sábado, 16 de abril de 2011

Vamos a subir a Jerusalén para celebrar la pascua del Señor


Ez. 37, 21-28;

Sal.: Jer. 31, 10-13;

Jn. 11, 45-56

La situación no podía seguir así podían estar pensando los judíos, sobre todo los sumos sacerdotes y los fariseos que con tanta inquina acosaban a Jesús. ‘Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en El…’

Por eso razonaban que había que hacer algo porque ‘si lo dejamos seguir, todos creerán en El y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación’. ¿Era por convencimiento de que en verdad Jesús no podía ser el Mesias o es que peligraban algunas cosas en su forma y estilo de vivir? Pareciera que lo que tenían es lo podían hacer los romanos, la agitación social que se pudiera provocar, o su situación de privilegio pudiera estar en peligro. Algunas veces parece que las intenciones o voluntades no eran del todo limpias.

Será el Sumo Sacerdote de aquel año, Caifás, el que les haga caer en la cuenta de lo que tendrán que hacer. ‘Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’. Desde sus propios y torcidos intereses estaba hablando proféticamente dándonos una razón teológica para la muerte de Jesús. Ya el evangelista nos dirá que ‘no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos’.

Realmemente era lo que había anunciado Jesús tantas veces. Era el sentido desde el amor de su entrega y de su muerte. Sería la sangre derramada por todos los hombres para el perdón de los pecados. Sí iba a ser la salvación de todo el pueblo.

Es también lo anunciado por el profeta Ezequiel tal como hemos escuchado en la primera lectura. ‘Voy a recoger a los israelitas, de las naciones a las que se marcharon; voy a congregarlos de todas partes… los purificaré. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios… haré con ellos alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos… y sabrán las naciones que yo soy el Señor’.

‘Os conviene que uno muera por el pueblo…’ decía Caifás. Y Cristo va a morir por nosotros; y en su sangre se va a establecer la Alianza nueva y eterna. Cuando escuchamos todo esto tienen que surgir en nosotros mayores deseos de celebrar el misterio pascual de Cristo para lo que hemos venido preparándonos. Es que en Jesús encontramos la salvación, el perdón de nuestros pecados, la vida, la gracia.

Y hemos de disponernos de verdad a celebrarlo y a vivirlo. No como espectadores; no con la rutina de los que hacen un año más lo mismo; no como si a nosotros no nos tocara de nada todo este misterio que estamos celebrando. Sino que queremos vivirlo con intensidad, llenándonos de verdad de la gracia de Dios. Ya estamos a las puertas de la Semana Santa y va a culminar pronto todo este recorrido de nuestro camino cuaresmal. Pero para sentirnos renovados, para sentirnos resucitados con Cristo. Tiene que ser en verdad la Pascua para nosotros, el paso del Señor por nuestra vida para llenarnos de su salvación.

El evangelio de hoy termina diciéndonos que ‘se acercaba la Pascua de los judíos… y muchos que habían subido antes para purificarse buscaban a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban ¿qué os parece? ¿no vendrá a la fiesta?’ Mañana vamos a celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén para celebrar la Pascua y con ello iniciamos esta semana grande. Pero quizá esa pregunta nos tendría que hacer preguntarnos a nosotros mismos, ¿y nosotros vamos a subir de verdad a la fiesta? ¿vamos de verdad a entrar en esta semana para celebrar con toda profundidad la Pascua del Señor?

viernes, 15 de abril de 2011

El Señor está conmigo como fuerte soldado


Jer. 20, 10-13;

Sal. 17;

Jn. 10, 31-42

Los oráculos de los profetas, que parten normalmente de la propia experiencia de lo que van viviendo y sufriendo, se convierte en imagen profética de lo que iba a ser el Mesías, pero también puede ser imagen y tipo de lo que de alguna manera nos puede suceder a nosotros.

Expresa el dolor de sentirse acosado y perseguido, pues la vida del profeta Jeremías fue muy dura, pero sabe por encima de todo poner su confianza en el Señor. ‘El Señor está conmigo como fuerte soldado’, dice. ‘Oigo el cuchicheo de la gente… mis amigos acechaban mi traspiés…’ es la persecusión que está sufriendo el profeta por ser fiel a su misión profética.

