sábado, 2 de julio de 2011

El Corazón de María nos enseña a aprender la Sabiduría de Dios



Hombre sabio o persona sabia no es sólo aquel que ha acumulado conocimientos como se acumulan libros en una estantería de biblioteca, sino aquel que todo esos conocimientos que ha ido adquiriendo los ha ido rumiando en su interior, pensando y reflexionando, sacando lecciones para su vivir y desde todo ello dándole una verdadera profundidad a su vida, porque de cada cosa aprendida sabrá ir sacando una enseñanza para su vivir.

No se trata de ser unos eruditos por la acumulación de conocimientos sino unos sabios porque de todo ello se haya aprendido una sabiduría, un sentido para vivir. Siempre recuerdo lo que nos decía un sabio profesor que de todo aquello que íbamos aprendiendo muchas cosas quizá no las recordaríamos en el futuro, pero de todo eso quedaba como un poso en el fondo de nuestro corazón o nuestra inteligencia que sería lo que daría verdadera sabiduría a nuestra vida; ese poso de perfume y de sabor que queda en un líquido revuelto cuando ha llegado a estabilizarse tras el movimiento de su correr por las acequias que iban recogiendo los olores y sabores de la variada vegetación de sus orillas.

Me ha sugerido este pensamiento lo que en el evangelio de hoy hemos escuchado en referencia a María. ‘María conservaba todas aquellas cosas en su corazón’. Muchos acontecimientos se habían ido sucediendo ante María y en María desde que el Señor la hubiera escogido para ser su Madre al encarnarse en sus entrañas el Verbo de Dios para hacer hecho hombre.

La Visita del ángel con el anuncio de su maternidad divina allá en Nazaret, su visita a Isabel con cuánto sucedió allá en la montaña a su llegada y en torno al nacimiento del Bautista, su peregrinar hasta Belén y el nacimiento de su Hijo Jesús entre las pajas de un establo, la visita de los pastores con cuanto contaban de la aparición de los angeles que les habían anunciado el nacimiento del Mesías Redentor, la llegada de los Magos de Oriente, todo lo sucedido en la presentación del Niño en el templo, y la pérdida más tarde de Jesús hasta encontrarlo entre los doctores del templo de Jerusalén. Varias veces nos repite el evangelista ‘y María guardaba todo esto en su corazón’.

Guardaba, rumiaba, reflexionaba María todo cuanto acontecía allá en lo profundo de su corazón. Meditaba y se preguntaba por el sentido de todo aquello como cuando el ángel la saluda trayéndole los mensajes divinos. En su meditar María vislumbraba los misterios de Dios que en ella y ante ella se sucedían. Es así cómo irá descubriendo los planes de Dios para su vida que serían planes de salvación para la humanidad, puesto que Dios quería contar con ella.

María era una mujer orante, una mujer que se abría con fe ante el misterio de Dios y quería descubrir lo que en verdad Dios quería de ella. María se iba empapando de la sabiduría de Dios y así podía ser la mujer que estaba llena de Dios. ‘Llena de gracia’, le dice el ángel. Llena de Dios y de su sabiduría María nos está enseñando como acercarnos con sencillez, humildad y hondura hasta el Misterio de Dios que podrá ir conociendo más y más.

Hoy celebramos el Corazón de María. Hermosa advocación que nos habla de ese rumiar esa sabiduría divina que en su corazón Dios iba plantando. Hermosa advocación que nos habla de esa fe y de ese amor que en María había y por la que la veremos aceptar con tanta docilidad los planes de Dios, y por lo que la veremos siempre con los pies dispuestos para correr allá a donde pudiera prestar el mejor servicio, o con los ojos atentos para descubrir la necesidad y buscar con fe y con amor su remedio y solución.

Queremos meternos en el corazón de María para así aprender de ella a llenarnos de esa Sabiduría divina. Queremos recostarnos sobre su corazón porque en ella encontraremos esa paz y esa serenidad que tanto necesitamos para saber encontrar ese poso del perfume divino, del sabor de Dios. En su corazón de Madre queremos introducirnos para sintiendo su amor que nos cobija y nos protege al mismo tiempo aprender a amar como ella lo hacía porque lo había aprendido de esa Sabiduría de Dios que así la llenaba.

