martes, 7 de febrero de 2012


Preocupémonos de tener limpio el corazón…

1Reyes, 8, 22-23.27-30; Sal. 83; Mc. 7, 1-13
¿Nos lavamos las manos restregando bien o nos preocupamos de tener limpio el corazón? Algunas veces nos preocupamos más de lo que aparece por fuera, que de lo que realmente tenemos dentro del corazón. Es el primer pensamiento que surge al escuchar hoy el evangelio con la pregunta que le hacen los fariseos a Jesús. Y es en lo que Jesús quiere hacerles pensar, quiere hacernos pensar.
‘¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?’, vienen a preguntarle unos fariseos y unos escribas de Jerusalén a Jesús. El evangelista nos explica lo que eran las tradiciones de los judíos, sobre todo de los fariseos, a este respecto.
Nos puede suceder que cosas que son buenas en si mismas pero que no tienen una gran trascendencia las convertimos en fundamentales y esenciales de manera que si  no las hacemos, parecería que estamos haciendo un gran delito. El tema de lavarse o no lavarse las manos antes de comer lo podemos ver necesario desde el punto de vista higiénico. En un momento determinado quizá se quiso ver como una imagen o un signo de la pureza interior de la persona, pero se podía tener el peligro al final de darle más importancia al gesto higiénico que a la propia pureza interior. Por eso nos hacíamos la pregunta del principio. Y así, como dice Jesús, en muchas cosas.
Jesús les recuerda lo dicho por el profeta: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres’.
Bueno es hacer una ofrenda al templo como una forma de honrar al Señor procurando tener un lugar digno para su culto o para el encuentro o la reunión de los creyentes. Pero llegar a la práctica de lo que Jesús les denuncia que por hacer una ofrenda al templo de sus bienes abandonar, en este caso, a los padres o a los seres queridos, creo que nos damos cuenta de que no es eso lo que quiere el Señor.
¿Qué es lo que el Señor realmente quiere o nos pide? Misericordia quiero y no sacrificios, nos dirá Jesús en otro lugar recordando también a los profetas. Es importante ese amor con el que llenemos nuestro corazón. Es importante esa pureza interior, alejando de nosotros toda maldad y todo pecado. Vayamos con un corazón puro al Señor que es lo importante.
No nos quedemos en el rito externo; no nos quedemos en la apariencia; no busquemos encandilar a los demás con las cosas externa que nosotros hagamos por muy hermosas que sean, porque si las manchamos con la vanidad, la apariencia y el orgullo, de nada nos sirven. Ya nos dirá Jesús que lo que haga tu mano derecha que no lo sepa la izquierda, para que no hagamos nunca ostentación de las cosas buenas que hagamos. Lo importante no es nuestra gloria sino la gloria del Señor.
Por eso tenemos que revisar muchas actitudes y nuestra manera de hacer las cosas. Algunas veces nos cuesta esa revisión de posturas y maneras de hacer, porque de entrada nos pensamos que siempre lo hacemos bien. Pero el evangelio nos hace confrontar continuamente lo que hacemos para que busquemos la mayor gloria de Dios en todas nuestras obras. Y en referencia, por ejemplo, a lo que antes mencionábamos de nuestras ofrendas, pensemos si no damos mayor gloria a Dios cuando compartimos con el hermano necesitado que cuando hacemos una obra donde busquemos un lucimiento personal por esos regalos hermosos que podamos hacer en nuestras promesas o exvotos que ofrecemos en nuestros templos.
San Juan Crisóstomo era muy fuerte hablando contra aquellos que se preocupaban de tener unos templos llenos de riquezas y adornados con bellas joyas, mientras, como él decía, el cuerpo del Señor en los pobres y necesitados pasaba hambre y pasaba frío porque no tenía qué comer o con qué abrigarse.
Preocupémonos, entonces, de la pureza interior y del verdadero adorno de nuestro corazón que tienen que ser nuestras obras de amor. Es en lo que siempre tenemos que resplandecer.

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