En nuestro acercarnos día a día a la celebración de la Pascua, de la pasión y muerte del Señor, vamos contemplando en el evangelio la oposición que Jesús encuentra entre los judíos que le van a llevar a la pasión y muerte. Hoy vemos de nuevo que intentan apedrearle. ‘Os he hecho muchas cosas buenas por encargo de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?’, es la queja y la pregunta de Jesús.

No terminan de aceptar a Jesús y que se presente como Hijo de Dios. No quieren interpretar las obras que hace Jesús como las obras de Dios que se realizan en El. intentan detenerlo, pero no serán capaces, porque como ya hemos reflexionado, no ha llegado su hora. Marchará de nuevo al otro lado del Jordán, en donde estará cuando le avisen de la muerte de su amigo Lázaro como hemos ya escuchado el pasado domingo.

Pero decíamos que el oráculo del profeta es imagen también de lo que a nosotros nos sucede cuando queremos vivir nuestra vida en fidelidad total al Señor. Pero de la misma manera hemos de saber poner toda nuestra confianza en el Señor. Como hemos recitado en el salmo ‘en el peligro invoqué al Señor, y me escuchó’. Tentaciones, peligros, incomprensiones, oposición del mal. Como decía el salmista: ‘me cercaban olas mortales, torrentes destructores, me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte’. Cuando leemos los salmos, o cuando oramos con los salmos, tenemos que saber ver reflejada nuestra vida en ellos y las situaciones que describen. Porque así además los rezaremos con mayor profundidad y nos servirán bien para hacer crecer nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. El es la roca en la que nos apoyamos, que nos da fortaleza, que nos acompaña siempre con su gracia.

Y en este viernes de la ultima semana de cuaresma, aunque la liturgia no hace ninguna mención especial, quiero sentir la presencia de María en nuestro camino cuaresmal. En la devoción popular es Viernes de Dolores, o sea, día de la Virgen de Dolores. Cómo no sentir la presencia de la Madre cuando vamos a iniciar ya la contemplación y la vivencia de la pasión de Jesús.

Ella es la que su alma fue atravesada por una espada de dolor, como le anunciara el anciano Simeón. Ella es la Madre del dolor que camina al lado de su Hijo y a cuyo lado queremos nosotros hacer también este camino de pasión. Pero contemplemos el dolor sereno y maduro de María, que es un dolor lleno de esperanza. ¿Os habéis fijado que en algunos lugares llaman a la Virgen de los Dolores, la Virgen de la Esperanza? Y ¿cómo no? Aunque María lleva atravesada en su alma esa espada de dolor ella tenía la certeza de la resurrección.

La acompañamos nosotros en silencio en su camino, porque las palabras sobran junto a la madre que ha perdido un hijo, como le sucede a María, pero nuestro silencio queremos perfumarlo con el amor. En la compañía de la Virgen de los dolores no es un perfume de muerte el que aspiramos sino un perfume de resurrección, porque el corazón de María está lleno de esa esperanza con la certeza de la resurrección de Jesús.

No queremos acompañar a María para quedarnos tras la piedra que cierra la entrada de un sepulcro que guarde un cuerpo muerto, sino que queremos vislumbrar, aspirar el perfume nuevo de la resurrección que brotará cuando en la mañana del primer día la piedra salte por los aires, porque no encontraremos allí el cuerpo muerto del Crucificado, sino que nos encontraremos con el Señor que vive, con el Señor que victorioso ha resucitado para llenarnos a nosotros de esa esperanza y de esa vida.

Que María de los Dolores siembre esa esperanza en nuestro corazón que nos ayude a caminar hacia la Pascua.

jueves, 14 de abril de 2011

Guardemos la palabra de Jesús para tener vida para siempre


Gén. 17, 3-9;

Sal. 104;

Jn. 8, 51-59

‘Os aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre…’ nos dice Jesús en el evangelio.

No entienden los judíos lo que Jesús les está diciendo. ‘¿Por quién te tienes?’, le preguntan. ¿Más que Abrahán que murió? ¿más que los profetas que también murieron? ‘Os aseguro que antes que naciera Abrahán existo yo’, les dice. ‘Cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo’, comenta el evangelista.