Que como María aprendamos a ir metiendo en el corazón, rumiando en el corazón cuando nos sucede para que sepamos descubrir los planes de Dios para nuestra vida y nos llenemos de la Sabiduría de Dios; que como ella sepamos tener esa disponibilidad para el servicio y para el amor; que como María sepamos llenarnos de Dios.

viernes, 1 de julio de 2011

Todo el misterio de Dios es revelación de amor



Deut. 7, 6-11;

Sal. 102;

1Jn. 4, 7-16;

Mt. 11, 25-30

Todo el misterio de Dios es revelación de amor. Un amor gratuito y generoso de Dios que es para todos, pero quizá no todos saben captar. Hay que entrar en la sintonía para poder entenderlo y sentir como llega al corazón. Son necesarias unas condiciones. Como las ondas de radio que están en el aire que no todos sintonizan. Es necesario captar la onda; tener el sistema de captación de señal adecuado.

Escuchamos a Jesús hoy en el evangelio cómo da gracias al Padre que se manifiesta a los humildes y a los sencillos. ‘Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla’. Esa es la sintonía para captar todo lo que es el amor inmenso de Dios, esa revelación de amor que es todo el misterio de Dios que se derrama sobre nuestra vida.

Hoy celebraramos la solemnidad del Corazón de Jesús. Y hablar del Sagrado Corazón de Jesús es hablar de su amor. Es lo que queremos sentir; es lo que queremos celebrar; es lo que queremos vivir. Hablar del Corazón de Jesús es una forma de expresarlo, como en la vida cuando hablamos de amor hablamos de entregar el corazón, o de amar con todo el corazón. Hablar, pues, del Corazón de Jesús es hablar de todo el amor de Dios, y de Dios hecho hombre.

Un amor gratuito y generoso, decíamos; un amor fiel que permanece para siempre. Nosotros podremos fallar, pero nunca nos fallará el amor que Dios nos tiene. El ha empeñado su palabra para amarnos y amarnos con toda fidelidad. ¡Qué hermoso lo que nos decía el Deuteronomio! Y es un libro del Antiguo Testamento. Nos habla de cómo Dios se ha enamorado de su pueblo y lo ha hecho ‘por puro amor’. No por merecimientos nuestros sino porque así es su amor.

Recuerda al pueblo la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud del faraón, el paso del mar Rojo, la Alianza del Sinaí. Y nos habla de la fidelidad en ese amor. Dios es fiel, siempre y eternamente fiel. ‘Así sabrás que el Señor, tu Dios, es Dios; el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y guardan sus preceptos, por mil generaciones’. Y decir mil generaciones es decir siempre. Por eso deciamos en el salmo: ‘la misericordia del Señor dura siempre…’

Se me ocurre pensar en el dolor de un corazón enamorado cuando no es correspondido. Son experiencias que vemos en la vida alrededor; cuánto sufren los enamorados no correspondidos. Es el amor y es el dolor sangrante de Dios, enamorado de nosotros, pero que no siempre le correspondemos. Pensar en ese dolor de Dios, contemplando su Sagrado Corazón sangrante, tendría que movernos a dar la vuelta a la vida para correponder a ese amor divino y eterno de Dios, siempre fiel.

Todo es revelación de amor, decíamos desde el principio. En ello nos insiste la carta de san Juan invitándonos una vez más a corresponder a ese amor. Amor de Dios que siempre es el primero; porque no nos ama porque nosotros le hayamos amado, sino que El nos amó primero. Así nos lo dice claramente. ‘En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación para nuestros pecados…’

¿Y sabéis lo que quiere Dios? Permanecer para siempre en nuestro corazón y hacernos llegar a la plenitud. Y para eso nos da su Espíritu que es Espíritu de amor. Confesamos nuestra fe en El, le amamos correspondiendo a su amor y nos da una plenitud tal que nos hace partícipes de su vida divina para hacernos a nosotros también hijos, hijos adoptivos de Dios por la fuerza de su Espíritu que habita en nosotros.

Seguimos contemplando el Sagrado Corazón de Jesús y nos habla de ternura, de descanso, de paz. Igual que un hijo se reclina sobre el pecho de su madre para estar cerca de su corazón y así sentirse seguro en los avatares y luchas de la vida, quiere Jesús que nos reclinemos, nos recostemos sobre su corazón para que sintamos sus latidos de amor que tanta paz, seguridad y fortaleza nos harán sentir. Estaremos atormentados y agobiados por los problemas, las luchas, las debilidades y flaquezas. Jesús nos manda ir hasta El y descansar en su corazón.

‘Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré… aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’.

