sábado, 17 de septiembre de 2011

No es una vez más la parábola del sembrador


1Tim. 6, 13-16;

Sal. 99;

Lc. 8, 4-15

‘Salió el sembrador a sembrar su semilla…’ comienza la parábola. ‘Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo…’ escuchábamos ayer. ‘Se le juntaba mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo…’

Es el sembrador que sale a sembrar su semilla, recorre pueblos y ciudades, mucha gente acude a escucharle. Y siembra la semilla. Y anuncia el Reino de Dios. Y les proclama la Palabra del Señor.

‘Al sembrarla…’ la semilla iba cayendo en distintos terrenos, ‘al borde del camino…, en terreno pedregoso…, entre zarzas…, y el resto cayó en tierra buena…’ Gentes diversas que venían hasta Jesús con buena voluntad, sí, pero no siempre sus corazones estaban lo suficientemente preparados.

Algunos se entusiasmaban de entrada y querían aclamarle y hasta hacerle rey. Otros cuando veían las exigencias, dan marcha atrás y se volvían quizá pesarosos porque no tenían la valentía de dar el paso que se les pedía. Algunos se marchaban defraudados porque les parecía duro lo que Jesús les decía. Algunos endurecidos se cerraban en banda y rechazaban todo lo que Jesús pudiera proponer. Pero había quién le seguía, se convertía en su discípulo a pesar quizá de sentirse débil pero con deseos de estar con Jesús.

No toda la semilla dio fruto; alguna fue pisoteada por los caminantes del camino o se la comían los pájaros del cielo; otra se ahogaba entre zarzas o se secaba por falta de agua y de raiz. Sólo la caída en tierra bueno dio fruto.

Pero, ¿y nosotros? ¿qué tierra somos? ¿cómo la acogemos? Porque es bonito hacerse bellas consideraciones de cómo la acogía la gente en los tiempos de Jesús o de lo que podía pasar a una semilla según la tierra en que cayera. No es sólo eso lo que ahora tenemos que hacer. Pero ahora somos nosotros esa tierra. Pudiera ser que también nosotros nos convirtiéramos en tierra dura, porque ya de entrada desde que comenzamos a escuchar la parábola ya nos dijimos, la conocemos, es la parábola del sembrador. Mala cosa esa predisposición por nuestra parte si la hay. No endurezcamos el corazón.

La semilla cae en la tierra y allí enterrada en silencio irá germinando. Es lo que tenemos que hacer nosotros, dejar que se entierre bien en nuestro corazón y dejarla allá en el silencio de nuestro corazón para que comience a germinar. La paciencia del sembrador, del agricultor que espera a que en su momento germine, crezca la planta, florezca y llegue a dar fruto. Pacientemente tenemos que dejar que así penetre dentro de nosotros y que sea fecundada por la gracia del Señor; dejar que el Espíritu del Señor la haga germinar dentro de nosotros. No nos valen tampoco las prisas. Las cosas de Dios tienen su ritmo, su manera de actuar en nosotros.

No es una vez más la parábola del sembrador. Es la palabra de Dios que ahora y en este momento está llegando a nuestra vida. Es palabra viva y palabra llena de vida. Es palabra que nos transforma por dentro, nos ilumina, nos enardece, nos llena de gozo y alegría; es palabra que siempre es nueva para nosotros, es Buena Nueva, es Evangelio que con espiritu y corazón abierto hemos de escuchar como si fuera la primera vez que lo escuchamos. Es necesario dejarse sorprender por esa Palabra, porque Dios siempre nos sorprende con su amor, con su gracia. Con esa disposición a la sorpresa y a la admiración tenemos que escucharla.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Un camino de superación, desprendimiento y fidelidad a la verdadera fe


1Tim. 6, 2-12;

Sal. 48;

Lc. 8, 1-3

Lo que escuchamos hoy en la carta de san Pablo a Timoteo son recomendaciones que le hace para la misión que se le ha confiado de obispo de aquella comunidad de Efeso y respondiendo quizá a problemas o cuestiones muy concretas. Sin embargo el mensaje que nos deja es muy hermoso y nos vale para todos en ese camino de superación personal que toda persona ha de realizar en su vida, y sobre todo un cristiano que quiere en verdad ser fiel a su fe, y no sólo en sí mismo como individuo sino también en su relación con los demás y en el ámbito de la comunidad cristiana donde vivimos nuestra fe.

Había algunos problemas en que incluso se trataban de infiltrar doctrinas no muy acordes con la fe en Jesús. Pero sobre todo en lo que podemos fijarnos en cómo previene frente a los orgullos y actitudes negativas para nuestra mutua relación que se nos pueden meter en el corazón y hacer tanto daño. ‘Todo esto provoca, le dice, envidias, polémicas, difamaciones, sospechas maliciosas, controversias… sin el sentido de la verdad…’ y un querer incluso aprovecharse de la piedad o de lo religioso para sus ganancias personales.

Como nos damos cuenta fácilmente todas esas cosas nos hacen mucho daño, rompen la armonía, merman el amor y la caridad cristiana, dificultan la convivencia, ahuyentan la paz en nuestro corazón y en el trato con los demás. Es, como decíamos, algo que tenemos que esforzarnos siempre en superar. Porque además unas personas sembradoras de esas discordias, tampoco podrán tener paz en sí mismas, en su corazón. Y eso no es lo que quiere el Señor.