Nos está manifestando Jesús quien realmente es El para nosotros. Pero sólo desde la fe podemos conocerle y reconocerle. Sus palabras son palabra de vida eterna, como le dirá Pedro: ‘¿A quién vamos a acudir, si tú tienes palabras de vida eterna’. Con los salmos así cantamos también ‘tu palabra me da vida, confío en ti, Señor, tu palabra es eterna, en ella esperaré’.

Jesús viene a darnos vida y vida para siempre. No quiere nuestra muerte, no quiere la muerte del pecador. Es el médico que viene a sanar a los enfermos darles vida, y es el Hijo del Hombre que entrega su vida para que tengamos vida eterna. ‘Yo he venido para que tengan vida y vida abundante’, nos dirá en otro lugar del evangelio.

Es algo que se nos repite y sobre todo en el evangelio de Juan que estamos leyendo, el decirnos Jesús que El viene a darnos vida. ‘En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres’, ya nos dice desde el principio del evangelio. Pero, ¿aceptamos esa luz? ¿recibimos esa vida? ¿preferimos las tinieblas y la muerte?

Palabras semejantes a estas que estamos comentando le escucharemos en otras ocasiones. Cuando en la sinagoga de Cafarnaún nos anuncia el Pan de vida nos dirá ‘Yo soy el Pan de vida, y el que viene a mí no pasará más hambre… y el que coma de este pan vivirá para siempre… el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día…’ Y terminará diciéndonos: ‘las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen’.

Es necesario creer en Jesús para obtener su vida, para llenarnos de vida, para arrancarnos la muerte para siempre de nosotros. En el diálogo con Marta antes de la resurrección de Lázaro cuando nos anuncia que El es la resurrección y la vida, nos dice: ‘El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’.

Podríamos seguir recorriendo páginas del evangelio. Contemplemos a Jesús en su pasión y en su muerte, en la entrega de amor infinito, como sólo Jesús sabe y puede hacerlo, porque quiere darnos vida. Es lo que contemplaremos en estos días de la pasión y lo que vamos a celebrar. Es lo que tenemos que meditar hondamente para aprender a reconocer ese don maravilloso que Cristo quiere darnos, cuando nos entrega su vida, para que vivamos, para arrancarnos de la muerte, para hacer que vivamos para siempre. El quiere darnos vida eterna. Para eso y por eso ha derramado su sangre en la Cruz, ha hecho esa ofrenda de amor al Padre para obtenernos el perdón, la gracia, la redención.

Pidámosle al Señor la gracia de recorrer ese camino de fe y de gracia, de vida y de salvación. Que crezca nuestra fe. Que nos llenemos en verdad de su vida. Que arranquemos de una vez para siempre de nosotros el pecado. Que vivamos intensamente su salvación para alcanzar vida eterna. Guardemos su Palabra, descubramos lo que es su voluntad, recorramos esos caminos de santidad. Que alcancemos la vida eterna que Jesús nos ha ganado con su redención.

miércoles, 13 de abril de 2011

La fe en Jesús nos conduce a la libertad y a ser hijos de Dios

Daniel, 3, 14-20.91-92.95;

Sal.: Dan. 3, 52-56;

Jn. 8, 31-42

La fe en Jesús nos llena de libertad y nos hace verdaderos hijos de Dios. Así podría resumir en pocas palabras el mensaje que nos ofrece el evangelio. Partimos de nuestra fe en Jesús. Creer en El. Lo que nos dará sentido a todo. Lo que en verdad nos engrandecerá.

‘Dijo Jesús a los judíos que habían creido en El’, nos dice el evangelista. ‘Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres’.

No entendían los judíos. No se consideraban ni querían ser esclavos. Precisamente su gran lucha era en aquellos momentos verse liberados del dominio de los romanos. Pero Jesús hablaba de otra libertad más honda y profunda. Cómo otra había sido la libertad cuando salieron de Egipto. No fue solo verse libres de la esclavitud del Faraón, sino era sentirse un pueblo nuevo, un pueblo libre, un pueblo amado y protegido por Dios que les conduciría a la tierra prometida. Fue grande el proceso que en el interior de aquel pueblo se fue realizando en su camino por el desierto. Con la Alianza realizada con el Señor caminaban hacia la verdadera libertad.