Seguir a Jesús, estar con El y querer cumplir el mandamiento del Señor no será nunca para nosotros una carga pesada. Cuántos temen entrar por la senda de los mandamientos del Señor porque les parece difícil o imposible el camino. Seguir los pasos de Jesús es la mayor felicidad que podemos encontrar porque siempre nos sentiremos envueltos por su amor y por su paz. Y teniendo el amor y la paz del Señor ¿qué nos va a faltar? ¿qué otra cosa podremos necesitar?

Vivamos una fe madura, un amor maduro y fuerte en nuestro seguimiento de Jesús. Hagamos crecer en verdad nuestra fe y nuestro amor. No nos quedemos en superficialidades o pasajeros sentimientos. Démosle a nuestro amor toda la profundidad que tiene el amor del Señor.

jueves, 30 de junio de 2011

Nuestra disponibilidad de sacrificio por el Señor


Gén. 22, 1-19;

Sal. 114;

Mt. 9, 1-8

¿Hasta dónde estaríamos nosotros dispuestos a llegar en los sacrificios que ofrezcamos a Dios? Buscando en el diccionario lo que significa la palabra sacrificio entre otras cosas nos dice que figuradamente es ‘acto de abnegación inspirado por la vehemencia del cariño’. Acto de abnegación, o sea el hecho de negarnos algo que para nosotros consideramos importante, y que inspirados por el amor que tenemos a quien se lo ofrecemos – dice vehemencia - somos capaz de negárnoslo para nosotros para darlo o entregarlo a aquel a quien amamos.

La palabra sacrificio tiene una connotación también de algo sagrado, porque en su origen es la ofrenda de algo que hacemos a Dios; ya no la queremos para nosotros, sino que la queremos para Dios, lo que la convierte de alguna manera en algo sagrado. La raíz de la palabra sacrificio iría en ese sentido.

En las religiones antiguas se ofrecía a Dios de aquello que era su vida o el fruto de sus trabajos, lo que se consideraba lo mejor. Se ofrecían los mejores animales de sus ganados, que son los sacrificios habituales que vemos en la antigüedad; o se ofrecían los mejores frutos de la tierra, por eso eran las primicias las que se ofrecían, los primeros frutos. Así lo vemos a lo largo de todo el Antiguo Testamento y que en los libros del Pentateuco se describe muy bien cómo habían de ser aquellos sacrificios, ofrendas y holocaustos.

Pero en el texto que ha motivado este comentario, el sacrificio de Isaac, ya no es el fruto de sus trabajos o lo mejor de sus ganados lo que se va a ofrecer al Señor. ‘Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré’. Tenemos que entender muy bien el sentido de este sacrificio que Dios pide a Abrahán.

Era habitual en muchos pueblos vecinos a Israel el que se ofreciesen también sacrificios humanos, porque era una forma de ofrecer lo mejor y lo más querido que se pudiera tener, como era el caso de un hijo. Veremos que en la ley del pueblo de Israel estos sacrificios están proscritos, aunque veremos algun otro caso a lo largo del Antiguo Testamento como consecuencia de un voto hecho a Dios. No es ese el sacrificio que Dios nos pueda pedir.

En este caso es una prueba muy dura a la que somete Dios a Abrahán, que ha ya tenido que renunciar a su casa y a su tierra para ponerse en camino para ir allá a donde le pida Dios. Y abrahán obedece. Dios le ha prometido ser padre de un pueblo numeroso y sólo le ha dado un hijo, Isaac, que le pide ahora en sacrificio. ‘Dios puso a prueba a Abrahán’, dice el texto sagrado. ¿Será Abrahán capaz de tal sacrificio por la fe que ha puesto totalmente en el Señor? ¿Hasta ahí llegará la vehemencia de su fe y de su amor? Y Abrahán se puso en camino a lo que le pedía el Señor.

Dios le estaba pidiendo a Abrahán lo mejor de su vida que ya no eran ni los animales que pudiera sacrificar, ni los holocaustos que pudiera ofrecer del fruto de sus trabajos, ni tampoco ahora la muerte de su hijo sacrificado para Dios. Es algo más hondo lo que Dios le está pidiendo a Abrahán, le está pidiendo su corazón, su voluntad, su fidelidad hasta el extremo de dar lo mayor y mejor de sí mismo.

No será el hijo, Isaac, lo que Dios le esté pidiendo a Abrahán, pues no permitirá Dios ese sacrificio cruento, pero Abrahán ha sido capaz de darle su corazón a Dios. Es el acto de abnegación suprema, recogiendo lo que definíamos del sacrificio, motivada por la fe y por el amor hasta el extremo que Abrahán tiene a Dios.

