deseando ardientemente llenarnos del Espíritu de Dios, que queme en nuestros corazones para purificarlos todo lo que quede de maldad en nuestra vida, iluminándonos con la luz de Dios.
‘Ven, Espíritu Santo, rezamos con las oraciones de la liturgia, manda tu luz desde el cielo, Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo’. Que se repartan sobre nuestra vida los dones del Espíritu que nos hagan saborear todo el misterio de Dios, que nos llene de la sabiduría de Dios, que nos haga conocer a Dios para alcanzar así la vida eterna.
Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica  La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo… Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.’.
Es la súplica, la oración confiada e insistente que hacemos al Señor en estos días previos a Pentecostés y ha de ser siempre la oración del cristiano.

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