Jesús habla ahora de creer en El, ser su discípulo, conocer la verdad y por esa verdad ser libres de verdad. Una libertad que desde esa fe les llevaba a ser verdaderos hijos de Dios. Porque creyendo en Jesús ya el pecado tiene que estar alejado totalmente de la vida del creyente. Esa es la peor esclavitud en la que podemos caer, el pecado. ‘Os aseguro que quien comete pecado es esclavo’, nos dice Jesús. Y de ahí Cristo nos quiere liberar. Derrama su sangre para el perdón de los pecados, para que nos veamos liberados del pecado para siempre. Por eso su Alianza es definitiva, es una Alianza nueva y eterna.

Protestaban los judíos en su discusión con Jesús porque ellos, decían, eran hijos de Abrahán. Pero no se trata solo de un linaje o una herencia. Es algo distinto a conseguir y solo lo podemos conseguir si verdad ponemos toda nuestra fe en Jesús. Cuando nos unimos a Jesús por el Bautismo nos llenaremos de la vida de Dios, por la fuerza del Espíritu comenzaremos en verdad a ser hijos de Dios. Unirnos a Jesús, creer en El, punto de arranque necesario y esencial.

Todo esto nos viene bien recordarlo y meditarlo y rumiarlo una y otra vez. Porque nuestra fe se enfría muchas veces; porque nos sentimos tentados una y otra vez a volver a la esclavitud del pecado. Y queremos en verdad vernos totalmente renovados en esta Pascua que vamos a celebrar y para la que nos estamos preparando en este camino de cuaresma que estamos haciendo. Por eso muchas cosas hay que revisar, limpiar, purificar, restaurar para que brilla en nosotros la gracia del Señor, para que vivamos la santidad a la que estamos llamados.

¿Seremos capaces como los tres jóvenes de los que nos habla el libro de Daniel de exponer nuestra vida a la muerte incluso en el tormento por mantener nuestra fidelidad al Señor? ‘Bendito sea Dios que envió a su ángel a librar a sus siervos que, confiando en El, despreciaron la orden real y expusieron la vida antes que dar culto a otro dios que sea el suyo’. Así exclamó el rey finalmente reconociendo la acción de Dios. Ellos se confiaban en el Señor que podía liberarlos, pero, como dijeron en un momento, aunque no lo hiciera seguirían adorando al único Dios y Señor. Ojalá sea así de firme nuestra fe.

martes, 12 de abril de 2011

¿Quién eres tú?


Núm. 21, 4-9;

Sal. 101;

Jn. 8, 21-30

‘¿Quién eres tú?’, es la pregunta que le hacen los judíos a Jesús. Andan confundidos con las palabras en cierto modo enigmáticas de Jesús. ‘Yo me voy y me buscaréis…donde yo voy no podéis venir vosotros… sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo…’

Es necesario tener fe en Jesús para conocerle y para reconocerle. Pero no habían querido reconocerle ni a El ni a sus obras. Se habían cerrado a la acción de Dios y no podían descubrir las obras de Dios que Jesús realizaba. Por eso preguntan confundidos ‘¿quién eres tú?’

Pero quizá esa pregunta nos ayude a nosotros, para que busquemos cómo mejor conocer a Jesús; para que nos dejemos guiar por su Espíritu; para que abramos los ojos de la fe para ver la acción de Dios en El; para que abramos nuestro corazón a su Palabra y podamos llenarnos de su vida, y conocerle.

La pregunta tiene que seguir estando ahí como en deseo de querer conocer cada vez más a Jesús, penetrar en su misterio, meternos nosotros dentro de El, pero dejar que El penetre en nosotros, en nuestro corazón, en nuestra vida. Cuando lo reconozcamos podremos alcanzar su salvación.

Jesús terminará diciéndoles que ‘cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy, y que no haga nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado…’ Una referencia en las palabras de Jesús a la serpiente levantada en el desierto por Moisés. Ya en otro momento Jesús había hecho referencia a ello. Fue tras la conversación con Nicodemo. ‘Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado elHijo del Hombre, para que todo el que cree en El tenga vida eterna’.