Nos preguntábamos a principio, ¿hasta donde estaremos dispuestos nosotros a llegar en el sacrificio que le ofrezcamos a Dios? Ya ha habido quien se ha ofrecido en sacrificio de expiación por nosotros, porque Dios mismo nos ha entregado a su propio Hijo que por nosotros ha muerto en la cruz para nuestra redención y salvación. No necesitamos ahora nosotros ofrecerle cosas a Dios, aunque algunas veces pareciera que eso nos es más fácil.

¿Estaremos todavía nosotros en el sentido del Antiguo Testamento o más atrás aún por lo que habitualmente queremos ofrecerle a Dios? Porque nos es más fácil desprendernos de una cosa por muy valiosa que sea, que darle nuestro corazón, nuestro yo, la obediencia de nuestra fe al Señor. ¿Seremos capaces de ofrecerle nuestro corazón, nuestro amor total en el sentido del amor que nos enseña y vemos en Cristo, la fidelidad absoluta en el cumplimiento de los mandamientos del Señor?

miércoles, 29 de junio de 2011

Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Cefas…

rezad por mi que es aniversario de mi ordenación. gracias

Hechos, 12, 1-11;

Sal. 33;

2Tim. 4, 6-8.17-18;

Mt. 16, 13-19

Hay ocasiones en que por circunstancias de la vida nos presentan a una persona con la que luego vamos a tener una intensa relación y que en cierto modo va a influir mucho en nuestra vida. Podíamos decir que esto es lo que le sucedió a Simón con la presentación que le hizo su hermano Andrés.

‘Hemos encontrado al Mesías… aquel de quien hablaron los profetas’, le dijo a Simón tan pronto se lo encontró. ‘Y lo llevó hasta Jesús’, dice sencillamente el evangelista. Se lo presentó a Jesús, de manera que ‘Jesús se le quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)’.

Fue su primer encuentro con Jesús a instancias de su hermano que desde allá desde el Jordán se había ido tras Jesús. Y ahora comenzaría un camino para Pedro, como ya le llama Jesús desde el primer momento. Le escuchará seguramente cuando habla Jesús en la Sinagoga o cuando se reúne en grupos por los caminos o allá junto a la orilla del lago. Pronto Jesús irá a su casa y la suegra de Pedro será beneficiaria de las primeros de los milagros de Jesús.

Más tarde, será Jesús el que lo invite a seguirle de forma concreta cuando está allá remendando las redes en la playa y comenzará a seguir con más insistencia a Jesús. ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’. Se sentía cautivado por Jesús de manera que él y su hermano Andrés y luego Santiago y Juan que reciben la misma invitación ‘dejaron las redes y lo siguieron’.

Comenzará Pedro a sentir algo especial dentro de sí de manera que cuando echa las redes porque Jesús se lo pide, lo hará sencillamente ante la petición de Jesús; ‘en tu nombre echaré la red,’ y al ver la redada de peces tan grande ya sentirá que no es digno de estar ante Jesús en el que comienza a descubrir el misterio de Dios: ‘Apártate de mi, que soy un hombre pecador’.

Será de los escogidos y llamados de forma especial por Jesús para formar parte del grupo de los doce. Allí irá aprendiendo lo que Jesús habla del amor y del servicio, de hacerse el último y ser el servidor de todos. Irá vislumbrando que merece la pena seguir a Jesús porque hay algo en Jesús que lo cautiva por dentro. Y pronto Jesús irá manifestando una predilección especial porque lo llevará a la resurrección de la hija de Jairo o lo subirá hasta el Tabor. ‘¡Qué bien se está aquí!, exclamará, hagamos tres tiendas…’ aunque como dice el evangelista no sabía lo que se decía. Esstaba vislumbrando ya la gloria del Señor que se manifestaba en Jesús.

Ya Jesús comenzaba a ser importante para él, porque lo habían dejado todo por seguirle y aunque a veces aún no comprendían todo lo que les decía, o cuando les hablaba de su subida a Jerusalén donde sería entregado en manos de los gentiles, o cuando les hablaba del pan de vida que era su carne y que había que comer para tener vida, sin embargo, ¿a dónde iban a ir, si Jesús tenía palabras de vida eterna?

Por eso cuando Jesús pregunte ya más directamente que piensan de El, lo que opina la gente, o lo que opinan ellos mismos, los discípulos que siempre están con El, será Pedro quien se adelante a hacer su profesión de fe en Jesús. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’. Si un día Jesús lo había llamado Pedro ahora se entiende el por qué de ese nombre. ‘Dichoso, Simón, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y ahora yo te digo, tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’.