Nos da a continuación un ejemplo de pobreza, de disponibilidad generosa y de austeridad que ya quisiéramos para nosotros. Como dice el apóstol ‘es verdad que la religión es una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta. En cambio los que buscan riquezas, se enredan en mil tentaciones, se crean necesidades absurdas y nocivas, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina…’ Entendemos lo de la ganancia de que nos habla en referencia a la religión no como ganancias materiales o económicas, sino esa otra riqueza espiritual y de valores de la que podemos llenar nuestra vida.

Parece como que el apóstol está hablándonos a los hombres de hoy con nuestros agobios y nuestras luchas absurdas, con las ambiciones y deseos de riquezas con las que andamos a veces que al final nos han llevado a peores crisis de nuestra vida y de nuestra sociedad, como estamos viviendo hoy.

Y nos previene porque la codicia es un pecado capital que nos hace daño muy profundamente, como nos dice, poniendo en peligro incluso nuestra fe. ‘Porque la codicia es la raiz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos’. Nos recuerda muchas palabras de Jesús en el evangelio. Nos recuerda aquello de que no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero. Nos recuerda parábolas de Jesús como la de aquel rico que obtuvo grande cosecha, hizo acrecentar sus bodegas y graneros para vivir una buena vida, pero aquella noche murió, ¿de qué le servía todo aquello?

En el evangelio que hoy hemos escuchado contemplamos a Jesús caminando los caminos de Palestina en toda su pobreza dependiendo de la ayuda o las limosnas que le pudieran ofrecer los demás. ‘Otras mujeres que le ayudaban con sus bienes’, que dice el evangelista.

Termina con una hermosa recomendación el apóstol. ‘Tú huye de todo esto, practica la justicia, la religión, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna…’ Vivamos en ese amor y en esa fe. Démosle verdadera trascendencia a nuestra vida. Y lo importante es seguir el camino de Jesús que nos conduce a la vida eterna que es la mayor riqueza que podamos alcanzar.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Una espada de dolor transformada en espada de amor

Hebreos, 5, 7-9:

Sal. 30

Jn. 19, 25-27

Como el oro se purifica en el fuego del crisol el amor se aquilata y se hace mas bello y resplandeciente en la prueba del dolor. ¿Así fue con el amor de María a quien hoy contemplamos dolorosa al pie de la cruz de su Hijo?

El amor de María era el más hermoso y nada podía hacer que se resquebrajase porque ella se sentía inundada como nadie por el Espíritu de Dios, fortalecida en la ofrenda de amor que era capaz de hacer al lado de la cruz de su Hijo y por eso mismo resplandecía como nadie en los fulgores de la fe y del amor. Sin embargo, podemos decir, que la prueba del dolor, la prueba de la pasión y cruz de Jesús a la que la vemos asociada de forma maravillosa, hizo que María brillase para nosotros con brillos y resplandores especiales que nos enseñaban cómo podíamos pasar por esa prueba y salir también aquilatados e igualmente resplandecientes en nuestro amor.

Ayer levantábamos nuestros ojos a lo alto del madero de la cruz para contemplar a Cristo crucificado. Queríamos aprender a abrazarnos a esa cruz de cada día que nos une y nos acerca a la cruz de Jesús como mejor camino para su seguimiento. Hoy contemplamos a la madre, a María, que además allí como un testamento último de amor Jesús nos la deja también a nosotros como madre, pero queremos contemplarla a ella, firme al pie de la cruz, asociandose a la pasión de su Hijo en ofrenda de amor que nos enseña además como aquilatar y hacer resplandecer nuestro amor para vivir un auténtico seguimiento de Jesús.

Contemplamos a María con una espada que le atraviesa el alma como le anunciara el anciano Simeón, allá cuando la presentación del Niño Jesús en el templo. Es la espada del dolor, pero es sobre todo la espada del amor. Sí, porque esa espada que atraviesa el corazón de María – qué duro tiene que ser para una madre contemplar a su Hijo en tan crueles tormentos colgado del madero de la cruz – no es para María sólo una espada de dolor sino que ella ha sabido transformarla en una espada de amor. Y el dolor cuando está así transido por el amor- ofrenda de amor que hace María - estará siempre lleno de esperanza porque vislumbra lo que va a ser el fruto de vida que de ese dolor nacerá.

Por eso la liturgia en este día podrá cantar a María y decirle: ‘Dichosa es Santa María, la Virgen, porque sin morir mereció la palma del martirio junto a la cruz de su Señor’. Y también en las antífonas de la Liturgia de las Horas le canta la Iglesia: ‘Alégrate, Madre dolorosa, porque después de tantos sufrimientos, gozas ya de la gloria celestial, sentada junto a tu Hijo como Reino del universo’. Es lo hermoso que contemplamos hoy en María. Es el gran mensaje y la más hermosa lección que hoy recibimos de María, Madre y Virgen de los Dolores.

Y es que si cuando Jesús se la confió a Juan para fuera su hijo y ella su madre, en Juan nos estamos viendo todos nosotros y por eso la recibimos como regalo del Señor, como madre amorosa para nosotros, además María, allí al pie de la cruz, asociándose a la pasión de su Hijo, está siendo imagen de la Iglesia que así, a ejemplo de María y con María, también quiere asociarse a la pasión redentora de Jesús. Es lo que hemos pedido en la oración litúrgica de esta fiesta. ‘Tú has querido que la Madre compartiera los Dolores de tu Hijo al pie de la cruz, haz que la Iglesia asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección’.