Hemos escuchado el relato de la serpiente de bronce elevada por Moisés en el desierto, tras aquella rebelión del pueblo contra Dios y Moisés porque creían morir en el desierto. Fueron mordidos por serpientes venenosas y cuando reconocen su pecado – ‘hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti’ – Moisés intercede por el pueblo, Dios le manda hacer una serpiente de bronce para levantar en un estandarte en medio del campamento y quien la mire se salvará.

‘Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabreis que yo soy…’ Una expresión, ‘yo soy’ equivalante al nombre de Yavhé, al nombre de Dios. Es una proclamacion en cierto modo de quien es el Hijo del Hombre, verdadero Dios y verdadero hombre, en quien tenemos la salvación.

Cuando sea levantado en lo alto de la cruz, muchos se escandalizarán, muchos se seguirán haciendo preguntas, pero muchos comenzarán a reconocerle. Como el centurión que reconocerá ‘realmente este hombre era justo’, que nos dirán los evangelistas.

‘¿Quién eres tú?’ seguimos preguntándonos para reconocer a Jesús como nuestro Dios y nuestra salvación. Es que cuando lo veamos levantado en lo alto del madero, estaremos viendo el amor más sublime, el amor de Dios que nos entrega a su Hijo y no nos queda sino reconocer en Jesús nuestra salvación. Es allí donde en verdad le vamos a reconocer.

Sigamos haciendo nuestro camino cuaresmal; sigamos dejándonos impregnar por el amor de Dios y su salvación; sigamos preparándonos de verdad a vivir todo el misterio de la Pascua y que sintamos de verdad esa salvación en nuestra vida, porque nos sentimos perdonados y renovados, porque nos sentimos llenos de gracia y de vida nueva.

lunes, 11 de abril de 2011

Miremos con sinceridad dentro de nosotros y contemplemos el rostro de Dios



Dan. 13, 1-9.15-17.19-30.33-62;

Sal. 22;

Jn. 8, 1-11

Un texto el del evangelio escuchado que nos ayuda por una parte a mirarnos con sinceridad dentro de nosotros mismos, pero contraluz nos hace contemplar el rostro y el corazón misericordioso de Dios llenándonos de esperanza e invitándonos a ir a El a pesar de los que sean nuestros pecados.

Jesús está Jerusalén desde temprano enseñando en el templo. Y allí ‘le traen a una mujer sorprendida en adulterio’. Los escribas y los fariseos quieren poner a prueba a Jesús para poder acusarlo. La ley de Moisés mandaba apedrear sin compasión a las adúlteras. ¿Qué hará Jesús?

Allí estaba quien había dicho muchas veces que ‘el Hijo del Hombre no ha venido a buscar a los justos sino a los pecadores’. En su presencia está una mujer pecadora. Allí estaba quien se nos presentaba como el pastor que va siempre a buscar a la oveja perdida, o como el padre bueno que espera pacientemente la vuelta del hijo que se ha marchado de casa para recibirle con el abrazo del amor y del perdón. ¿Qué hará Jesús?

El también nos había enseñado a no juzgar para no ser juzgados, a no condenar para no ser condenados, porque la medida que usemos será la medida que usarán con nosotros. ¿Podría Jesús juzgar y condenar a quien avergonzada por su pecado estaba allí tirada y postrada a sus pies? ¿Qué hará Jesús?

Parecía absorto en otras cosas. ‘Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo’. Pero insistían en preguntar, en que diera respuestas o soluciones. ‘Se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’. ¿Por qué antes de juzgar y condenar no nos miramos por dentro? Es lo que quiere Jesús que hagamos, que nos miremos por dentro. Si lo hacemos con sinceridad de otra manera actuaríamos con los demás. Porque somos muy fáciles para juzgar y para condenar, pero no nos gusta que nos juzguen a nosotros o nos condenen. Cuando sospechamos que alguien se atreve a pensar o llega a decir algo de nosotros, cómo nos duele, con qué dureza reaccionamos.

Los acusadores ahora se van marchando uno a uno, de manera que al final estará la mujer sola allí en medio de pie, delante de Jesús. ‘¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más’.

