sábado, 17 de marzo de 2012


Hacemos las cosas para la gloria del Señor que es quien nos justificará de verdad

Oseas, 6, 1-6; Sal. 50; Lc. 18, 9-14
‘Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’. Nos lo ha dicho el profeta; lo hemos repetido en el salmo. Jesús nos lo repetirá en ocasiones en el evangelio. Hoy nos pide autenticidad en nuestra vida; lejos de nosotros la falsedad y la apariencia; que seamos capaces de ofrecerle lo más hermoso que llevemos en el corazón, que es ofrecerle nuestro amor, con lo que estaremos ofreciéndole toda nuestra vida.
Nos habla del evangelio en la parábola de Jesús de los dos hombres que subieron al templo a orar. Eran bien distintas las actitudes y las posturas; era bien distinto cómo se presentaban al Señor. Uno se justificaba aunque sus actitudes no eran buenas; el otro, aunque sintiéndose profundamente pecador, salió justificado de la presencia del Señor.
‘No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho diciendo: ¡oh Dios! ten compasión de este pecador’. Se sabía pecador, pero se acogía a la misericordia del Señor. No trataba de ocultarlo ni de justificarse. Sintiendo la miseria de su vida, sin embargo era capaz de comprender la inmensa misericordia del Señor.
‘Esforcémonos por conocer al Señor, su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz’, decía el profeta. Pero el profeta denuncia las actitudes y compartamientos de aquellos que hacen las cosas solo por apariencia, por ver cómo tratar de ganarse el favor del Señor, aunque en lo hondo del corazón siguen en apegados a su maldad y sin querer arrepentirse de verdad del mal que hacen tratan de congraciarse con obras que son solo apariencia y falsedad. ‘Vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocio de madrugada que se evapora’. Así es cuando no hay autenticidad en la vida.
Es la postura del fariseo del evangelio, que mas que ofrecerle a Dios su corazón, le ofrece las migagas de sus apariencias y falsedades. ‘Todo lo que hacen es para que los vea la gente’, dirá de ellos Jesús en otra ocasión. Por eso está allí delante de pie, para que todos los vean; allí está desgranando la letanía de sus supuestas cosas buenas, pero con mucho desprecio en su corazón. ‘Yo no soy como esos…’, dirá. Le falta autentica misericordia. Nube y rocío de madrugada, que había dicho el profeta, que pronto se evapora son sus obras.
‘Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’, hemos rezado con el salmo. Un salmo penitencial, para pedir perdón al Señor. Es nuestro corazón, que deseamos llenar de mucho amor, lo que presentamos al Señor. Así hacemos ofrenda de nuestra vida. No son cosas, por muy valiosas que sean, lo que tenemos que presentarle y ofrecerle al Señor.
Todavía muchas veces los cristianos seguimos haciendo cosas así; y buscamos reconocimientos, una plaquita colocada en el banco que regalé, o en la pared de la Iglesia que ayudé a construir. ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, nos había enseñado el Señor’, pero nosotros de eso no nos acordamos. El tesoro que guardamos por las cosas buenas que hagamos tiene que quedar guardado en el cielo, no es para ponerlo delante de los ojos de los demás y digan que buenos somos.
Pensemos que la semilla que fructifica y hace surgir una nueva planta queda enterrada bajo la tierra y nadie la va a ver nunca. El grano de trigo que nos va a hacer el pan desparece al ser triturado y quedará oculto para siempre en la harina que nos alimentará. Que así sea nuestra manera de hacer las cosas, semilla enterrada con mucho amor porque eso es lo importante, pero en la humildad y el silencio. Porque la gloria tiene que ser siempre para el Señor. Eso nos cuesta, pero tenemos que aprender a hacerlo. El que tiene que justificarnos es el Señor. Eso es obra de El. Lo que nosotros tenemos que buscar es su gloria, no nuestra gloria.

viernes, 16 de marzo de 2012


Caminos del Señor que son caminos de amor que nos llevan a vivir el Reino de Dios

