sábado, 17 de septiembre de 2011

No es una vez más la parábola del sembrador


1Tim. 6, 13-16;

Sal. 99;

Lc. 8, 4-15

‘Salió el sembrador a sembrar su semilla…’ comienza la parábola. ‘Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo…’ escuchábamos ayer. ‘Se le juntaba mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo…’

Es el sembrador que sale a sembrar su semilla, recorre pueblos y ciudades, mucha gente acude a escucharle. Y siembra la semilla. Y anuncia el Reino de Dios. Y les proclama la Palabra del Señor.

‘Al sembrarla…’ la semilla iba cayendo en distintos terrenos, ‘al borde del camino…, en terreno pedregoso…, entre zarzas…, y el resto cayó en tierra buena…’ Gentes diversas que venían hasta Jesús con buena voluntad, sí, pero no siempre sus corazones estaban lo suficientemente preparados.

Algunos se entusiasmaban de entrada y querían aclamarle y hasta hacerle rey. Otros cuando veían las exigencias, dan marcha atrás y se volvían quizá pesarosos porque no tenían la valentía de dar el paso que se les pedía. Algunos se marchaban defraudados porque les parecía duro lo que Jesús les decía. Algunos endurecidos se cerraban en banda y rechazaban todo lo que Jesús pudiera proponer. Pero había quién le seguía, se convertía en su discípulo a pesar quizá de sentirse débil pero con deseos de estar con Jesús.

No toda la semilla dio fruto; alguna fue pisoteada por los caminantes del camino o se la comían los pájaros del cielo; otra se ahogaba entre zarzas o se secaba por falta de agua y de raiz. Sólo la caída en tierra bueno dio fruto.

Pero, ¿y nosotros? ¿qué tierra somos? ¿cómo la acogemos? Porque es bonito hacerse bellas consideraciones de cómo la acogía la gente en los tiempos de Jesús o de lo que podía pasar a una semilla según la tierra en que cayera. No es sólo eso lo que ahora tenemos que hacer. Pero ahora somos nosotros esa tierra. Pudiera ser que también nosotros nos convirtiéramos en tierra dura, porque ya de entrada desde que comenzamos a escuchar la parábola ya nos dijimos, la conocemos, es la parábola del sembrador. Mala cosa esa predisposición por nuestra parte si la hay. No endurezcamos el corazón.

La semilla cae en la tierra y allí enterrada en silencio irá germinando. Es lo que tenemos que hacer nosotros, dejar que se entierre bien en nuestro corazón y dejarla allá en el silencio de nuestro corazón para que comience a germinar. La paciencia del sembrador, del agricultor que espera a que en su momento germine, crezca la planta, florezca y llegue a dar fruto. Pacientemente tenemos que dejar que así penetre dentro de nosotros y que sea fecundada por la gracia del Señor; dejar que el Espíritu del Señor la haga germinar dentro de nosotros. No nos valen tampoco las prisas. Las cosas de Dios tienen su ritmo, su manera de actuar en nosotros.

No es una vez más la parábola del sembrador. Es la palabra de Dios que ahora y en este momento está llegando a nuestra vida. Es palabra viva y palabra llena de vida. Es palabra que nos transforma por dentro, nos ilumina, nos enardece, nos llena de gozo y alegría; es palabra que siempre es nueva para nosotros, es Buena Nueva, es Evangelio que con espiritu y corazón abierto hemos de escuchar como si fuera la primera vez que lo escuchamos. Es necesario dejarse sorprender por esa Palabra, porque Dios siempre nos sorprende con su amor, con su gracia. Con esa disposición a la sorpresa y a la admiración tenemos que escucharla.

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