Así es el corazón de Dios. Así se nos manifiesta su misericordia. Así tendríamos nosotros que aprender. ¿Por qué andaremos en la vida con tantos juicios y condenas? ¿Por qué seremos tan inmisericordes? Si además nosotros hemos experimentado tantas veces la misericordia de Dios, ¿cómo es que nosotros no somos también misericordiosos con los demás?

Quienes tantas veces nos hemos acercado al Señor, nos hemos acercado al sacramento de la Penitencia para pedirle perdón al Señor y hemos salido de ese encuentro con el perdón de Dios en nuestro corazón, tenemos que aprender a ser generosos también en nuestro perdón para con los demás. Misericordiosos y generosos para perdonar no una sola vez, sino todas las veces que haga falta como lo hace el Señor con nosotros. Piensa cuántas veces te has acercado al Sacramento de la Penitencia a confesar tus pecados prometiendo una y otra vez que vas a enmendarte, y cuántas veces has vuelto otra vez a caer en la misma tentación. Claro que hemos de sentir sobre nosotros la exigencia de corregirnos, de cambiar, de no volver al pecado. Como le dice Jesús a aquella mujer pecadora: ‘Anda, y en adelante no peques más’.

Aprendamos a tener esa generosidad del amor en nuestro corazón, como generoso en su amor es el Señor con nosotros. Cuando en estos días en que tenemos ya tan cerca la celebración de la pasión y muerte del Señor y de su resurrección, vamos a contemplar una y otra vez ese sublime amor de Jesús, un amor supremo, un amor total que le lleva a entregarse por nosotros, porque nos ama, porque nos quiere regalar su perdón y su gracia. Que vayamos aprendiendo lecciones para nuestra vida. Que disfrutemos de su amor, pero que aprendamos a amar nosotros con un amor igual.

domingo, 10 de abril de 2011

La resurrección de Lázaro nos enseña a resucitar con Cristo en su Pascua

Ez. 37, 12-14;

Sal. 129;

Rom. 8, 8-11;

Jn. 11, 1-45

Entramos en el quinto gran momento de nuestro camino cuaresmal. Ante nuestros ojos aparece ya la resurrección y la vida como victoria contra la muerte y el pecado.

Comienza el evangelio de hoy hablando de enfermedad y de muerte. Jesús hablará más tarde de sueño del que hay que despertar. Pero nos dirá también que todo sucede para que se manifieste la gloria de Dios. No nos gusta el dolor y el sufrimiento, tememos a la muerte, lo rechazamos o nos rebelamos con todo ello; algunas veces lo ocultamos por miedo quizá o por temor ante el sin sentido. Pero Jesús cuando les anuncia a los discípulos que Lázaro, su amigo, a quien ama, está enfermo, les dirá que no es para muerte sino que ‘servirá para la gloria de Dios y para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella’.

Se entremezclan en el mensaje el sufrimiento de la enfermedad física y la muerte corporal, con otra muerte de la que Cristo quiere despertarnos, arrancarnos, hacernos resucitar. Pero en una y otra hemos de saber descubrir donde está la gloria de Dios y cómo hemos de dar gloria a Dios. Nos cuesta entender a veces, como no terminaban de entender los discípulos las palabras de Jesús, y como no entendían las dos hermanas, Marta y María, la ausencia de Jesús. Las dos repiten la misma queja: ‘Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano’. Pero aún siguen confiando en Jesús. ‘Pero aún ahora sé que todo lo que le pidas a Dios, Dios te lo concederá’.

Pero allí está Jesús. Anuncia resurrección y vida. Hay que creer en El. Con Jesús tendremos vida para siempre. El quiere arrancarnos de toda muerte. Con su muerte va a vencer la muerte para llenarnos de vida. El es el vencedor de la muerte y le contemplaremos resucitado. Ahora nos dará un signo, una señal que nos anuncia esa victoria, con la resurrección de Lázaro.

‘Tu hermano resucitará… sé que resucitará en el último día… yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre…’ Es el diálogo de Jesús con Marta.