Oseas, 14, 2-10; Sal. 80; Mc. 12, 28-34
‘¿Quién será el sabio que lo comprenda, y el prudente que lo entienda? Rectos son los caminos del Señor; los justos andan por ellos, los pecadores tropiezan en ellos’. Hermosa consideración que nos hace el profeta Oseas que nos hace admirar la grandeza y maravilla de los mandamientos del Señor. Nuestra sabiduría y nuestra prudencia, como hemos meditado hace unos días.
Como hemos venido repitiendo en nuestras reflexiones hemos de detenernos a meditar una y otra vez en la ley del Señor, en los mandamientos del Señor. ‘Rectos son los caminos del Señor’, y hemos de desear intensamente caminar por ellos. Son caminos de amor y de fidelidad. Empezando por reconocer que primero es el amor y la fidelidad del Señor. Siempre fiel y siempre ofreciéndonos su amor a pesar de nuestra respuesta que no siempre es buena.
El conjunto de la profecía de Oseas, cuyo final es el que hoy hemos escuchado, nos habla del adulterio del pueblo que no es fiel, pero al mismo tiempo de la fidelidad del Señor que se mantiene firme en su amor por  nosotros a pesar de nuestras infidelidades. Lo que hoy hemos escuchado nos habla de la conversión de ese pueblo infiel como una adúltera que se vuelve al Señor poniendo en El toda su confianza. Ya no va a confiar en sí mismo ni en sus medios materiales. ‘Ya no nos salvará Asiria, ni montaremos a caballo, no volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos…’
Y el Señor, siempre fiel y lleno de amor por su pueblo viene a sanar sus heridas y le va a llenar de bendiciones. En un pueblo asentado en el trabajo de la tierra las bendiciones se manifiestan en la abundancia de sus cosechas y en el esplendor de sus campos cargados de frutos. Son las imágenes que emplea el profeta.
De ahí al final ese reconocimiento de la grandeza y maravilla de los mandamientos del Señor a los que de ahora en adelante quieren ser fieles. ‘Yo soy el Señor, Dios tuyo, el que te sacó de Egipto, escucha mi voz’, como hemos ido repitiendo y meditando en el salmo.
En el evangelio ‘un letrado se acerca a Jesús y le pregunta: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Jesús va a responder repitiendo textualmente lo que había dicho el Deuteronomio y que todo buen judío sabía de memoria. Una pregunta ociosa o capciosa la de este letrado que también habría de conocer con toda exactitud como maestro de Israel que era. Pero Jesús añadirá lo que dice el Levítico que el segundo mandamiento, el del amor al prójimo es tan principal como el primero. ‘El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’, le dice Jesús. A lo que el letrado tratará de corroborar, como queriendo poner el punto final, afirmando que Jesús ha respondido bien.
Pero será Jesús el que ponga de verdad el punto final de manera que ya no se atreverán a hacerle más preguntas. Si piensas así, viene a decirle Jesús, ‘no estás lejos del Reino de Dios’. Aquí, pues, lo importante, hacer presente y vivir el Reino de Dios que Jesús está anunciando. No se tratará ya de saber de memoria los mandamientos, sino de ponerlos por obra, de plantarlos en la vida y en el corazón, como Jesús nos dirá por otro lado. Es la búsqueda del Reino de Dios. Amamos a Dios sobre todas las cosas porque lo reconocemos como el único Señor de nuestra vida, y amándole a El amaremos también al prójimo, amaremos también al hermano que está a nuestro lado.
Tenemos que repetírnoslo muchas veces, empaparnos del mandamiento del Señor para que se haga vida de nuestra vida. Es lo que vamos meditando una y otra vez de manera especial en este tiempo de cuaresma porque en verdad queremos vivir el Reino de Dios, y eso significará una renovación grande de nuestra vida, para nacer de nuevo, para hacernos ese hombre nuevo del Evangelio, del que sigue a Jesús de verdad. Por eso necesitamos convertirnos al Señor y caminar por los caminos del Señor cumpliendo sus mandamientos, viviendo siempre lo que es la voluntad del Señor.