Queremos, pues, nosotros poner amor en nuestra vida y lo queremos hacer con toda intensidad, porque a Dios hemos de amarle sobre todas las cosas y al prójimo con un amor como el de Jesús. Queremos que ese amor sea puro y total. Mira, pues, donde podemos hacerlo grande y hacerlo resplandecer como el más hermoso, en el crisol de nuestro dolor, en el crisol de nuestros sufrimientos, como decíamos al principio.

En la dureza de nuestro corazón muchas veces tenemos la tentación de rebelarnos contra el dolor que nos puede llevar en ocasiones incluso hasta rebelarnos contra Dios. Mira, pues, donde podemos purificarlo, aquilatarlo, darle un sentido y un valor, transformar esa espada de dolor que tantas veces puede atravesar nuestra vida en una espada de amor. Aprendamos de María, amemos como María, hagamos ofrenda de nuestra vida con amor y la cruz de nuestro dolor será camino de gracia y de santificación para nosotros. María, nuestra madre, nos alcazará esa gracia del Señor. No olvidemos que la pasión es siempre camino de resurrección.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor



Núm. 21, 4-9;

Sal. 77;

Filp. 2, 6-11;

Jn. 3, 13-17

‘Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor’, proclamamos el Misterio de nuestra Redención en una de las aclamaciones de la plegaria eucarística. El Misterio de nuestra Redención en la cruz de Cristo que para nosotros es esperanza, vida y salvación. Es lo que celebramos y proclamamos en cada Eucaristía. Es lo que es fiesta hoy para nosotros al celebrar la Exaltación de la Santa Cruz.

Por eso hemos podido comenzar hoy la celebración de la Eucaristía con esta hermosa antífona tomada de las cartas de San Pablo: ‘Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; en El está nuestra salvación, vida y resurrección; El nos ha salvado y liberado’.

Nos gloriamos en la Cruz, porque Cristo es nuestra salvación, nuestra vida, nuestra resurrección. Miramos a la Cruz, pero porque miramos a Cristo. Festejamos y celebramos la Cruz porque en ella estuvo clavado Jesús para ser nuestra salvación. En el árbol de la cruz estuvo clavada la salvación del mundo, proclamamos el viernes santo.

Es bien hermoso que precisamente cuando la liturgia celebra hoy la Exaltación de la Santa Cruz, el pueblo cristiano mire a Cristo, celebre a Cristo crucificado como se hace en tantos sitios en este día. Decimos incluso es la fiesta del Cristo. Es que estamos celebrando nuestra salvación, celebrando a aquel que nos trajo la salvación precisamente en su muerte en la cruz, en su misterio pascual. ‘El que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de Cruz’.

El Hijo del Hombre había de ser elevado en alto, nos dice Jesús en el evangelio, igual que Moisés levantó en alto en un estandarte la serpiente de bronce en medio del campamento como signo de salvación. Y también nos había dicho Jesús que cuando fuera levantado en alto atraería a todos hacia El. ‘Para que todo el que cree en El tenga vida eterna’, terminará diciéndonos. Y es que creer en Jesús es creer en el amor de Dios. Creer en Jesús levantado en lo alto de la cruz es estar palpando ese amor inmenso, infinito de Dios que tanto nos ama que nos entrega a su Hijo para que cuantos creen en El tengan vida eterna. Cristo fue condenado a muerte en la cruz, pero la cruz para nosotros no es condena sino salvación ‘porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que le mundo se salve por El’.

Pudiera parecer a quien es ajeno a nuestra fe que es una locura hacer fiesta por la cruz. Así pensaban los paganos que era una necedad, así pensaban los judíos que era una locura cuando Pablo predicaba a Cristo crucificado. Pero nosotros decimos que es nuestra sabiduría y nuestra gloria. Ahí está el amor, la mayor locura de amor; ahí está el amor, la sabiduría del amor que es la sabiduría de Dios.

Así lo confesamos y así lo queremos vivir. Porque el camino del seguimiento de Jesús pasa también por la cruz. Es a lo que nos invita Jesús para seguirle, tomar la cruz. Pero tenemos que confesar que no siempre nos es fácil, más bien muchas veces la rehuímos. Después de lo que confesamos con nuestra fe, después incluso de lo que celebramos la cruz – cuántas fiestas en honor de la cruz, cuántos adornos y alegría cuando la celebramos -, sin embargo parece que nos es más fácil tenerla presente en algunas cosas de la vida, que cuando a la vida nos llega la cruz que nos cuesta mucho más aceptarla, cargar con esa cruz para seguir a Jesús.

No se nos quede en un adorno o en una fiesta sino que vayamos al sentido hondo que ha de tener para nosotros. Es el sentido del amor y de la entrega, es el sentido del sacrificio y en el signo del sufrimiento, es el sentido nuevo que aprendemos en la cruz de Cristo con el que hemos de realizar el camino de nuestra vida de cada día. Plantamos la cruz en nuestra vida, como la hemos plantado en nuestros caminos, en nuestras plazas, en las puertas de nuestras casas, en lo alto de los campanarios o de las montañas y lo hacemos como la señal de una fe, de un amor y de una salvación. Por eso sí tiene sentido el que hagamos fiesta por la cruz, porque no nos habla simplemente de sufrimiento implacable y amargura, sino que nos hace mirar a Jesús y ver todo lo que para El significó y significó para nosotros en consecuencia de vida y de salvación.

