miércoles, 1 de febrero de 2012


No sólo admiración por su sabiduría y milagros sino creer en la Buena Nueva de Jesús

2Samuel, 24, 2. 9-17; Sal. 31; Mc. 6, 1-6
Sienten admiración por su sabiduría y por los milagros que realiza, pero no terminan de creer en El. Se preguntan de donde ha sacado esa sabiduría y ese poder para realizar milagros pero se quedan diciendo que es el hijo de María y del carpintero y que por allí andan sus parientes.
‘Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos y cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga, mientras la multitud lo oía asombrada…’ Pero al final terminará diciéndonos el evangelista que ‘no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se extrañó de su falta de fe’.
Ante Jesús no sólo tenemos que sentir asombro. Es necesario algo más, porque lo que El nos pedirá es que creamos en la Buena Nueva que anuncia y convertir nuestra vida. Creer en la Buena Nueva, en el Evangelio es creer en Jesús; es poner toda nuestra fe en El. Y quien pone la fe en Jesús es porque ha vivido un encuentro profundo con El, desde lo  más hondo de la vida.
No podemos mirar a Jesús desde fuera, como quien se asombra ante un personaje singular o un personaje histórico. Los personajes históricos ahí están pero pasan con el tiempo. Ante un personaje singular podemos sentir admiración por lo que hace, pero pronto podremos cambiar porque habrá otros personajes. Ante Jesús sintieron asombro sus vecinos de Nazaret pero no llegaron a acogerlo hondamente en sus vidas. ‘No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa’, les dirá Jesús.  
Con Jesús tendrá que ser algo distinto. La fe es algo mucho más hondo. Por la fe queremos unirnos a El para vivir su misma vida. Por eso es necesario ese encuentro desde lo más profundo, ese encuentro vivo, ese encuentro que nos transforma, ese encuentro que nos va a hacer distintos porque nos vamos a llenar de su vida. No será sólo el milagro que contemplamos y que nos puede llevar a la admiración, sino que tiene que ser ese encuentro que nos da nueva vida. No puede ser algo para un momento o para un tiempo determinado, sino que quien se encuentra de veras con Jesús, lo será ya para siempre.
Es a lo que tiene que llevarnos nuestra fe. Es por lo que acudimos a El en la Eucaristía y en los sacramentos porque queremos llenar nuestra vida de El, de su gracia, de su propia vida, y porque queremos alimentarnos en El porque sin El nada podríamos hacer. Sentiremos, entonces, la necesidad de estar siempre unidos a El, para que circule su gracia, su vida divina por las venas de nuestro espíritu, porque ya sabemos que somos los sarmientos que tenemos que estar unidos a la vid para siempre para poder tener vida eterna en nosotros.
Estaremos deseando alimentarnos siempre de su vida y de su Palabra porque quienes se aman quieren estar unidos, conocerse más y más profundamente cada día y la vida del uno sin el otro ya no tendría sentido ni valor. Así tiene que ser nuestra vida en Cristo; así tiene que ser nuestro amor que cada día queremos alimentar en su amor.
Cada día queremos escuchar más y más su Palabra y con ansiar ardientes y deseos hondos venimos a alimentarnos de ella en nuestra celebración. Es la Sabiduría más honda y más hermosa de nuestra vida. Igual que un enamorado nunca se cansa de su amor, el creyente en Jesús nunca se cansará de su Palabra sino que más bien estará deseándola continuamente para impregnarse más y más en su Espíritu.
Que ese Espíritu nos ayude a crecer más y más en nuestra fe en Jesús. Que con la fuerza de su Espíritu en verdad nos sintamos transformados por su vida para que ya comencemos a dar testimonio de Jesús, a convertirnos por el amor, por la obras de justicia, en verdaderos testigos de Jesús en medio del mundo.

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