jueves, 15 de marzo de 2012


No hagamos oídos sordos a las llamadas del Señor

Jer. 7, 23-28; Sal. 94; Lc. 11, 14-23
Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón’. Nos ofrece la liturgia este responsorio para repetir con el salmo. Y tenemos que decir que nos lo ofrece sabiamente. Necesitamos abrir nuestro corazón, no encerrarnos, no endurecer el corazón, sino abrirlo a la Palabra de Dios y dejar que penetre en nosotros, deje huella en nuestra vida, mueva nuestro corazón.
Se nos ofrece como respuesta hecha oración a la misma Palabra de Dios que se nos ha proclamado en la que vemos por una parte esa cerrazón del pueblo en tiempo de los profetas y también el rechazo de muchos a Jesús, como nos describe el evangelio.
Jeremías nos recuerda: ‘Esto dice el Señor: esta fue la orden que di a mi pueblo: escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo; caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien’. Está en perfecta continuidad con los textos que nos ofrecía la liturgia ayer en los que escuchábamos también la invitación a escuchar y cumplir lo que era la voluntad del Señor para llenarnos de vida. El camino cuaresmal que vamos haciendo es como un proceso continuado que vamos realizando hacia esa purificación interior y renovación profunda que hemos de ir haciendo en nuestra vida.
Pero hoy el profeta denuncia cómo se hicieron sordos a la voz del Señor con un corazón obstinado dándole la espalda a Dios, no escuchado a los profetas que el Señor iba suscitando. ‘Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor y no quiso escarmentar’.
Es el sentido también de lo que nos ofrece hoy el evangelio. Jesús había realizado incluso un milagro expulsando un demonio para que aquel hombre que era mudo recobrara el habla, y sin embargo por allá hay quienes quieren atribuir de forma blasfema el poder de Jesús al poder de Satanás. Cierran los ojos y los oídos del corazón para no sólo no escuchar la llamada del Señor, sino incluso atribuir la acción de Jesús al príncipe de los demonios.
‘Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón’ es la respuesta que nos ofrece la liturgia con el salmo ante este mensaje que nos ofrece la Palabra del Señor. No es sólo constatar la cerrazón de aquellos corazones, ya sea en tiempo del profeta o en tiempos de Jesús a la llamada e invitación del Señor, sino tratar de contemplar nuestra vida para analizar cuál respuesta estamos dando a tantas llamadas e invitaciones a la conversión que nos va haciendo el Señor ahora de manera especial en este tiempo de Cuaresma.
Pidámosle al Señor que no se nos endurezca nuestro corazón. Abramos nuestros oídos, los ojos de la fe, los sentimientos del corazón a tanto amor con que el Señor nos está llamando cada día. Es tiempo favorable, es tiempo de salvación, como hemos venido escuchando desde el primer día de la Cuaresma.
Nos cuesta muchas veces; pueden ser muchos los apegos que haya en nuestro corazón; o nos habremos endurecido demasiado con el pecado que dejamos meter dentro de nosotros, pero la gracia del Señor es poderosa; dejemos actuar la gracia de Dios en nuestra vida; dejémonos conducir por la fuerza del Espíritu que va moviendo nuestra vida, nuestro corazón a las cosas buenas, a los caminos de la gracia.
Mucho tenemos que orar, reflexionar, revisar nuestra vida; mucho tenemos que ir confrontando lo que hacemos, nuestras actitudes y posturas con lo que nos va pidiendo el evangelio cada día. No podemos hacer oídos sordos, sino escuchar con sinceridad y apertura grande del corazón lo que el Señor nos va diciendo, nos va manifestando, nos va pidiendo. Nada imposible nos va a pedir el Señor y si nos cuesta sabemos que la gracia del Señor siempre nos llena de fortaleza.