Allí estaba la promesa del primado, por el que tendría que ser el primero en servir a sus hermanos. ‘Mantente firme para que cuando te recobres confirmes en la fe a mis hermanos’. Pero habrá de pasar también por la prueba, la duda, la negación y la purificación. ‘Iré contigo a donde quiera que vayas… por ti daré mi vida’, y se llevará espada colgada al cinto para defender a Jesús, pero tras el prendimiento de Jesús en el huerto, donde se caía de sueño y no había sido capaz de velar en oración ni una hora con Jesús, vendrían la huída, las negaciones, y el encerrarse en el Cenáculo.

Contemplaría con Juan avisado por Magdalena el sepulcro vacío, y cuánto le seguiría doliendo en el alma su triple negación ahora que no sabía ni siquiera donde estaba su cuerpo, pero será uno de los primeros a quienes se manifieste Jesús resucitado. Más tarde, allá en Galilea, junto al lago, porfiará de nuevo su amor por Jesús y se le confirmará la misión que un día se le había prometido. ‘Apacienta mis ovejas, apaciente mis corderos’.

Ahí están unos retazos de la vida de Pedro y de su amor por Jesús. El Pedro que hoy celebramos y que lo hacemos junto con san Pablo también. El Pedro que luego lo proclamará valientemente tras la venida del Espíritu como el Señor a quien Dios había resucitado de entre los muertos. El Pedro que veremos en el nombre del Señor dirigiendo la Iglesia, pastoreando el pueblo de Dios y que sigue haciéndolo en sus sucesores los Papas de todos los tiempos a través de toda la historia de la Iglesia.

El Pedro que hizo un recorrido de seguimiento de Jesús que ha de ser imagen del recorrido que nosotros vamos haciendo en nuestro camino de fe y que con el hermoso testimonio de Pedro nos sentimos alentados en el Señor. Todo esto que hemos ido reflexionando el camino de Pedro hemos de rumiarlo dentro de nosotros porque mucho nos ayudará para nuestro camino de fe, para nuestra vida cristiana de seguimiento de Jesús. Queremos nosotros también seguir a Jesús, conocer a Jesús, estar con Jesús, decir que a dónde vamos a ir si en Jesús encontramos la vida eterna.

En comunión con Pedro nos sentimos Iglesia, ese nuevo pueblo de Dios congregado en el nombre de Jesús. Y con toda la Iglesia en este día al celebrar la fiesta de san Pedro queremos sentirnos en honda comunión con el sucesor de Pedro, hoy Benedicto XVI, con la misma misión de Pedro de guiar por los caminos del Espíritu y del Evangelio al pueblo de Dios.

Oramos hoy por la Iglesia; oramos por el Papa, en el día del Papa, además en esta conmemoración especial que hace Benedicto XVI de sus sesenta años de sacerdocio. Recordamos lo que nos decía el texto de los Hechos de los Apóstoles como, mientras Pedro estaba en la cárcel por dar testimonio del nombre de Jesús, toda la Iglesia oraba por él.

Que con la intercesión de Pedro el Señor nos conceda el don de seguir los caminos de la fe, los caminos de la Iglesia. Que con la fuerza del Espíritu también nos presentemos como testigos en medio del mundo para anunciar también a todos los hombres, en Cristo Jesús tenemos la salvación.

martes, 28 de junio de 2011

El Señor todopoderoso está siempre a nuestro lado para vencer las fuerzas del maligno


Gén. 19, 15-29;

Sal. 25;

Mt. 8, 3-27

‘Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma… ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen1’

Es el Señor todopoderoso, el Señor del cielo y de la tierra. Es el Dios creador de todas las cosas – por su palabra todo fue hecho, que diría el evangelio de san Juan – y es el Señor de la vida y de toda la creación. No podemos olvidar la omnipotencia de Dios, creador de todas las cosas, y en cuya mano y poder están todas las cosas.

Se despertó la fe de los discípulos, aunque Jesús tuviera que recriminarles ‘¡cobardes! ¡qué poca fe!’. Nos queremos dar explicaciones para todo, hablamos de las leyes de la naturaleza, y algunas veces podemos olvidar que Dios está por encima de todo y que todo ha salido de la nada por su poder. San Ireneo, como nos recuerda el catecismo de la Iglesia católica, decía ‘sólo existe un Dios… es el Padre, es el Dios, el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir por su Verbo y por su Sabiduría…’

Todo ha sido creado para la gloria de Dios; para manifestar y comunicar su gloria. Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad. Nos conviene recordar estos pensamientos que forman parte de nuestra fe. Contemplando el poder y la omnipotencia de Dios que asi se manifiestan en las obras de Jesús nos sentimos impulsados a darle gloria, a cantar la gloria de Dios. Contemplar a Jesús que se muestra superior a las propias fuerzas de la naturaleza, nos ayuda a hacer crecer nuestra fe El y querer entonces que toda nuestra vida sea siempre para la gloria de Dios.

