miércoles, 19 de septiembre de 2012


Un amor que nos acerca a Dios y nos hace parecernos a El
1Cor. 12, 31-13, 13; Sal. 32; Lc. 7, 31-35

‘Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño…’ 

¿Habré acabado en verdad con las cosas de niño? En la medida en que vamos creciendo en la vida y en sus conocimientos, vamos creciendo en madurez porque vamos comprendiendo todo con mayor profundidad y le vamos encontrado un sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos. 

Pero hemos de reconocer que no es sólo cuestión del paso de los años, sino de la reflexión honda que nos vamos haciendo dentro de nosotros mismos y vayamos encontrando respuestas a esos por qué profundos que se nos van planteando en la vida. 

¿Será así ese crecimiento en madurez no sólo en lo humano, sino también en lo religioso y en los cristiano? Sería triste que siguiéramos siendo niños, en ese sentido de inmaduros, en nuestra fe y en nuestros sentimientos y comportamientos cristianos. 

En el evangelio Jesús les dice a los judíos, por la forma que tienen de reaccionar y responder al misterio que en El se les va revelando, - nos lo dice a nosotros también, tenemos que analizarlo bien - que se parecen a los niños que juegan en la plaza que aún no saben ni lo que quieren.

San Pablo, en este hermoso y conocido texto - aunque no siempre reflexionado lo suficiente de forma madura - de la carta a los Corintios que solemos llamar el himno o cántico del amor, nos habla de ese amor cristiano y verdaderamente maduro. 

‘Ambicionad los carismas mejores’, nos dice. Y nos enseña cómo el amor tiene que ser como el motor de todo lo que hagamos. Un amor que no se reduce simplemente a hacer cosas buenas, sino que tiene que estar en la motivación más profunda de lo que hagamos. 

Así comenzará diciéndonos algo que nos pudiera parecer contradictorio si no lo reflexionamos bien, porque nos habla hasta de repartir todo lo que tenemos, pero que si no tenemos amor de nada nos sirve. Puedo tener la capacidad de hablar todas las lenguas humanas y angélicas, nos dice, pero que si no tenemos amor seremos como una campana que repiquetea o un platillo que nos aturde.

Nos da a continuación una serie de pautas de cómo tiene que ser ese amor para que sea verdadero. Nunca podremos actuar por el interés, nunca podremos estarle poniéndole límites ni medidas, nunca podremos creernos los mejores y los que más amamos o hacemos el bien. Todo eso desvirtuaría el amor verdadero.

Y es que el amor, como nos enseñado Jesús en el evangelio, tiene que parecerse al amor que Dios nos tiene. El amor de Dios es un amor primero, porque nos ama Dios no porque nosotros le hayamos amado, sino que aunque nosotros no le amemos siempre nos amará el Señor. Así nos enseña san Juan en sus cartas. Pero es un amor generoso y universal porque tenemos que amar sin estar esperando recompensas y es un amor a todos sin diferencia ni distinción, como nos ama el Señor. 

Por eso como nos dice ahora el apóstol es un amor siempre comprensivo; un amor que nos hace estar siempre en actitud de servicio; un amor que es paciente y esperanzado; un amor que siempre nos tiene que llevar a confiar en los demás. Un amor del que se ha desterrado para siempre la envidia, el orgullo, la violencia y la ira. Un amor que no se confunde con la pasión ni la búsqueda de mi yo, porque no puede ser nunca egoísta. Un amor siempre abierto al otro, a la verdad, a hacer el bien. Un amor que es olvidadizo de los males que uno haya podido recibir porque siempre está dispuesto a perdonar y a hacerlo con generosidad. Un amor que nunca echa en cara lo bueno que nosotros podamos estar haciendo. Un amor abierto a lo infinito y a la trascendencia. Un amor que nos acerca a Dios y nos hace parecernos a El.

No es fácil amar así. Es necesario un crecimiento interior muy profundo. Es la madurez humana y cristiana de la que hablábamos y que en la medida que nos vamos llenando de Dios podremos ir alcanzando día a día. Siempre decimos que la fe en Jesús nos conduce a la plenitud de la vida. Es el camino que recorreremos llenándonos de Dios para vivir en su amor y con su amor.

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