miércoles, 14 de marzo de 2012


Guardadlos y cumplidlos que son vuestra sabiduría y vuestra prudencia

Deut. 4, 1.5-9; Sal. 147; Mt. 5, 17-19
‘Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño a cumplir… guardadlos y cumplidlos porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra prudencia… así viviréis… guárdate muy bien de olvidarlos…’
Moisés instruye al pueblo que Dios le ha confiado para que escuchen y cumplan los mandamientos del Señor. Les dice incluso que serán su orgullo ante los otros pueblos que admirarán la sabiduría y la prudencia de las leyes de este pueblo. Así serán un pueblo grande. El Señor promete para ellos si son fieles a la alianza el poseer la tierra que les había prometido. Es la fidelidad a la Alianza que han hecho con el Señor por encima de todo, donde se han comprometido a cumplir la ley del Señor.
Es señal de un pueblo maduro el tener leyes justas que ordenen toda su vida y toda su convivencia y ser fieles en el cumplimiento de la ley. Frente a la anarquía de querer gobernarse cada uno por sí mismo que se convertirá en una ley de la jungla donde cada uno vaya por su lado y la convivencia justa y pacífica sea imposible, el tener leyes justas manifiesta la madurez de los hombres y de los pueblos.
Moisés, en el nombre del Señor, se preocupa de que aquel pueblo que se ha ido formando y madurando al atravesar el desierto puedan tener esas leyes justas que ordenen toda la vida de aquel pueblo. Este texto del Deuteronomio con los discursos de Moisés es como un cántico a la sabiduría y a la prudencia de la ley que Dios ha dado a su pueblo. Es la ley mosaica que llamamos, los mandamientos del Señor.
Jesús nos dirá en el evangelio que El no ha  venido a abolir la ley y los profetas, los dos pilares sobre los que se asienta el pueblo judío, sino que ha venido a dar plenitud. La Alianza que en Cristo se realizará de manera definitiva y eterna no estará ya sellada por la sangre de los sacrificios de los animales ofrecidos sobre el altar del templo, sino que estará sellada y rubricada en la sangre de Cristo, ‘Sangre de la Alianza nueva y eterna para el perdón de los pecados’.
Jesús es la plenitud de la ley porque en El está la plenitud de la salvación. El será el que nos enseñará y ayudará a que adoremos al Padre en espíritu y verdad. El nos va a conducir por los  caminos del amor y de la entrega en el amor y en la entrega más sublime para que así sea sublime también nuestra vida y con ella demos siempre gloria al Señor en plenitud.
En este camino cuaresmal que vamos haciendo, que es camino de renovación y de purificación y que nos conduce a la Pascua en la Sangre de Cristo derramada para el perdón de nuestros pecados, es bueno que meditemos una y otra vez todo lo que es la ley del Señor, todo lo que es ese camino de vida, de sabiduría, de prudencia santa que Dios nos ha ido trazando y que adquiere plenitud en Jesús. Lo meditamos, lo rumiamos en nuestro interior, para cada día con mayor intensidad irnos impregnando de lo que es la voluntad del Señor y realizándola en nuestra vida.
No sólo decimos como un deseo en la oración del padrenuestro ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’, sino que eso significa un compromiso grande por nuestra parte para en todo hacer siempre la voluntad del Señor cumpliendo sus mandamientos y dando así gloria al Señor. Por eso necesitamos meditar en los mandamientos del Señor, tratar de ahondar cada día en su auténtico significado, porque no nos podemos quedar en superficialidades o apariencias, sino que tenemos que ir a lo más hondo para realizar en verdad lo que es la voluntad del Señor.