‘¿Quién es éste?’, se preguntaban los discípulos en la barca. Jesús nos va dejando huellas de su divinidad en las obras que realiza. Siguiendo su rastro podremos llegar a confesar nuestra fe en El como el verdadero Hijo de Dios que se ha encarnado, que se ha hecho para nuestra salvación.

Porque ya no son solo las fuerzas de la naturaleza las que vemos dominadas por Jesús, sino que descubrimos como El viene a arrancarnos de otras fuerzas peores, que son las fuerzas del mal. Ahí se manifiesta la gloria de Dios en Jesús cuando muriendo derrota a la muerte, muriendo vence al mar, la muerte y el pecado, porque para nosotros quiere vida, quiere gracia, quiere hacernos hijos de Dios.

Por eso en esta imagen, en este signo, milagro de la tempestad calmada podemos contemplar ese poder y esa gracia salvadora de Jesús que nos ayuda a vencer el mal, a triunfar sobre la tentación y el pecado. Esa barca zarandeada en medio de la tempestad en el lago es imagen de nuestra vida que también se pone en peligro cuando nos acecha y zarandea la tentación para arrastrarnos al pecado y a la muerte.

Muchas veces nos sentimos débiles y nos parece que no seremos capaces de vencer la tentación como si estuviéramos solos en esa lucha. Con nosotros está el Señor. No nos faltará nunca su gracia. No pensemos que está dormido o se desentiende de nosotros porque sintamos la fuerza poderosa de la tentación.

No perdamos la fe y la esperanza. Gritémosle una y otra vez en nuestra oración ‘no nos dejes caer en la tentación, líbranos del maligno’. Y que nos libre el Señor de esa tentación de pensar que nosotros solos por nosotros mismos podemos vencer al maligno. Sepamos contar siempre con la gracia y la fuerza del Señor que no nos fallará, no nos faltará. Es el Señor todopoderoso, Señor de cielo y tierra, pero nuestro salvador y redentor que está a nuestro lado para vencer las fuerzas del maligno.

lunes, 27 de junio de 2011

Que comprenda yo, Señor, cuáles son tus caminos

Gen. 18, 16-33;

Sal. 102;

Mt. 8, 18-22

‘Se le acercó un letrado y le dijo: Maestro, te seguiré a donde vayas…’ Hermosa disponibilidad. En muchas ocasiones también nosotros enfervorizados con el Señor le decimos que queremos seguirle, que siempre queremos estar con El, que por nada le dejaremos, y así muchas cosas más. Tras un momento de una experiencia religiosa especial, tras haber escuchado un sermón que nos impactó y nos llegó al alma, tras algun acontecimiento que nos haya sucedido donde hemos visto clara la mano de Dios en nosotros, o después de hacer unos ejercicios espirituales prometemos muchas cosas desde nuestra fe y nuestro fervor.

No está mal. Necesitamos experiencias religiosas que nos impacten y nos despierten de muchos letargos en que vivimos en la vida, pero también necesitamos de la constancia. Porque ya sabemos lo que nos pasa y es que pronto olvidamos nuestras palabras y nuestras promesas.

Hablando de promesas lo hemos visto palpable en mucha gente de una religiosidad muy elemental. En nuestros apuros cuántas promesas le hacemos al Señor. Luego cuando pasa ese momento difícil o nos olvidamos o nos damos cuenta de que aquello que prometimos no podemos cumplirlo porque quizá exceda nuestras posibilidades. He visto muchas personas que se sienten agustiadas por no poder cumplir una promesa difícil y costosa que hicieron en un momento deterrminado. Pero quizá no vaya por ahí lo que Jesús quiera decirnos en el evangelio.

Mientras aquel letrado está dispuesto a todo para seguir a Jesús, y ahora comentaremos lo que Jesús le dice para hacerlo reflexionar, otro está pidiendo dispensas o plazos para seguir a Jesús, porque antes cree que debe hacer otras cosas. ‘Señor, déjame primero ir a enterrar a min padre’.