En ese sentido y desde esa fe y ese amor tomamos también nosotros nuestra cruz de cada día en nuestros sufrimientos, en nuestros problemas y dificultades que vamos encontrando en la vida, en nuestra entrega y la ofrenda de amor que hacemos cada día de nuestra vida por Dios y por los demás; pero en ese sentido y desde esa fe y amor también tomamos la cruz en esa lucha y ese esfuerzo que hacemos por superarnos, por vencer la tentación, por ser mejores aunque nos cueste, por saber aceptar a los que están cerca de nosotros aunque nos cueste, por amar a todos aunque no seamos correspondidos.

Cuando vivimos así nuestra vida en la fe y en el amor con nuestra cruz nos unimos a la cruz de Cristo; con esas cruces dolorosas que tenemos que cargar en nuestra vida aprendemos a santificarnos porque santificamos nuestro dolor y nuestro sufrimiento si sabemos vivir la presencia de Jesús en nuestro camino de dolor; cuando tomamos así nuestra cruz para seguir a Jesús estaremos llenándonos de esa gracia de vida y salvación que Jesús en la cruz ganó para nosotros con su redención.

Llevemos la cruz bien anclada por el amor en nuestra vida y aprenderemos a amar y seguir a Jesús llenándonos así de su salvación. La cruz siempre será camino de resurrección.

martes, 13 de septiembre de 2011

El Señor sigue viniendo a nuestro encuentro con su gracia de vida


1Tim. 3, 1-13;

Sal. 100;

Lc. 7, 11-17

‘Todos sobrecogidos daban gloria a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido entre nosotros’. Es la admiración ante lo sucedido. Es el reconocimiento de la fe. ‘Daban gracias a Dios’. Es el reconocer el misterio de Dios que se les manifiesta: ‘un gran profeta ha aparecido entre nosotros’.

Pero ¿qué es lo que estamos viendo? Dios que viene al encuentro del hombre. El rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús. En otras ocasiones será el enfermo o el que sufre, el que tiene el mal dentro de sí o el que se siente pecador el que acude a Jesús buscando la salvación, buscando la salud, buscando la vida. Claro que siempre hemos de saber ver una moción del Espíritu en el interior del hombre para buscar esa salvación, aunque no sepa bien cómo lo hace.

Pero en esta ocasión es Jesús el que viene al encuentro del hombre. Llega a la ciudad y se encuentra con el gentío de los que salen a enterrar al joven difunto, hijo único de una madre que era viuda. Y es Jesús el que se acerca, detiene la comitiva, se acerca hasta el féretro, levanta de la muerte al muchacho devolviéndoselo vivo a su madre. Se le movieron las entrañas a Jesús; allí estaba su corazón misericordioso. ‘Al verla – a la madre llena de dolor por la muerte de su hijo – le dio lástima, se acercó al ataúd, lo tocó – para que se detuvieran los que lo llevaban – y dijo: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!’.

Jesús sigue acercándose a nosotros, en nuestro sufrimiento, en nuestro dolor, en lo que es nuestra vida tan llena de muerte en ocasiones. Quiere levantarnos; quiere devolvernos la vida, quiere resucitarnos porque quiere darnos la vida verdadera. Toca nuestra vida, nos llama la atención, nos habla a través de signos y de acontecimientos, nos grita su palabra, pero algunas veces no nos detenemos, seguimos en nuestro camino de muerte, no reconocemos a Jesús, no aceptamos y recibimos su salvación.

La misma muerte de nuestro pecado que nos envuelve nos hace insensibles, sordos a la llamada de Jesús. Vemos las maravillas de Dios y no somos capaces de reconocerlas. Seguimos en nuestra rutina, en nuestra frialdad, en nuestra indiferencia, en nuestras sorderas y cegueras. Tenemos que escuchar muchas veces evangelios como éste que hoy se nos está proclamando para que vayamos despertándonos a esa acción de Dios. Tenemos que dejar que el Señor llegue a nuestra vida y escuchar su voz.

Todos esos milagros de Jesús que contemplamos en el evangelio están hechos para nosotros. Sí, no pensemos que eso es sólo cosa de otro tiempo, de los tiempos de Jesús en Palestina. Ya sabemos que la Palabra de Dios que escuchamos no es simplemente el relato de historias antiguas, de otro tiempo, o de las cosas que les sucedieron a otros. La Palabra de Dios que se nos proclama, se nos proclama para nosotros y en nosotros quiere realizar esa obra de salvación, en nosotros se han de hacer también esas maravillas de Dios.

Ahora que la estamos escuchando y nos está haciendo pensar, pidámosle al Señor que venga a nosotros y toque nuestros oídos, quite las escamas de nuestros ojos, toque nuestra vida y limpie la lepra de nuestros pecados, nos tienda la mano y nos levante de nuestra invalidez, de nuestra muerte; que no nos deje llegar al sepulcro sino que nos resucite; que su gracia transforme de verdad nuestra vida.

Y también sepamos reconocer y admirarnos por las maravillas que vemos que el Señor sigue haciendo en nosotros y en los que están a nuestro lado. Y sepamos darle gracias, cantar la alabanza, dar a conocer también a los demás las maravillas del Señor. El sigue viniendo a nuestra vida y saliéndonos a nuestro encuentro con su gracia.

lunes, 12 de septiembre de 2011

La mirada del Cristo que nos impresiona y llena de paz

homilia con motivo de la celebración
de los 350 años de la llegaada
del Cristo de Dolores a Tacoronte

Algo que ha cautivado siempre a cuantos nos acercamos a la Imagen bendita de Nuestro Cristo de Tacoronte ha sido su mirada. Ya nos postremos aquí al pie del altar, o nos quedemos en cualquier rincón de nuestra Iglesia su mirada nos llega al alma, penetra hondo en nosotros. Sus ojos, su mirada siempre se clavarán en nuestro corazón.