martes, 13 de marzo de 2012


No hay disculpa para no perdonar a los demás

Dan. 3, 25. 34-43; Sal. 24; Mt. 18, 21-35
¿Nos sucederá que nos cansamos de ser buenos? ¿Nos cansaremos de perdonar? Como se suele decir algunas veces el vaso se llena y se rebosa, y ya no podemos aguantar más. ¿Será eso lo que le sucedía a Pedro o simplemente estaba recogiendo lo que era el sentir de los que le rodeaban? Sería el sentir de los que lo rodeaban o es el sentir que vemos también a nuestro alrededor o algunas veces tenemos nosotros también en lo secreto de nuestro corazón. ¿Cuáles serás las posturas y las actitudes profundamente cristianas?
‘Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?’ Nos va Jesús a ampliar lo que ya nos había dicho en el sermón del monte del amor a los enemigos, a los que nos ofenden o hacen daño y de cómo hasta hemos de rezar por ellos. Está bien claro lo que Jesús nos enseña, pero reconozcamos que es nuestra piedra de tropezar de cada día, nuestro caballo de batalla.
Para que comprendamos mejor la respuesta que Jesús le da a Pedro – ‘no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’ – Jesús nos propone una parábola. Una parábola que nos tendría que hacer pensar en la experiencia que nosotros tenemos de haber sido perdonados como un buen punto de partida para el perdón que otorguemos a los demás. La experiencia de sentirme pecador y perdonado, de ser una persona que comete errores y fallos pero que sin embargo encuentra comprensión y perdón, creo que es una experiencia fundamental para que nosotros seamos generosos también en nuestro perdón a los demás.
Sin embargo en la parábola no parece que aquel a quien le perdonó su señor una tremenda deuda – ‘debía diez mil talentos’ – sea capaz de recordar el perdón recibido a la hora de encontrarse con su compañero que apenas le debía unos céntimos en comparación con todo lo que le habían perdonado a él. Es necesario e importante el que seamos sensibles para ser capaces de ahondar en la experiencia de ser perdonados. Porque si yo he sido perdonado de una tremenda deuda creo que debería de tener suficiente generosidad en el corazón para perdonar también a los demás las minucias que puedan ser sus ofensas.
El que me perdonen a mi no es algo que yo pueda exigir a los demás, pero cuando me siento perdonado he de saber tener la suficiente capacidad de gratitud en el corazón hacia quien me haya perdonado, pero también para comenzar a tener actitudes nuevas en mi relación con los demás. Es lo que nos está enseñando la parábola de hoy. Si yo soy perdonado de mis ofensas y pecado, casi podríamos decir que en justicia yo también tengo que saber perdonar a los que me hayan ofendido.
Además, cuando Jesús nos enseña a orar con el padrenuestro, es una condición sin la cual no tendría sentido que yo pueda pedir perdón el que yo de generosamente ese perdón a los demás. ‘Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofendido’, decimos con la oración que Jesús nos enseñó.
Y es que no nos podemos cansar nunca de ser buenos ni de ser capaces de perdonar siempre a los demás. Respondemos así a la pregunta que nos hacíamos al principio. Pero es que nuestra vida está fundamentada en el amor; es nuestro distintivo principal; somos hijos, discípulos o seguidores de quien vino para perdonar, se entregó por nosotros para darnos la gracia y el perdón, y nos enseñó, perdonando y disculpando El a quienes le clavaban al madero, a perdonar nosotros siempre y en toda ocasión.
No hay ninguna disculpa para no perdonar a los demás. Es una exigencia de nuestro seguimiento de Jesús el ser capaces de perdonar siempre y a todos. ‘¿No debías tú también tener compasión de tu hermano como yo tuve compasión de ti?’ Una exigencia de justicia, tenemos que decir, aunque haya muchos que no lo entiendan. Y lo podremos hacer con gran generosidad si en la oración nos llenamos de la fortaleza y la alegría del Señor.

