sábado, 5 de marzo de 2011

La autoridad de Jesús


Eclesiástico, 51, 17-27;

Sal. 18;

Mc. 11, 27-33

¿De dónde le viene la autoridad a Jesús? Eso es lo que le plantean los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos a Jesús.

El día anterior se había atrevido Jesús a expulsar a los vendedores del templo no queriendo consentir que el templo que tenía que ser casa de oración se convirtiera en una cueva de bandidos. Habían intentado enfrentarse con El pero habían tenido miedo porque veían que el pueblo estaba con Jesús. ‘Buscaban la manera de acabar con él’, había dicho el evangelista. Por eso ahora vienen a preguntarle o exigirle una respuesta.

Pero eran muchas cosas las que se habían ido acumulando por decirlo de alguna manera. El pueblo le había aclamado a su llegada a Jerusalén y también como desde lejos habían contemplado aquellas manifestaciones de júbilo por parte del pueblo. Pero su manera de enseñar con autoridad poniéndose por encima incluso de los doctores de la ley, los que habían estudiado y preparado en las escuelas rabínicas. Pero ellos no sabían de donde le venía a Jesús toda aquella sabiduría porque en dichas escuelas Jesús no había estudiado.

Por eso se acercan a Jesús y le preguntan: ‘¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?’ Jesús no les responde directamente sino que les plantea el enigma para ellos de quién era Juan y en virtud de qué bautizaba allá en el Jordán. No responden arrastrados por sus miedos y temores y Jesús tampoco les da respuesta.

¿De dónde le venía tal autoridad a Jesús? Nosotros sí podemos responder. Miremos su vida, miremos sus obras, miremos su amor y su misericordia. Un día un fariseo principal que había ido a ver a Jesús de noche, Nicodemo, había tenido que confesar que Jesús venía de Dios porque nadie podía hacer las obras que Jesús hacía si Dios no estaba con El.

En otra ocasión Jesús apelará a sus obras, para ver el actuar de Dios Padre en El a través de sus obras y de sus signos. Por eso tenemos que decir, miremos sus obras, miremos su amor. En el amor que se manifiesta en Jesús descubriremos su autoridad. La autoridad del amor, de la misericordia, de la compasión que es el rostro más hermoso de Dios que en Jesús se nos manifiesta.

¿Quién puede hacer los milagros que Jesús hace? ¿Quién podrá perdonar los pecados? Blasfemo lo habían llamado algunos porque se atribuía el poder de perdonar los pecados que solo a Dios compete. ‘Para que veáis que puedo perdonar pecados, le dijo al paralítico, levántate, toma tu camilla y vuelve a tu casa’. Y decía el evangelista que se quedaron viendo visiones.

Así podremos ir repasando todas las páginas del Evangelio y en cada una de ellas descubriremos la autoridad de Jesús. Pero quizá fuera bueno detenernos en una página que no hace mucho hemos escuchado. Allá en lo alto del Tabor, en la montaña alta cuando se transfiguró el Señor en la presencia de sus discípulos, escuchamos la voz del Padre: ‘Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadle’. Escuchemos la voz del cielo y escuchemos también a Jesús. escuchemos cómo el Padre lo llama su Hijo amado y contemplemos toda la gloria de la Divinidad de Jesús. Es el Hijo amado de Dios. Es la Palabra de Dios que nos habla y el maestro único y verdadero de nuestra vida. Es la Luz y es el Camino; es la Verdad y es la Vida.

Escuchemos a Jesús, contemplemos su amor y su entrega, su misericordia y su compasión. Pero contemplemos el momento culminante de su Pascua. Cuando parecía derrotado colgado del madero estamos contemplando su victoria. Porque Jesús es el Señor que vive. Jesús resucitado es nuestra vida y nuestra salvación.

¿Queremos más razones para descubrir cuál es la autoridad de Jesús?

viernes, 4 de marzo de 2011

Jesús busca frutos en un corazón puro y lleno de fe para un auténtico culto al Señor


Eclesiástico, 44, 1.9-13;

Sal. 149;

Mc. 11, 11-26

Jesús ya está en Jerusalén para su subida a la Pascua. Cronológicamente este texto corresponde a lo sucedido a continuación de su entrada triunfal en la ciudad santa. ‘Después que la gente lo hubo aclamado, entró Jesús en Jerusalén en el templo y lo estuvo observando todo…’ nos señala el evangelista. Se vuelve a Betanía – a casa de Marta, María y Lázaro lugar de descanso para Jesús en sus estancias en Jerusalén – para volver cada día a Jerusalén y al templo dada la cercanía de dichas poblaciones, unos tres kilómetros como hará notar Juan en su evangelio.

En lo acaecido en los siguientes días vemos unos signos claros del mensaje que hoy podemos deducir. Por una parte la maldición de la higuera que luego al día siguiente los discípulos verían seca de raíz. ‘Vio de lejos una higuera con hojas, y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos…’

No es el hecho en sí mismo de si la higuera tenía o no tenía higos, pues no era tiempo de ello, sino que lo viene a significar. Podríamos recordar también una parábola que en este sentido se nos ofrece en el evangelio. Jesús busca fruto, busca fruto en nuestra vida, busca fruto en aquel pueblo de Israel al que Dios tanto había cuidado y donde ahora se manifestaba el amor misericordioso de Dios en Jesús. Pero Jesús no encuentra fruto. Ese fruto que hemos de dar para Dios hay que darlo en todo tiempo. No podemos decir más tarde, en otro momento ya responderé a lo que Dios me pide, ya me corregiré porque aún tengo tiempo… La respuesta tiene que ser pronta, la lucha y el esfuerzo por superarnos es cosa de cada día. ¿Qué hará Dios con nosotros? podríamos quizá preguntarnos.