Cuántas cosas hemos oído contar - o nosotros mismos lo hemos sentido también - de peregrinos que se acercaban a este Santuario con sus penas, sus dolores, sus problemas o sus motivos de acción de gracias y que sentían cómo la mirada del Cristo llegaba a lo más dentro de ellos mismos hablándoles a su corazón apenado, sintiéndose confortados y aliviados en sus sufrimientos, que hacían brotar las lágrimas no sólo de sus ojos sino de lo más hondo de su alma en una oración musitada de petición insistente y confiada, de súplica llena de esperanza o de acción de gracias por tantas cosas en las que se habían visto beneficiados. Para mi sigue siendo impresionante y sumamente hermosa y significativa la mirada del Cristo cuando atraviesa nuestra plaza o nuestras calles, en especial en la procesión de la noche, con el silencio frío y al mismo tiempo ardiente en el corazón que siempre se produce a su paso en cuantos le contemplan o se sienten interpelados por esa mirada.

Una mirada llena de serenidad y dulzura, una mirada reconfortante y te llena de paz, una mirada que nos manifiesta un amor profundo en ese supremo instante de su entrega en su dolor o como victorioso de la muerte como quiere reflejarnos su imagen.

Una mirada de su rostro severo y a su vez sereno bellamente plasmada por el artista en la Imagen de nuestro Cristo de los Dolores y que yo diría recoge esas miradas que en el evangelio vemos en Jesús para con los enfermos o con los pecadores, para los que se sienten atribulados o incluso para aquellos que de alguna manera le han negado, se han puesto en su contra o hasta le abandonan porque no son capaces de seguirle en todo lo que El les pide. No es, sin embargo, nunca una mirada airada o de reproche sino siempre una mirada de amor y de paz; una mirada que es invitación y que es señal de El también está en camino siempre a nuestro lado.

La mirada de llamada a los discípulos junto al lago invitándoles a seguirle, o la mirada compasivo y siempre misericordiosa a los pecadores; la mirada que levantaba a los enfermos de su postración, enfermedad o invalidez como a la suegra de Pedro o al paralítico tanto al que descolgaron por techo o el que estaba postrado junto a la piscina probática; la mirada al joven que había invitado a seguirle pero que se marchaba pesaroso incapaz de dar el paso, o la que invitaba a Zaqueo a bajarse de la higuera porque quería ir a hospedarse a su casa; la mirada penetrante pero llena de misericordia y compasión a la multitud que andaba como ovejas sin pastor y a los que alimenta con su palabra enseñándoles y con el pan milagrosamente multiplicado allá en el descampado; la mirada a Judas en el momento de la entrega en que sigue llamándole amigo, o la que dirige a Pedro tras la negación que le movería a lágrimas de arrepentimiento.

Pero sería la mirada que llenaba de alegría, de paz y de gozo inmenso cuando resucitado se aparecía a las mujeres que iban a buscarlo al sepulcro, o a los discípulos desesperanzados en camino a Emaús o reunidos llenos de miedo y temor en el Cenáculo, o allá junto al lago cuando se habían vuelto de nuevo a la pesca. Siemre un saludo de paz y de alegría con sus palabras y con su presencia y su mirada llena de amor. Son muchas las miradas – no podemos ahora recorrerlas todas - que contemplamos en Jesús a lo largo del evangelio y que en cualquiera que sea nuestra situación con mirada así nos sentimos nosotros cuando nos postramos ante nuestro Cristo de los Dolores.

Dejémonos penetrar por esa mirada de Jesús que inunda nuestro corazón de paz y de amor como a tantos peregrinos que a lo largo de los siglos se han acercado a este Santuario. Siempre que aquí acudimos algo hondo vamos a sentir en nuestro corazón. Desde niños aquí hemos venido y hemos aprendido a abrir nuestro corazón al Señor desde nuestras penas, nuestras necesidades, nuestros sufrimientos. Sus puertas están siempre abiertas porque la casa del Cristo es siempre nuestra casa a la que venimos con gusto, con deseos de Dios y aquí siempre nos sentiremos transportados a algo grande y hermoso, a la trascendencia que da un sentido a nuestra vida.

Cuando escuchaba el pasado viernes al historiador hablarnos de la llegada de esta Bendita Imagen a nuestro pueblo y como poco a poco se fueron estableciendo costumbres y tradiciones me hacía rememorar lo que yo mismo he vivido desde mi niñez y juventud aquí junto al Cristo, y más tarde como sacerdote en los años que estuve más cerca si cabe de este Santuario por mi trabajo pastoral en Tacoronte.

Decir que mis primeros encuentros con el Cristo de Tacoronte fueron pasados los diez años de edad, pues bien sabéis que no nací en este pueblo sino que a esa edad vine a vivir aquí. Ya desde mi llegada, y que fue casi en las vísperas de las fiestas de setiembre, al primer domingo de residir aquí ya mi madre me trajo a Misa como había sido siempre nuestra costumbre, porque doy gracias a Dios por haber nacido y crecido en una familia profundamente cristiana a la que nunca podía faltar la misa dominical. Sería entonces y asi mi primer encuentro con esta imagen aunque en ese sentido no tengo recuerdos especiales ni emotivos. Sí me recuerdo mucho una figura sacerdotal, que no puedo dejar de mencionar, a don José Pérez Reyes celebrando, confesando en el confesonario que estaba cercano a la puerta que da a los claustros del convento, explicándonos el evangelio mientras otro sacerdote oficiaba la misa.