lunes, 12 de marzo de 2012


La fe es arriesgarse por los caminos del Señor

2Reyes, 5, 1-15; Sal. 41; Lc. 4, 24-30
Poner toda nuestra fe y nuestra confianza en el Señor es arriesgarse a seguir sus caminos que muchas veces se nos manifiestan bien distintos a lo que nosotros podríamos pensar. Ya nos dice El en la escritura que nuestros caminos no son sus caminos ni nuestros planes son sus planes.
Alguno podría pensar que porque tenemos  puesta nuestra fe en el Señor de alguna manera podríamos manipularlo o que le vamos a hacer a nuestro antojo, o El se nos manifieste o nos haga las cosas a nuestra manera. Nos pensamos que porque tengamos fe o seamos muy religiosos ya vamos a tener todos los problemas resueltos porque Dios va a estar haciéndonos milagritos a cada momento para solucionarnos nuestras cosas. Es que yo soy tan religioso, decimos en ocasiones, es que yo creo más que nadie, es que mi familia ha hecho tantas cosas por la religión y por la Iglesia… y así nos pensamos que ya tenemos méritos suficientes para que Dios milagrosamente nos vaya resolviendo todo.
Muchas veces en nombre de esa fe que decimos que tenemos en El lo que queremos no es tanto hacer su voluntad, sino más bien que Dios haga nuestra voluntad. Y no es eso precisamente lo que Jesús nos enseñó a rezar. Esto hará que muchos se tambaleen en su fe, porque realmente no la tienen bien fundamentada.
Un ejemplo de ello es lo que vemos hoy en el texto sagrado. Naamán que se sentía poderoso y creía apoyarse en las recomendaciones del rey de Siria en su orgullo no quiere aceptar lo que le pide el profeta. Piensa que quizá no se siente bien tratado para la dignidad que él cree poseer. Algo así como que el profeta de Dios era como un sirviente o esclavo suyo que se presentaría ante él y con sus poderes mágicos por medio de cosas portentosas iba a hacerle recobrar la salud instantáneamente. Sin embargo lo que le pide el profeta es bañarse en el humilde rió Jordán y con eso recobraría la salud. Ya hemos escuchado el relato con el desarrollo de toda la acción.
De igual manera les sucede a las gentes de Nazaret. Había surgido un profeta de su pueblo y ahora pensaban que iban a beneficiarse de ello. Pero Jesús les hace ver que el actuar de Dios va por otros caminos y lo que es necesario es una fe auténtica para saber descubrir esas acciones de Dios que se manifestarán en cosas sencillas. Ya en otro momento nos dirá el evangelio que Jesús se extrañó de la falta de fe de la gente de Nazaret y allí no realizó milagros. Y ya vemos cómo ‘en la sinagoga se pusieron furiosos…’ y hasta quisieron despeñar por un barranco a Jesús.
En nuestra fe, es cierto, nos sentimos seguros porque sabemos bien de quien nos fiamos. No podemos olvidar que siempre antes que nuestra propia fe está el amor que el Señor nos tiene y que nos manifiesta de tantas maneras. Y quien se siente amado se siente seguro. Es la certeza de nuestra fe que nos hace sentir a Dios como nuestra Roca y nuestra fortaleza, el alcázar donde me refugio frente a los embates del peligro y de la tentación y la luz que nos ilumina y nos ayuda a caminar.
Pero en esa fe que ponemos en el Señor nos queremos dejar guiar por El para seguir sus pasos, para descubrir lo que es su voluntad, para realizar en nosotros lo que son sus planes, el proyecto de amor de Dios sobre nuestra vida. Y dejarnos guiar no es buscar nuestra voluntad sino su voluntad; no es hacernos nuestros planes, sino encontrar esos planes de Dios para nosotros. Será negarnos a nosotros mismos y cargar con la cruz para seguirle; será arriesgarnos a no tener donde reclinar la cabeza como le sucedía al Hijo del Hombre; será aprender a confiarnos en la Providencia de Dios para vaciarnos de nosotros mismos y llegar a descubrir que la verdadera Sabiduría del cristiano está en la Cruz de Cristo.
Es poner nuestra confianza en Dios, porque de quien único nos fiamos es de El. ¿Seremos capaces? Merece en verdad arriesgarse por Dios en nombre de nuestra fe. No olvidemos que el camino de cuaresma que vamos haciendo nos conduce a la Pascua; y la pascua de Jesús fue su pasión, muerte y resurrección. ¿Estaremos dispuestos a beber el cáliz de la Pascua?