Hay detalles hermosos en este texto del evangelio que nos hablan de cómo Jesús está con nosotros en nuestro sufrimiento y nuestra muerte de la que quiere arrancarnos. Jesús sufre con los que sufren, llora con los que lloran. Repetidamente nos lo hace ver el evangelio. Se conmovió con las lágrimas de María y de los que la acompañaban entre lágrimas. Al llegar a la tumba ‘se echó a llorar… y sollozando llegó a la tumba’. Es la compasión y la ternura del corazón de Dios. Son las lágrimas de Dios ante nuestro dolor.

¿Pensamos en un Dios lejano y ajeno a nuestra vida y a nuestro sufrimiento? Aquí tenemos una muestra de la cercanía y la ternura de Dios. Si aprendiéramos a leer la historia de la salvación a través de la Biblia descubriríamos eso mismo en muchas ocasiones. ¿Cómo no creer en El y amarle?

‘Quitad la loza… Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que me escuchas siempre… Lázaro, sal fuera… Desatadlo y dejadlo andar…’ El milagro se ha realizado. Lázaro ha resucitado. Allí estaba el amor de Dios. Allí estaba la fe de Marta y de María. ‘Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo’. Allí comenzó a despertarse la fe en muchos. ‘Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en El’.

Y ¿nosotros? ¿Hay también para nosotros anuncio de resurrección y de vida? ¿Estaremos también sumergidos en una tumba de la que Cristo nos hará resucitar? ¿Hay muerte en nosotros? ¿Cómo tenemos nuestra fe?

Con sinceridad sabemos lo que tenemos que responder. Con sinceridad tenemos que comenzar por pedir al Señor que se nos despierte la fe y las ansias de vida. Con sinceridad tenemos que saber reconocer la muerte que hay en nosotros cuando hemos dejado que se meta el pecado en nuestra vida.

El camino que estamos haciendo en esta Cuaresma, que ahora intensificamos, pero que tendría que ser el camino de superación y crecimiento que habríamos de realizar cada día de nuestra vida, nos quiere conducir a la Pascua, a la resurrección. Cuando llegue el día de la resurrección del Señor hemos también de resucitar con Cristo. Cristo quiere también sacarnos de esa sepultura de muerte para que vivamos para siempre. Necesitamos creer en El, creer de verdad, para tener vida para siempre, para no morir o para dejar que El nos arranque de la muerte, como hoy nos promete.

Como nos decía el profeta: ‘Cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que yo soy el Señor. Os infundiré mi espíritu y viviréis…’ O como nos decía san Pablo: ‘Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros’.

¿Cómo vamos a ser vivificados? ¿Cuál es esa resurrección que se realizará en nosotros? Podemos y tendríamos que hablar de la resurrección del último día, que forma parte de nuestra fe como confesamos en el Credo. ‘Creemos en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro’. Pero ahora también tenemos que hablar, tenemos que reconocer esa resurrección que el Señor quiere obrar en nosotros en el día a día de nuestra vida.

Seremos resucitados, somos vivificados cuando Cristo nos perdona, perdón que nos ofrece en los sacramentos arrancándonos de la muerte del pecado; cuando Cristo nos levanta y nos fortalece en nuestra debilidad; cuando ilumina con su luz nuestras tinieblas y por la luz del Espíritu crece más y más nuestra fe; cuando podemos conocerle y saber lo que es su voluntad, y podemos conocer lo bueno que hemos de hacer y que hemos de vivir; cuando alienta nuestra esperanza, levantándonos de nuestra postración y nuestras desesperanzas; cuando enciende con el fuego de su Espíritu nuestro corazón para amar más, para comprometernos más radicalmente por lo bueno y por la justicia, para hacer siempre el bien. Y así en tantas y tantas cosas podemos sentir esa resurrección en nosotros. Tenemos que dejar que Jesús nos arranque de la sepultura de tantas tinieblas y muertes de nuestra vida.

Caminemos hacia la Pascua; caminemos hacia la resurrección y la vida. Sintamos esa llamada que el Señor nos hace para salir de la tumba de muerte de nuestro pecado y comenzar a vivir su vida, la vida nueva de la gracia y de la santidad. Dejémonos iluminar por su luz, bebamos de la fuente de agua viva que es El, y dejémonos transfigurar por su presencia y su gracia. Aprendamos a vivir como resucitados, porque ya Cristo está realizando esa resurrección en nuestra vida.