sábado, 8 de septiembre de 2012


Desbordo de gozo con el Señor en el nacimiento de María
Miq. 5, 2-5; Sal. 12; Mt. 1, 1-16.18-23

‘Dichosa eres, Santa Virgen María, y muy digna de alabanza; de ti ha salido el sol de justicia, Cristo nuestro Dios’. Dichosa, feliz, te decimos María en el día en que celebramos tu nacimiento. Te felicitamos y nos felicitamos contigo. Te felicitamos y contigo nos alegramos en tu natividad porque tu nacimiento es la aurora que anuncia el día de la salvación, tu nacimiento nos anuncia la llegada de la salvación. Felicidades, madre; felicidades, María. ‘Hoy nace una clara estrella, tan divina y celestial, que, con ser estrella, es tal, que el mismo sol nace de ella’, que dice la liturgia en este día en uno de sus himnos.

Claro que sí, tenemos que felicitar a María. ‘Desbordo de gozo con el Señor, cantaré al Señor todo el bien que me ha hecho’, repetíamos en el salmo. Así nos llenamos de gozo en esta fiesta de la Natividad de María. 
Si a cualquiera de los seres de este mundo que conocemos y amamos los felicitamos en el día de su cumpleaños, así también tenemos que felicitar a la madre, tenemos que felicitar a María. Es nuestra madre; es la madre del Señor; por ella nos llegó la salvación. Así nos lo repite de mil maneras la liturgia en este día. Y como dice uno de los himnos litúrgicos de esta fiesta celebrar la natividad de María es como ensayar o entrenarnos para cuando celebremos la Natividad del Señor. ‘Canten hoy, pues nacéis vos, los ángeles, gran Señora, y ensáyense, desde ahora, para cuando nazca Dios’.

Así hoy por todos los lugares celebramos una fiesta en honor de María en sus distintas advocaciones. Y la llamamos la Madre de la Luz, y la Madre de los Remedios en muchos pueblos de nuestras islas, y otras muchas advocaciones más locales como la Virgen del Pino en Gran Canaria y con otros nombres en otros lugares.

Pero la mejor felicitación que le podemos hacer a María, el mayor amor que le podemos mostrar es querer parecernos a ella en su fe, en su amor, en su santidad. Contemplamos a María en la grandeza a la que Dios quiso llamarla para que ocupara un lugar importante en la historia de nuestra salvación siendo la madre del Salvador. Pero es que el Señor se había complacido en ella por su fe grande y por su amor, por su humildad y por la santidad con que quería resplandecer en su vida. 

Es cierto que ya el Señor la hizo grande y la llenó de todas las gracias cuando incluso la preservó de la mancha del pecado original, pues santa había de ser la que llevara en su seno al Hijo de Dios en su encarnación. Pero si el Señor la llenó de gracia no le restó para nada su libertad, libertad con la que ella día a día respondía al Señor sintiéndose pequeña y humilde, pero grande en su fe y en su amor. María es el mejor ejemplo de respuesta a la gracia del Señor. El sí que en Nazaret dio como respuesta al anuncio del ángel de parte del Señor era el sí que cada día ella daba a Dios en su fe y en su amor. 

Es la gracia con la que el Señor quiere fortalecernos también a nosotros en cada día y en cada instante de nuestra vida. De María hemos de aprender a responder a la gracia del Señor. Ella estaba llena de Dios y por eso sabía decir sí en cada momento; nosotros en la debilidad de nuestro pecado muchas veces en lugar de llenarnos de Dios nos llenamos de nuestro yo, de nuestros orgullos o de nuestros saberes, olvidándonos de Dios. Es lo que tenemos que aprender a hacer como lo hizo María. Pongamos humildad en nuestro corazón para dejarnos conducir por el Señor, como lo hizo María. 

Hoy en la oración hemos pedido que ‘cuantos hemos recibido las primicias de la salvación por la Maternidad de la Virgen María, consigamos aumento de paz en la fiesta de su nacimiento’. Que nos llenemos, sí, de esa paz cuando el corazón lo tenemos lleno de Dios. Por eso quiero terminar esta reflexión con el final de uno de aquellos himnos litúrgicos de la fiesta de la Virgen que antes mencionábamos. ‘Vete sembrando, Señora, de paz nuestro corazón, y ensayemos, desde ahora, para cuando nazca Dios’.

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