domingo, 23 de diciembre de 2012


¿Quién soy yo para que me visite el Señor con su salvación?

Miqueas, 5, 1-4; Sal. 79; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 39-45
‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’, exclamó Isabel al saludo de María que venía de la lejana Galilea. Hemos tenido ocasión de reflexionar en estos últimos días sobre esta escena de la visita de María a su prima Isabel. Cuando nos encontramos en el cuarto domingo de Adviento, ya a las puertas de la nochebuena, la fiesta del nacimiento del Señor, queremos de mano de María y - ¿por qué no? - contemplando la fe de Isabel que está llena también del Espíritu Santo completar nuestra preparación para celebrar con toda hondura el Misterio de la Navidad.
También nosotros podemos preguntarnos en este momento, ¿quién soy yo para que venga a mi encuentro el Señor con su salvación? Necesitamos de una dosis grande de humildad, como hemos venido reflexionando a lo largo de todo el Adviento, para reconocer cuán necesitados - valga la redundancia - estamos de la salvación que el Señor viene a ofrecernos. Es una gracia del Señor que no merecemos, un don, un regalo del Señor. Pero es que solo Cristo puede ofrecernos la salvación. No hay ningún otro nombre, ni en el cielo ni en la tierra, que pueda darnos la salvación.
Necesitamos de esa humildad y necesitamos fortalecer nuestra fe. Para ello, como María y como Isabel, hemos de dejarnos conducir por el Espíritu de Dios. Isabel, llena del Espíritu Santo, tuvo ojos de fe para reconocer quien venía hasta ella, para reconocer movida por ese mismo Espíritu que María era la madre del Señor. Con María estaba llegando Dios de manera especial a aquel hogar de la montaña; María estaba llena de Dios, llena de gracia, llevaba en sus entrañas al Hijo de Dios que se encarnaba para ser nuestro Emmanuel, para ser para siempre Dios con nosotros. Isabel tuvo ojos de fe para descubrir lo que ningún humano le podía manifestar, porque supo escuchar en su corazón la voz del Espíritu que le revelaba aquel misterio de salvación.
¿Quién soy yo…? seguimos preguntándonos para merecer esa visita del Señor a nuestra vida. Pero Dios quiere llegar hasta nosotros, quiere hacerse presente en nuestra vida - ese es el estilo de su amor - y hemos de saber descubrir las señales de su presencia dejándonos conducir por el Espíritu. De muchas maneras, en muchos acontecimientos, en tantas personas que de una forma u otra llegan a nuestro lado o pasan junto a nosotros está llegando Dios en estos días a nuestra vida. Hemos de saber descubrirlo. Hemos de abrir los ojos de la fe.
¿Quién podía imaginar que en aquella muchachita jovencita llegaba Dios a la casa de Isabel y Zacarías en la montaña? ¿quién podría imaginar más tarde - y esto nos vale mucho a nosotros en estas vísperas de la navidad - que en aquel matrimonio joven que venía desde el lejano Nazaret y pasaba por la posada o por las puertas de Belén buscando donde cobijarse llegaba Dios para ser Emmanuel en medio de nosotros los hombres? Algunos cerraron las puertas o no tenían sitio para ellos, pero dichoso quien compasivo quizá les dirigió a aquel establo de los alrededores de Belén para que allí pudieran cobijarse. Y allí nació Dios hecho hombre.
Alguien puede llegar a nuestra puerta en estos días, algún acontecimiento puede suceder a nuestro lado o en nuestro mundo, alguna señal querrá poner el Señor junto a nosotros de su presencia; quizá en un problema, un dolor, un sufrimiento, una alegría… pero sepamos abrir los ojos para sintonizar con esas señales de Dios y no cerremos las puertas a Jesús que viene porque quiere nacer en nuestro corazón, quiere nacer y reinar en nuestra vida. Ya sabemos bien, Jesús nos lo enseña en el evangelio, en quienes quiere Jesús que le veamos a El y le acojamos.
Podemos fijarnos en la actitud de María que como buena mujer y madre lo normal hubiera sido que tras el anuncio del ángel de su divina maternidad hubiera comenzado a cuidarse y a preparar la llegada del hijo que iba a nacer de sus entrañas. Cuántas cosas preparan las madres para el nacimiento de su hijo y cómo se preparan ellas también. Pero ¿qué hizo María? ¿cuál, podríamos decir, fue la preparación que realizó? Marchar presurosa hasta la montaña porque allí estaba quien necesitaba su ayuda, a quien ella podía servir y fue desde el amor y en el amor cómo ella supo acoger al Dios que llevaba en sus entrañas para hacerse hombre y esas fueron las pautas de su preparación.
‘Dichosa tú porque has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, fue la alabanza de su prima Isabel. Dichosa María por su fe, esa fe que ella plantaba en lo hondo de su corazón pero envolvía y empapaba totalmente su vida. Dichosa María por su fe, porque se cumplían las promesas del Señor. Dichosa porque con el sí de su fe ella colaboró desinteresada y generosamente con el plan de Dios, que eran planes de amor y de salvación. Dios quiso contar con ella y allí está la disponibilidad y la generosidad de su fe que se transforma en obras de amor. Se puso en camino, fue aprisa allí donde ella podía manifestar su amor, y así llevó a Dios también hasta aquel hogar de la montaña.
Dichosos tenemos que sentirnos nosotros, sí, por nuestra fe. También queremos hacer el obsequio de nuestra fe y de nuestro amor. Dichosos porque tenemos la certeza del Señor que viene a nosotros con su salvación. Se cumplen todas las promesas de Dios. Lo anunciado ya en aquella primera página de la historia allá en el jardín del Edén tras el pecado de Adán ahora tiene su cumplimiento. Va a nacer de la mujer, de la nueva Eva, aquel que va a escachar la cabeza del maligno porque con su vida y con su muerte se va a realizar la obra de la redención.
Dichosos nosotros si ponemos toda nuestra fe en el Señor que viene a nuestra vida y con su salvación va a hacer un mundo nuevo. Dichosos nosotros si poniendo toda nuestra fe en el Señor nos dejamos conducir, prestamos nuestra generosa disponibilidad y colaboración para que se cumplan las promesas del Señor y podamos hacer más presente el Reino de Dios en nuestra vida y nuestro mundo. Creemos, sí, en Jesús que es nuestro salvador, y creemos en su victoria sobre el mal, y creemos en ese mundo de justicia y de verdad, de paz y de amor que podemos realizar con la fuerza del Señor.
Dichosos cuantos llenan de sentido y de valor sus vidas con la fe. Dichosos si con fe y con nos acercamos al misterio de la Navidad y sabemos descubrir a Dios que nos sale al encuentro en nuestra vida. Llenos de dicha y de alegría honda nos acercamos al misterio; llenos de dicha y de alegría abrimos los ojos de nuestro amor para descubrir, para reconocer y para acoger al Señor que llega a nosotros. Estemos atentos, tengamos prontitud en el corazón y diligencia con las obras de nuestro amor para acoger al Señor que llega y que encuentre sitio en la posada de nuestro corazón.
Que desde lo hondo del corazón con fe seamos capaces de decir: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’. Esa obediencia de la fe, esa generosidad que pone la fe en nuestro corazón sea la cuna en que recibamos a Jesús.

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