domingo, 11 de marzo de 2012


Restaure el Señor con su misericordia el templo vivo de Dios que somos

Ex. 20, 1-17; Sal. 18; 1Cor. 1, 22-25; Jn. 2, 13-25
Un hecho inusual e impactante el que contemplamos en el evangelio hoy que puede tener un hermoso significado y mensaje en este camino cuaresmal que estamos haciendo. ‘Quitad esto de aquí – dice a los vendedores de toda clase de animales y a los cambistas – no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre’. Ante la forma, en cierto modo violenta de Jesús sus discípulos recordarán lo trasmitido por la Escritura: ‘El celo de tu casa me devora’.
Los sacrificios que cada día se ofrecían en el templo y los peregrinos venidos de todas partes había motivado todo aquel mercado en torno al templo desvirtuando en cierto modo su sentido. Era necesario hacer una restauración – y empleo esta palabra ‘restauración’, porque de eso nos habla también hoy la liturgia como luego veremos – para que el culto fuera en espíritu y verdad como nos enseñaría Jesús en otro lugar del evangelio. Recordamos el diálogo de Jesús con la Samaritana. Pero, ¿será sólo la restauración de aquel templo material o será de algo más hondo de lo que nos quiera hablar Jesús?
Hoy vemos en nuestro entorno cómo se restaura un edificio, una imagen, una pintura, un espacio, porque está excesivamente deteriorado y quizá ya no se pueda utilizar para lo que fue hecho o construido. Se restaura para devolverle su belleza original, pueda usarse debidamente, se le eliminen aquellos añadidos que con el paso del tiempo se le hayan hecho o le hayan llevado a ese deterioro.
Pero no vamos a hablar aquí de esas restauraciones materiales, sino que nos puede servir de ejemplo para esa transformación profunda que tenemos que ir haciendo en nuestra vida, en nuestra relación con el Señor, en nuestro trato y convivencia con los demás, o en esa dignidad que en virtud de nuestro bautismo todos tenemos que nos hace hijos de Dios y nos hace también templos vivos de Dios.
Cuando los judíos reaccionaron ante lo que Jesús estaba haciendo al expulsar a los vendedores del templo le preguntaron con qué autoridad estaba haciendo aquello. ‘¿Qué signos nos muestras para actuar así?’, le preguntaron. Y ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Pero no entendieron; quisieron hacer una interpretación literal de sus palabras y recordaban cuántos años había costado la reconstrucción de aquel templo, tarea en cierto modo inacabada en la época de Jesús. Sería precisamente una de las acusaciones que harían contra Jesús ante el Sanedrín. 
Los discípulos más tarde, tras la resurrección del Señor, entenderían bien sus palabras. ‘El hablaba del templo de su cuerpo’, nos dice el evangelista. ‘Cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús’. Se puede convertir, pues, este hecho y estas palabras de Jesús en un anuncio de su pascua, de su muerte y resurrección.
Jesús es el verdadero templo de Dios y es en Cristo, con Cristo y por Cristo cómo podemos darle la mayor gloria al Padre del cielo. Así en el momento cumbre de la Eucaristía por Cristo, con Cristo y en Cristo queremos darle todo honor y toda gloria, uniéndonos de verdad a Jesús con toda nuestra vida, ofreciendo el Sacrificio de la Nueva Alianza en la Sangre de Cristo, pero poniendo también toda nuestra vida en esa oblación que Cristo hará que sea en verdad agradable a Dios. Al celebrar el memorial de la pasión salvadora de Jesús, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, ofrecemos en la acción de gracias de la Eucaristía el sacrificio vivo y santo, como decimos en la plegaria eucarística.
