sábado, 31 de marzo de 2012


Se acercaba la fiesta de la Pascua y muchos judíos subían a Jerusalén

Ez. 37, 21-28; Sal. Jer. 31, 10-13; Jn. 11, 45-56
‘Os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’. Así sentenció Caifás, sumo sacerdote aquel año. Andaban preocupados y se había reunido el Sanedrín para tomar decisiones. La popularidad de Jesús iba creciendo, después de la resurrección de Lázaro y había que quitarlo de en medio.
Pero aunque ya sabemos cuáles eran sus intereses el evangelista nos hace reflexionar para ayudarnos a descubrir lo que era el plan de Dios. ‘Esto  no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos dispersos’.
Es la lectura teológica de los acontecimientos, de la historia. Es descubrir en los acontecimientos que van sucediendo lo que son los planes de Dios. Es hacer una mirada de la vida, de la historia, de los acontecimientos desde la mirada de Dios, desde los ojos de la fe.
Muchos podrán hacerse sus interpretaciones de la vida y de la muerte de Jesús mirándolo como un ideólogo con ideas y planes muy concretos, como un líder o como un hombre bueno que tenía sus altos ideales. Nosotros miramos a Jesús desde los ojos de la fe y queremos contemplar siempre lo que son los planes de Dios. Y los planes de Dios son planes de amor, son planes de salvación para nosotros. No nos entenderán quizá muchos de los que nos rodean, pero esa es nuestra fe que da sentido a nuestra vida y eso no lo podemos perder de vista.
Como nos decía el evangelista Jesús había de morir ‘no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos dispersos’. Es lo que nos había anunciado el profeta que escuchamos en la primera lectura. ‘Voy a recoger a todos los israelitas de las naciones a las que marcharon; voy a congregarlos de todas partes… los haré un solo pueblo… haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna… con ellos moraré, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo… y sabrán las naciones que yo soy el Señor…’
Es el misterio grande que nos disponemos a celebrar, el misterio pascual de Cristo, de su pasión, muerte y resurrección. Cristo que se entrega, entrega su vida, nos ama hasta el extremo con el mayor amor que podemos imaginar. Vamos a contemplar repetidamente estos días la pasión de Jesús y meditarla hondamente. Vamos a contemplar el sacrificio de Cristo, su sangre derramada para el perdón de los pecados de todos los hombres.
Nos tenemos que seguir preparando con toda intensidad y amor. La contemplación que vamos a hacer del misterio de Cristo no es la contemplación de un espectador, sino la de quien se siente profundamente implicado. Estaremos contemplando todo el amor que Dios nos tiene pero tenemos que contemplarnos a nosotros, los que nos sentimos así amados con un amor tan grande, y los que nos sentiremos beneficiados de ese amor porque vamos a recibir su gracia, su perdón, su vida divina.
Y eso nos exige disponer nuestro corazón. Querer vivir esa gracia que Cristo nos regala. Por eso la semana santa no la podemos vivir de cualquier manera. Es algo hondo que tenemos que vivir. En lo que tenemos que poner toda nuestra vida, nuestra fe, nuestro amor. Es la respuesta que nos llevará a ser más santos, a ser mejores en la vida.
‘Se acercaba la fiesta de la Pascua y muchos judíos subían a Jerusalén’. Se acerca la fiesta de la Pascua, dispongámonos a subir a Jerusalén para celebrarla con Jesús

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