Y ya recuerdo de entonces escuchar hablar a los vecinos de mi barrio del día del Señor, que para los tacoronteros fue siempre el viernes, sin quitar por supuesto importancia al domingo. El día del Señor, el viernes, era algo que no se podía dejar de lado en las familias tacoronteras. Muchas promesas se hacían entonces de venir un número determinado de viernes, el viernes del Señor, a Misa a este Santuario. Era la ofrenda, la promesa o la acción de gracias, como un rendimiento de pleitesía al Señor de Tacoronte.

Pero no eran sólo los tacoronteros, lo recuerdo muy bien, sino que esa misa de la mañana bien temprano se encontraban personas venidas también de otros lugares. Siempre se habla de cómo en la octava de la fiesta vienen muchas personas del sur, de Güimar y de Arafo, pero no sólo de ahí, sino eran también muchas las personas que venían de Santa Cruz o venían del Norte. Pero no solo en la fiesta sino en esos viernes del Señor como decía. Ya en épocas en las que era mayor recuerdo encontrar gentes que no faltaban nunca de Los Realejos, de La Cruz Santa, de la Orotava. Por lugares más lejanos del sur, Arona o Granadilla, me encontré en alguna casa una lámina de nuestro Cristo de Tacoronte, señal de la devoción que les hacía venir de sitios tan lejos hasta nuestro Santuario.

Era un lugar también donde venían muchas personas a confesarse aprovechando la visita al Cristo. ¿Quién no recuerda – al menos nosotros los mayores – al P. Pascual o a don Sixto en el confesonario antes de misa los viernes ya fuera en la mañana o cuando ya se hacia en la tarde? Y eso hasta no hace muchos años, porque en mis tareas parroquiales en otras parroquias siempre me encontré con personas que te hablaban de su venida al Cristo y de cómo acudían aquí a confesarse los viernes.

En ese sentido recuerdo lo que mi madre me contaba de su primera venida a la fiesta del Cristo traída por su padre, mi abuelo, probablemente aún no se había casado, luego estoy hablando de la década de los años veinte, en una carreta o carro tirado por caballos. Cómo serían esos viajes por aquellos caminos para venir a ver al Señor de Tacoronte. Me hablaba de la procesión y de cómo la gente tendía sus manteles en las huertas que rodeaban entonces la plaza para comer allí.

Pero hablando de los viernes del Señor había otra cosa que era el manifiesto o la exposición del Santisimo que en la tarde, - en aquella época la misa era siempre en la mañana - sobre todo los primeros viernes se hacía y a la que acudían muchas personas devotas. Y no podemos olvidar tampoco los sermones del Cristo que en la ultima semana antes de semana santa, entonces llamada semana de pasión, se tenían ya en la noche a los que acudían gentes de todo tacoronte, llenándose el santuario.

Recuerdos, que nos tendrian que hacer pensar mucho. Porque pienso que nuestra Imagen del Cristo de los Dolores y su Santuario fue de alguna manera una fuente de espiritualidad no sólo para Tacoronte, sino para cuantos acudían a la visita al Señor de los Dolores. Y confieso que ha sido para mi siempre un sueño. Cómo tendríamos que saber aprovechar pastoralmente este Santuario como un punto importante de renovación espiritual de nuestro pueblo. En la tarea de nueva evangelización en la que estamos empeñados habría que saber aprovechar todo el tema de las devociones populares, porque además santuarios como éste tan visitados tendrían que convertirse en focos y fuentes de espiritualidad.

No se puede quedar la devoción al Cristo en una fiesta que hacemos en setiembre o que la vida parroquial ordinaria en la misa de semana y domingos prácticamente se haya trasladado a este Santuario. Recuperar la parroquia de Santa Catalina, sí, pero hacer de este Santuario un lugar de encuentro espiritual para muchos que aquí acuden. No sé cómo habría que hacerlo, pero sí pienso que es algo que se puede aprovechar en nuestras tareas evangelizadoras con la atracción que la imagen de nuestro Cristo de los Dolores si teniendo para tantos no sólo de nuestro pueblo sino también de fuera.

Dada la advocación de nuestro Cristo, de los Dolores en otro tiempo llamado también de la Agonía como nos decía el historiador, para todo ese mundo del dolor, de la enfermedad y del sufrimiento podría ser una buena fuente de espiritualidad. Contemplando a Cristo en su dolor, pero también en su victoria sobre el dolor, el mal y la muerte como nos refleja su imagen, cuánto podríamos aprender para descubrir el valor y significado del sufrimiento, de cómo no sólo en Cristo encontrar esa fuerza y esa gracia para enfrentarnos a esas situaciones dolorosas de nuestra vida sino para encontrar su sentido y su sentido redentor cuando desde nuestro dolor y sufrimiento nos unimos a Cristo en la Cruz.

Mucho habría que hablar en este sentido, pero son pensamientos y sugerencias que me surgen con motivo de estas celebraciones que estamos viviendo del 350 aniversario de la venida de esta bendita Imagen del Cristo de los Dolores a Tacoronte. Que esta programación especial de estos dias sea un ensayo y un aprendizaje para muchas cosas mas que se podrían tener para empaparnos de la espiritualidad de nuestro Cristo de Tacoronte.