Celebrar la Eucaristía, hacer esta ofrenda que queremos hacer de nuestra vida a Dios nos exige y nos motiva para que seamos santos. Nos exige ser santo porque queremos ofrecerle algo bueno y agradable a Dios y entonces hemos de querer vivir una vida santa. Nos exige y nos motiva, porque así queremos tener esos buenos deseos y propósitos en nosotros. Pero al mismo tiempo, en la Eucaristía, en esta misma ofrenda que queremos hacer al Señor, nos santificamos porque nos llenamos de su gracia; gracia que nos purifica, que nos fortalece, que nos ayuda a que vivamos santamente en esa dignidad grande de hijos de Dios, de la que nos hacemos partícipes por nuestra unión con Cristo.
Nos recuerda también todo esto que nosotros, por nuestra unión con Cristo, hemos sido consagrados en nuestro bautismo para ser templos del Espíritu, morada de Dios que habita en nosotros. De ahí entonces, podemos repetir, esa dignidad y esa santidad en la que hemos de vivir. Hemos de ser ese templo santo para el Señor. Templo santo que necesitamos restaurar, purificar porque tantas veces manchamos con el pecado.
Nos preocupamos muchas veces de cuidar la dignidad, la belleza, la limpieza y el ornato de nuestros templos, pero quizá pensamos menos en la dignidad y la belleza de nuestro espíritu, de nuestro corazón; la pureza y santidad de ese templo de Dios que somos nosotros. Es esa pureza y esa santidad la que nos pide el Señor. Es a lo que nos está llamando hoy de manera especial cuando escuchamos en el evangelio la expulsión de los vendedores del templo.
De cuántas cosas tendría que purificarnos el Señor; en cuánto necesitamos restaurar esa santidad de nuestra vida que afeemos tantas veces con nuestro pecado; cómo necesitamos en verdad transformar muchas cosas en nuestro corazón para que en todo y siempre podamos dar gloria al Señor. Recordemos lo que decíamos antes a manera de ejemplo de las restauraciones que hacemos de edificios o de objetos de arte. Aquí en nuestra vida hay algo mucho más valioso que cualquier objeto artístico porque está la grandeza y la dignidad de un hijo de Dios, que como tal ha de comportarse y vivir en su relación con el Señor.
Y eso que decimos de nosotros mismos, tenemos que pensarlo también de los demás. Por eso con cuánto respeto y amor tenemos que tratar a los hermanos. Ellos son también templo vivo del Señor que hemos de respetar, tratar bien y con dignidad. Todo esto tendría que llevarnos a pensar mucho en los demás y en cómo hemos de tratarlos, respetarlos, amarlos. No pisoteemos nunca, de ninguna manera, la dignidad de otra persona. Pensemos que también es un hijo de Dios, un templo del Señor. Muchas consecuencias tendríamos que sacar de aquí.
‘Restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de nuestras culpas’, pedíamos en la oración litúrgica de este domingo. Es lo que queremos ir haciendo en este camino de renovación de nuestra cuaresma; queremos llegar a la pascua habiendo renovado bien nuestra vida; en muchas cosas tenemos que ir muriendo para que en verdad renazcamos a una vida nueva, para que haya verdadera pascua en nosotros.
Por eso, en este tiempo, revisamos muchas cosas, reflexionamos dejándonos iluminar por la Palabra de Dios – palabras de vida eterna, como decíamos en el salmo -, queremos llenarnos de esa Sabiduría de Dios que encontramos en Cristo crucificado, como nos decía san Pablo, oramos insistentemente al Señor para que nos dé su luz y su gracia, para que alcancemos el don de la conversión y recibamos la gracia del perdón. Dejemos que el Señor nos purifique, nos santifique con su gracia para que seamos ese templo agradable al Señor haciéndole la ofrenda hermosa de nuestra vida siempre buscando la gloria del Señor.