Jesús nos pide disponibilidad y generosidad. Pero Jesús quiere que pensemos de verdad las exigencias de ser su discípulo para seguirle. No se trata de fervores de un momento ni de plazos a la hora de la entrega. Es necesario darnos cuenta de cuál es el camino de Jesús y si estamos dispuestos a seguirle es porque queremos seguir sus mismos pasos. No siempre es fácil, pero ya en otro momento Jesús nos hará ver que nunca nos faltará la fuerza de su gracia ni la asistencia del Espíritu santo.

Jesús al primero le dirá que ‘las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza’, mientras al otro le dirá ‘deja que los muertos entierren a sus muertos’.

El camino de Jesús es camino de entrega y de amor, para lo que será necesario generosidad y disponibilidad; pero junto a esa entrega y amor, a esa generosidad y disponiblidad tiene que haber también un espíritu de pobreza. No vamos a seguir a Jesús porque pensemos, por así decirlo, escalar puestos u obtener beneficios. Y seguir a Jesús es un camino de vida, por esto todo lo que huela a muerte tenemos que dejarlo a un lado.

La ganancia de seguir a Jesús no la podemos cuantificar en medidas humanas y en medios o riqueza de orden material o económico. Es más, seguirle conllevará consigo un compartir donde daré de lo mío, incluso sin quedarme nada para mi, por ayudar al otro. Nuestra recompensa no va por lo humano, sino por lo divino, por la vida eterna.

Las ganancias o satisfacciones que podamos recibir por lo bueno que hacemos son de otro orden más espiritual. Y cuando el Señor quiera ser generoso con nosotros en lo material también será cosa suya, de su generosidad, y no de exigencias que nosotros planteemos. Y vaya que esas cosas sí que nos hacen felices de verdad. Recordemos el espiritu de las bienaventuranzas y a quienes llama Jesús dichosos

Que comprenda yo, Señor, cuáles son tus caminos.

domingo, 26 de junio de 2011

Le damos gracias a Cristo en la Eucaristía por poder vivir en comunión con los demás


Deut. 8, 2-3.14-16;

Sal. 147;

1Cor. 10, 16-17;

Jn. 6, 51-58

Para comenzar nuestra reflexión una afirmación que tomamos del evangelio proclamado: ‘Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el Pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo’.

Y una pregunta también al contemplar lo que sucede a nuestro alrededor en este día, ¿qué es lo que mueve a que hoy se movilicen tantas personas en nuestras comunidades y en nuestros pueblos, todo se llene de adornos y de flores, y salgamos a la calle con fiesta y alegría en el corazón?

La respuesta a la pregunta la tenemos en la primera afirmación. Estamos celebrando a quien nos ha dado su carne como Pan para vida del mundo. Pero respondemos también diciendo que esto es lo que cada semana celebramos cuando nos reunimos en el día del Señor, e incluso cada día, cuando celebramos la Eucaristía.

Es la fiesta de la Eucaristía. Es la fiesta del pan partido y entregado que es Cristo mismo que así se nos ha dado para ser nuestra vida, nuestro alimento, nuestro camino y nuestro sentido. Siempre tiene que ser así la fiesta de la Eucaristía. Porque siempre celebramos a Cristo que así se nos da, así se hace Eucaristía, alimento, ofrenda, sacrificio, camino de amor, viático que nos acompaña y nos alimenta.

Misterio admirable el que hoy celebramos y que queremos hacerlo con especial solemnidad, pero con el más profundo amor. En la contemplación de tan maravilloso misterio de amor que es la Eucaristía y como una proclamación firme y fuerte de nuestra fe en la presencia real y verdadera de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía nació en el corazón del pueblo cristiano esta fiesta del Corpus Christi, esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo que pronto se extendió a toda la Iglesia.

Ahí vemos, pues, con qué entusiasmo se movilizan nuestros pueblos en torno a la fiesta de la Eucaristía. Muestra de ello esas hermosas alfombras, tapices, pasillos, descansos, arcos triunfales del más puro arte y artesanía, como hacemos en nuestra tierra, que levantamos al paso de Jesús presente en el Sacramento por nuestras calles y plazas, porque hoy no queremos, nos resulta imposible quedarnos dentro de nuestros templos.

Por eso mismo tenemos que considerar con la mayor profundidad el misterio grande que celebramos y que queremos vivir. Porque celebrar a Cristo en la Eucaristía es querer vivir a Cristo que en el Sacramento se nos da como alimento y como vida nuestra. ‘El Pan vivo bajado del cielo… para que tengamos vida para siempre’, como recordábamos y hemos escuchado hoy en el evangelio.