Termino. Dejémonos cautivar por esa mirada del Cristo. Que nos llegue hondo, al fondo de nuestra alma, y que sintamos cuántas cosas el Señor quiere decirnos. Que nuestra devoción a nuestro Señor de Tacoronte nos haga crecer en una espiritualidad verdaderamente cristiana y que sea renovadora no sólo de nuestras vidas sino de cuantos nos rodean, o se acercan hasta este santuario.

Y el nombre de la virgen era María, nombre cargado de divinas dulzuras



‘Y el nombre de la Virgen era María’, nos señala con detalle el evangelista cuando comienza a relatarnos el momento grandioso en el que se iban a suceder las maravillas de Dios.

Cuando el ángel saluda a María llamándola la llena de gracia, porque Dios está con ella –‘Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo’ – ante la turbación que estas palabras le producen la llama por su nombre. ‘No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor’. Y es que cuando en momentos de turbación o nos sentimos impresionados por algo el escuchar nuestro nombre nos llena de paz y nos da seguridad.

El ángel la llama por su nombre. ‘Nombre cargado de divinas dulzuras’, que diría san Alfonso María de Ligorio. Nombre que nos llena de alegría y de esperanza; nombre que nos sabe a gloria porque bien sabemos no sólo lo que el nombre de María puede significar, sino lo que realmente María venía a significar en la historia de nuestra salvación.

Los autores hacen juegos de palabras con las etimologías de este nombre y hacen comparaciones en lo que pudiera significar en las diferentes lenguas antiguas. No vamos a detenernos excesivamente en ello pero para nosotros el nombre de María es un nombre de vida. María es la nueva Eva que si aquella primera madre de los vivientes nos trajo la muerte con el pecado, en María encontramos la gracia porque su Sí a la embajada del ángel nos trajo la vida y la salvación para todos los hombres haciendo posible que Dios se encarnase en sus entrañas para ser Dios con nosotros.

No nos quedamos en el significado de belleza o señorío que pueda encerrar esta palabra que la puede convertir en princesa o en reina nuestra, sino que también en su raíz podemos contemplarla como la más amada, porque así fue amada por el Señor hasta hacerla su madre.

San Bernardo llama a María la Estrella del Mar, porque son su luz y su presencia nos va a dar siempre el norte que nos lleva hasta Jesús sin ningun temor ni pérdida. Como la estrella polar en la noche o la luz de los faros en nuestros mares nos estará señando siempre el camino para que vayamos a Jesús.

María, Reina, Madre, Faro de luz, Consuelo, camino de felicidad, arco iris que nos anuncia la paz del espíritu en medio de las tormentas, aurora de la salvación, esperanza cierta que nos anuncia la luz del día de la gracia y de la salvación. Bienaventurado el que ama vuestro nombre, oh María —exclama San Buenaventura—, porque es fuente de gracia que refresca el alma sedienta y la hace reportar frutos de justicia’.

El nombre de María siempre nos habla de pureza y de santidad, como enseñara san Pedro Crisólogo. La contemplamos inmaculada, sin pecado; la invocamos como la purísima y la siempre virgen; le pedimos que nos mantenga el alma pura porque a ella siempre queremos parecernos.

Como nos habla sor María Jesús de Agreda, en su Mística Ciudad de Dios en sus revelaciones escucha la voz del Padre celestial que habla del nombre que ha de llevar la que va a ser la madre de Dios: ‘María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico. Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna’.

Y ese nombre ‘llave del cielo’, como le dice san Efrén, es el que queremos llevar siempre bien marcado en nuestro corazón, porque es el nombre de la Madre, de la Madre de Dios y nuestra Madre, a la que queremos invocar en todo momento porque con su protección e intercesión nos sentiremos siempre seguros de acertar en el camino del seguimiento de Jesús.

Invoquemos a María, llamémosla con este dulce nombre, amémosla con todo nuestro corazón porque estamos seguros que siempre sentiremos sobre nosotros su protección.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Experiencia de amor y perdón que da capacidad para perdonar

Ecls. 27, 33-28, 9;

Sal. 102;

Rom. 14, 7-9;

Mt. 18, 21-25

La autenticidad y la sinceridad con que hagamos las cosas hará que lo que vamos haciendo vaya dejando huella positiva en nuestra vida y vayan teniendo repercusiones en lo que vivimos o hacemos. No nos vale hacer las cosas de una manera formal, simplemente porque hay que hacerlo como si de un rito ajeno a nuestra vida se tratara. Y creo que hay peligro que en muchas cosas, incluso importantes, que hacemos o vivimos algunas veces nos puede faltar esa autenticidad.

A esto que voy diciendo uno este pensamiento. Quien ha experimentado de una forma intensa y honda en su vida el sentirse amado y perdonado será el que luego podrá tener también buen corazón para los demás y mostrarse de la misma manera misericordioso como para saber perdonar con generosidad. Claro que podré experimentar en el fondo del alma ese amor y ese perdón cuando con sinceridad yo me he sentido pecador, he sentido la miseria del pecado en mi vida y he sabido acudir a quien me ama y puede perdonarme.

Está claro que estamos hablando del perdón, tanto el que recibimos de Dios como del que generosamente hemos de saber dar a los demás. Llegar a pedir perdón a Dios por nuestros pecados, podríamos decir, que más o menos lo hacemos, pero ya sabemos cuanto nos cuesta el perdonar a los demás, a cualquiera que nos haya podido ofender de alguna manera. Es un hueso que solemos tener atravesado en nuestra garganta, es un nudo muchas veces difícil de desatar que llevamos en el corazón.

