lunes, 17 de septiembre de 2012


La fe necesita caminos de humildad para llegar a Dios
1Cor. 11, 17-26; Sal. 39; Lc. 6, 6-11

La fe necesita caminos de humildad para que nos pueda acercar definitivamente a Dios. La fe es depositar confianza en aquel en quien creemos, porque nos fiamos, confiamos, aceptamos, decimos sí. Pero ese aceptar al otro, al Otro con mayúsculas, porque realmente estamos hablando de fe no sólo en lo humano, sino de fe en Dios, exige humildad, porque es en cierto modo despojarnos de nuestro yo, de nuestro saber o desear para aceptar plenamente a aquel en quien creemos. 

Reconocemos a Dios y reconocemos su grandeza, su ser infinito, su omnipotencia, su sabiduría divina, su amor en quien encontramos sentido para todo. Para eso es necesaria la humildad. La humildad nos llevará a Dios; la humildad nos llevará a conocerle y reconocerle. Pero no es una humildad que nos empequeñece sino todo lo contrario, nos engrandece porque nos va a conducir a Dios y entonces nos va a conducir a caminos de plenitud, la plenitud total de nuestra vida que solo podemos encontrar en Dios. 

Cuando queremos hacer los caminos de nuestra vida no queriendo aceptar esa plenitud mayor que en Dios podemos encontrar volvemos las espaldas a Dios y nos contentamos con decir que solo queremos afirmarnos a nosotros mismos y que para eso no necesitamos a Dios. Grave error en el que se puede caer cuando negamos a Dios. Necesitamos la humildad para saber pedir también el don de la fe. 

Hoy nos encontramos en el evangelio con un hombre que podríamos decir que no necesitaba de nada ni de nadie; era poderoso por su condición y el mismo nos dirá en el relato de los otros evangelistas que tenía poder para mandar y que le obedecieran. Era poderoso pero supo bajar las escaleras de la humildad y de la fe.

La necesidad, el problema de su criado enfermo le hizo abrir los ojos a la trascendencia y comenzar a vislumbrar que podía existir que le diera respuestas a su vida y a sus problemas. Humildemente acude a Jesús. Tan humilde que cuando Jesús quiere incluso ir a su casa para curar a su criado considera que no es digno de que Jesús entre en su casa; tan humilde que ni siquiera se atreve, como nos dice Lucas, a venir él mismo hasta Jesús para pedir la curación de su criado y se vale de unos mediadores. Primero ‘envió a unos ancianos de los judíos para rogarle que fuera a curar a su criado’, y posteriormente cuando Jesús se acerca a su casa envió a otros amigos para decirle ‘Señor, no te molestes, no soy yo quien para que entres bajo mi techo, por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano’.

Y Jesús valorará su fe y su humildad. ‘Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe’, dirá Jesús como una alabanza para aquel hombre. ‘El que se humilla será ensalzado’, que nos dirá Jesús en otra ocasión. ‘Derribó del trono a los poderosos y ensalzó a los humildes’, que cantaría María en el Magnificat. Y aquel hombre recibirá el beneficio y la bendición de Dios porque se le concede lo que ha pedido. ‘Al volver a casa los enviados encontraron al criado sano’. 

Qué lección más hermosa para nuestra vida y para nuestra fe. Caminos de humildad para encontrar a Dios, para llenarnos de Dios. Son caminos de reconocimiento de nuestra pequeñez y de la grandeza de Dios. Son caminos de vaciarnos de nosotros mismos para que nuestro corazón pueda estar abierto a Dios. Lo contemplamos hoy en el centurión romano, como lo hemos contemplado en María la Virgen cada vez que la contemplamos y meditamos en su santidad. Dios la hizo grande, su Madre, la Madre de Dios, cuando ella se hacía pequeña porque se consideraba la humilde esclava del Señor.

Las palabras, pero no pueden ser solo las palabras, sino las actitudes profundas del centurión las hemos tomado para repetirlas nosotros, para reflejarlas en nuestra vida cuando nos vamos a acercar a Cristo en la Eucaristía. Es la humildad con que comenzamos siempre la celebración reconociéndonos pequeños y pecadores, y son las palabras de humildad que repetimos momentos antes de comulgar para pedirle una vez más que nos purifique y nos prepare el corazón para recibirle dignamente. Que no sean palabras que repetimos, sino que sean actitudes profundas que tenemos en nuestra vida para poder llegar hasta Dios.

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