Y si Cristo se hace pan es para que le comamos. No es un alimento cualquiera, ni siquiera como aquel maná, pan venido del cielo, que comieron los israelitas en el desierto, pero que quienes lo comieron murieron. Como nos dice Jesús ‘el que come de ese pan vivirá para siempre’.

Esto nos está diciendo el especial significado que tiene este pan, esta comida. Porque es comer a Cristo, y eso significa hacernos una sola cosa con El. Comemos y nos llenamos de su vida; comemos y significa que estamos haciendo nuestro su amor porque ya tenemos que amar con un amor como el de El.

Comemos a Cristo en la Eucaristía y significa entrar ya en una especial comunión no sólo con El sino con todos los que son amados por El. No podremos decir que entramos en comunión con Cristo cuando le comamos, cuando comulguemos si no entramos en comunión también con los demás. Y eso es comprometido. Es serio. Nuestra vida, nuestras actitudes, nuestras posturas ante los demás ya no pueden ser las mismas.

Recordemos lo que nos decía hoy Pablo en la carta a los Corintios. Ese cáliz de bendición, ese pan que partimos es comunión con la sangre de Cristo, es comunión con el Cuerpo de Cristo. ‘El pan es uno, afirmaba el apóstol, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan’. Qué hermoso y qué comprometedor. No podemos ir entonces a comulgar de cualquier manera. Iremos a comulgar a Cristo porque queremos comulgar también a los demás, porque ya vivimos en comunión con los demás y queremos estrechar más y más esa comunión. Sin eso no tendría sentido la comunión con el cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Y eso es lo que hoy queremos celebrar. Y por eso es por lo que manifestamos esa alegría grande en esta fiesta de la Eucaristía. Y es que queremos cantar a Cristo y darle gracias por esa oportunidad que nos ha dado de poder vivir en comunión con los demás. Y con El, con su fuerza, con su gracia, con su alimento de la Eucaristía podemos hacerlo posible.

Es hermosa y podríamos decir que bien significativa la forma con que en nuestros pueblos queremos celebrar esta fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Yo me atrevería a decir que en la forma como lo hacemos estamos dando señales de ese Reino de Dios cuando somos capaces de unirnos, de trabajar juntos para hacer todos los preparativos para esta fiesta, y cuando juntos como pueblo de Dios participamos en ella, en la celebración de la Eucaristía y en la posterior procesión con el Santísimo Sacramento por las calles y plazas de nuestros pueblos.

En ese sentido tendrían que manifestarse los frutos de esta fiesta y de esta celebración, pero no en los actos de un día, sino en esa comunión que vivamos cada día alimentados por la fuerza de la Eucaristía.

Celebrar la Eucaristía es algo grande y maravilloso. Algo que nos compromete profundamente y nos pone siempre en camino. Pero la maravilla está en que no nos sentimos solos y sin fuerzas. En la Eucaristía encontramos esa fuerza y esa vida.

Vamos a comer el pan de la Eucaristía que es pan de fortaleza para seguir avanzando en nuestro camino; es pan de esperanza porque la Eucaristía proyecta una luz intenso sobre la historia humana y el cosmos, como nos enseña Benedicto XVI; es pan de generosidad, que se parte y se reparte, y que nos enseña a partir y repartirnos por los demás; es pan de fraternidad porque es ahí donde más fuertemente nos sentimos hermanos y aprendemos a amarnos más intensamente; es pan de unidad y es pan de amor que nos une a Cristo y a los demás y nos hace amar con un amor bien especial.

De la Eucaristía tenemos salir transformados; nuestro espíritu tiene que sentirse especialmente iluminado y hasta en nuestro rostro, o en nuestras actitudes y posturas, en nuestra vida toda tendría que manifestarse ese resplandor de Dios que llevamos dentro. Como Moisés cuando bajaba de la montaña con el rostro resplandeciente. O como Elías cuando comió aquel pan que se le ofreció en el monte de Dios para volver con fuerza a dar su testimonio en el mundo hostil en el que vivía.

Celebremos con gozo grande esta fiesta de la Eucaristía y de la misma manera que hacemos profunda profesión de fe en la presencia real y verdadera de Cristo en el Santísimo Sacramento aprendamos a verlo y descubrirlo en los hermanos que están a nuestro lado, especialmente en aquellos que más sufren.

Comamos el Pan vivo bajado del cielo que es Cristo mismo para que nos llenemos de vida y de vida para siempre.