¿No es esa la pregunta que le hace Pedro a Jesús? Y por la forma como algunas veces nosotros actuamos nos pudiera parecer que Pedro se pasa de generoso cuando le dice a Jesús si ha de perdonar hasta siete veces, porque muchas veces nosotros a la primera ya nos cerramos a otorgar el perdón. Cuántos resentimientos y resquemores guardados en el corazón; cuántas amistades rotas que ya parece que no se volverán a recomponer nunca; cuántas palabras o saludos negados para siempre por esta causa; cuántos odios que nos queman y nos hacen daño por dentro.

Pero si nos pudiera parece que Pedro es generoso llegando hasta siete en las veces que se ha de perdonar, la respuesta de Jesús para muchos les puede parecer imposible. ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta sententa veces siete’. Porque eso ya lo entendemos como que tenemos que perdonar siempre.

Y Jesús nos propone la parábola que bien conocemos. El criado a quien su amo perdonó su deuda a pesar de ser inmensa, simplemente por la generosidad de su corazón; pero dicho criado que no supo perdonar a su compañero que le debía pero que era algo insulso comparado con lo que a él se le había perdonado.

Pudiera parecernos que esto se contradice con algo de lo que anteriormente hemos dicho, porque a él le habían perdonado pero no supo perdonar. Pero es en lo que precisamente se le quiere hacer recapacitar. ‘Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?’

Es en lo que nosotros tenemos que reflexionar y a lo que antes hacía mención. La experiencia de sentirnos amados y perdonados. No es la formalidad simple de que se nos perdone, sino es fundamentalmente la experiencia del amor, la experiencia de sentirnos amados. Y ese perdón que el Señor me ofrece es la consecuencia lógica de su amor. Y quien se siente amado del Señor y vive ese amor en lo profundo de sus entrañas necesariamente tendrá que sentirse impulsado al amor, impulsado en consecuencia al perdón.

Por eso hablábamos también de la autenticidad y la sinceridad con que hacemos o vivimos las cosas. Es la autenticidad y la sinceridad con que tenemos que acercarnos al Señor, la autenticidad y sinceridad con que hemos de vivir, por ejemplo, los sacramentos. No los podemos convertir nunca en un ritualismo que realizamos, en una formalidad sin más.

Vemos con autenticidad nuestra vida y la miseria de nuestro pecado y contemplando lo que es el amor que el Señor nos tiene es cómo nos acercamos verdaderamente arrepentidos a pedir perdón al Señor; verdaderamente arrepentidos y poniendo toda nuestra capacidad de amor. ‘Porque amó mucho se le perdonan sus muchos pecados’, le decía Jesús al fariseo cuando la mujer pecadora se acercó llorando a Jesús como un signo de su arrepentimiento. Es lo que nosotros hemos de hacer.

Esto que reflexionamos tendría que hacernos revisar con sinceridad – y vuelvo a emplear la palabra – cómo celebramos nosotros el sacramento de la Penitencia para que le demos autenticidad, para que haya un encuentro auténtico y vivo con el Señor y con su amor, y así experimentemos ese perdón generoso que el Señor nos concede.

Y por otra parte cuando vamos viviendo esto asi tan intensamente es cuando surgirá esa generosidad de nuestro corazón para ofrecer el perdón al hermano que me haya ofendido. Qué importante el mandamiento del amor que tiene que regir y marcar nuestra vida. Si hubiera ese amor auténtico a la manera de Jesús desde la experiencia de sentirnos nosotros amados del Señor, nuestras relaciones, nuestro trato con los que nos rodean sería distinto. Habría de verdad amor y misericordia en nuestro corazón, seríamos realmente comprensivos y sabríamos aceptarnos y acogernos mutuamente, sabríamos perdonarnos siempre porque también nosotros queremos sentirnos perdonados.

Esto es una experiencia cristiana que hemos de vivir con intensidad, porque ya sabemos que muchas veces en el mundo que nos rodea esto no es fácil de vivir. Esa experiencia del perdón y del sentirnos perdonados creo que es un aspecto muy importante en esta civilización del amor que hemos de ir sembrando a nuestro alrededor. Tenemos que vencer el odio a fuerza de amor.

Tenemos que ser instrumentos de paz, de amor, de perdón en el mundo en el que vivimos. No son cosechas fáciles de cultivar, pero desde nuestra fe en Jesús es algo que tiene que estar muy presente en nuestra vida. San Pablo les decia a los colosenses que habían de ponerse la vestidura de la compasión y misericordia, de la bondad, de la humildad, de la mansedumbre y de la paciencia y todo eso ceñido con el cinturón del amor y de la paz. Que esa sea la vestidura que resplandezca en nuestra vida y así siendo comprensivos, sabremos aceptarnos y sabremos perdonarnos siempre con generosidad de corazón.

El papa les decía a los jovenes en Cuatro Vientos: ‘Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. Permanecer en su amor significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios’.

Cuántas consecuencias se tendrían que sacar de estas palabras. ‘Personas que se saben amadas de Dios… el origen de nuestra existencia un proyecto de amor de Dios… abrir nuestro corazón a ese misterio de amor…’ Y si abrimos nuestro corazón a ese misterio de amor, comenzaremos a amar de verdad a los demás; sabremos, entonces, perdonar siempre con generosidad. Nuestra vida y nuestro mundo sería distinto. Nuestras relaciones serían más humanas porque están llenas de amor.