viernes, 12 de octubre de 2012


María, Pilar y estrella de la nueva evangelización

Crón. 18, 3-4.15-16; 16, 1-2; Sal. 26; Lc. 11, 27-28
‘Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí’, anuncia proféticamente la misma María, inspirada por el Espíritu Santo, en el cántico del Magnificat.
El ángel la había llamado ‘la llena de gracia’. ¿Qué más grande bendición y felicitación podía recibir que desde el mismo cielo llamaran ‘la llena de gracia’?
Isabel, en estos mismos momentos del cántico del Magníficat, inspirada también por el Espíritu Santo la había llamado dichosa porque había creído, pero no solo eso sino que la llama la Madre del Señor. ‘¿De donde que venga a mí la madre de mi Señor? Dichosa tú que has creído que todo lo que se te ha dicho se cumplirá’.
La felicitaría la mujer anónimo en medio de la multitud que alaba a la madre que trajo al mundo al Salvador. ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron’, diría aquella mujer alabando a la madre de Jesús. Pero Jesús mismo la llamaría dichosa porque ella como nadie plantó en su corazón la Palabra del Señor. ‘Dichosos más bien los que escuchan la palabra del Señor y la cumplen’, acabaría diciendo Jesús.
Aquí estamos nosotros hoy uniéndonos al coro que a través de los siglos ha prorrumpido en alabanzas a María porque es la Madre del Señor y porque el Señor nos la ha dejado como Madre. Hoy recordamos su presencia allá junto al Ebro cuando vino a alentar la esperanza y los trabajos apóstolicos de Santiago en predicación por nuestras tierras hispanas. Pero es la alabanza que queremos entonar en honor de María que ha sido nuestro amparo celestial a través de los siglos y que en torno a María y con su protección se ha mantenido la fe de los pueblos de España.
‘Tú permaneces como la columna que guiaba y sostenía día y noche a tu pueblo en el desierto’, hemos proclamado ya desde el principio de la celebración. Recordamos aquel peregrinar del pueblo de Dios por el desierto pero que siempre se veía alentado por la presencia del Señor bajo el signo de aquella nube que les protegía y les sostenía en los ardores del calor del día o los rigores del frió de la noche en su camino hacia la tierra prometida. Pero esas palabras las dirigimos a María que está ahí, en ese signo de la columna, del pilar, como guía y protección del pueblo cristiano. Ella, como el Arca de la Alianza que acompañaba y animaba la fe del pueblo peregrino, está también junto a nosotros como ese signo maravilloso de lo que es la presencia y el amor del Señor.
Así quiso Dios contar con María en la historia de nuestra salvación. Fue aquel sí al ángel de la anunciación que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios en su seno para que nos naciera un salvador siendo la madre de Dios, pero es también la maternidad de María, madre de todos los creyentes que Jesús nos dejó como herencia desde lo alto de la cruz. ‘He ahí a tu hijo… he ahí a tu madre’. Escuchamos a Jesús en aquellos sublimes momentos. Y Juan, el discípulo amado, la recibió en su casa, y nosotros, discípulos amados y que queremos merecer tal amor y tal dicha, queremos acogerla para siempre en  nuestro corazón.
La llamamos madre, la sentimos como madre; la contemplamos como madre y ejemplo de mujer creyente, la sentimos como madre que nos cuida y nos protege para que lleguemos siempre hasta Jesús. La contemplamos como Madre que siempre nos está señalando el camino de Jesús, y la sentimos como madre de la evangelización que siempre nos está impulsando para que nosotros no solo encontremos el camino de Jesús para nosotros mismos sino que nos convirtamos también en signos y señales de evangelio para que los que están a nuestro lado reciban esa buena noticia y alcancen también la salvación.
A Ella, pues, le pedimos que nos ayude a mantenernos fuertes en nuestra fe, firmes y seguros en nuestra esperanza y constantes y generosos siempre en el amor. Es nuestra tarea y nuestro compromiso cuando contemplando a María iniciamos este Año de la Fe al que nos ha convocado el Papa y ayer iniciábamos porque en María tenemos la estrella y el mejor ejemplo de la Nueva Evangelización que todos hemos de emprender.

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