Otro signo claro del mensaje que Jesús quiere darnos está en la expulsión de los vendedores del templo. ‘Entrando en el templo se puso a echar a los que compraban y vendían en el templo… ¿No está escrito: mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Y vosotros en cambio la habéis convertido en cueva de bandidos…’

La casa de Dios, casa de oración; el culto puro y limpio que tenemos que ofrecer al Señor; ese culto al Señor lejos de todo ritualismo y rutina buscando que siempre sea algo vivo nacido del corazón lleno de fe y de amor del hombre; la no utilización fraudulenta de las cosas santas y de toda acción religiosa para no desvirtuar la verdadera relación con Dios. Son pensamientos que surgen a bote pronto en la contemplación de la escena de la expulsión de los vendedores del templo. Una señal de la purificación que Jesús quería hacer de aquel templo del Señor pero signo de otra purificación interior y más profunda que quiere hacer en el corazón del hombre.

Muchas veces hemos reflexionado cómo nosotros desde nuestro Bautismo somos verdadera morada de Dios y templos del Espíritu Santo que habita en nosotros. Grande es la dignidad de la que nos ha dotado Dios que nos ha hecho sus hijos, pero verdaderos templos de Dios. ¿No será esa entonces la purificación del templo del Señor que Jesús nos está pidiendo, para que purifiquemos nuestro corazón, para que resplandezcamos por la santidad de nuestra vida? Creo que por ahí deben ir nuestros pensamientos, reflexiones y compromisos.

Finalmente Jesús nos pedirá que afiancemos de verdad nuestra fe. ‘Tened fe en Dios’, nos dice. Y nos habla del poder de la oración y de la fe. Pero nos habla también de cómo hemos de purificar siempre nuestro corazón cuando vayamos a ponernos en oración ante Dios. ‘Cuando os pongáis a orar, perdonar lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas’. Nos recuerda la manera de orar que nos enseña en el padrenuestro.

jueves, 3 de marzo de 2011

Que no se nos obscurezca nunca la fe aunque muchos sean los obstáculos


Eclesiástico, 42, 15-26;

Sal. 32;

Mc. 10, 46-52

Fe y amor son dos palabras que podríamos subrayar como resumen del mensaje del evangelio proclamado. Con fe grita ‘Bartimeo, el ciego que estaba sentado al borde del camino’ cuando pasa Jesús: ‘Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí’, repitiéndolo una y otra vez.

Quieren acallarlo, como tantas veces sucede cuando intentamos gritar nuestra fe. No nos extrañe que haya muchos a los que no interese escuchar un grito de fe cuando llevan su vida por otros derroteros bien lejanos de la fe o a los que la fe no les dice nada. Ya sabemos cómo es el mundo en que vivimos.

En este caso eran los que acompañaban a Jesús los que querían que no gritara. Muy significativo. ¿Les molestaban los gritos del ciego quizá? ¿Cómo Jesús se iba a detener al lado de aquel ciego que estaba al borde del camino? Tantos al borde del camino que gritan y nadie quiere hacerles caso. Siguen sucediendo cosas así en que nos queremos hacer oídos sordos. ¿Será también desde ámbitos dentro de la Iglesia, en muchos que se dicen creyentes? Muchas preguntas ya nos va planteando el episodio del ciego Bartimeo.

Pero resaltemos la fe con la que grita el ciego de Jericó. El hecho sucede mientras Jesús sube a Jerusalén y tras todo lo que hemos comentado de lo que Jesús les había anunciado. Es toda una confesión de fe. Decir Jesús Hijo de David era estar pensando en el Mesías Salvador. Pero en su fe pedía la compasión, el amor, la misericordia de quien podía liberarlo de su ceguera. En su fe él quiere sentir sobre su vida el amor misericordioso de Jesús. Está confensando – habría oído hablar de los milagros que Jesús hacía por donde quiera que iba – que en Jesús se manifiesta el amor misericordioso de Dios y puede sanarle.

Es así cómo tenemos que ir al encuentro con Jesús. Con fe, porque sabemos bien a quien acudimos, con quien vamos a encontrarnos. Con la certeza del amor que nos trae la salvación porque nos trae el amor de Dios. Por eso junto a esa fe ponemos también nuestra capacidad de amor. No es un encuentro frío, meramente racional que podríamos decir, sino que es un encuentro vivo, un encuentro de vida el que tenemos con Jesús. Y desde un encuentro así nos llenaremos de vida, de salvación, porque se derrama el amor de Dios sobre nosotros.

Es hermoso el diálogo establecido entre Jesús y el ciego. Ha pedido que se lo traigan y aquellos que antes querían acallar los gritos de fe de Bartimeo ahora lo conducen hasta Jesús. Ahora ‘llamaron al ciego diciéndole: ánimo, levántate que te llama’. Estará comenzando a actuar el amor en aquellos corazones, porque para seguir a Jesús han de pasar por la actitud del servicio. Estarán ellos comenzando a llenar su corazón de amor y de compasión.

‘¿Qué quieres que haga por ti?... Maestro que pueda ver’. Busca la luz que es buscar la vida y encontrar la salvación. Pero ya está en camino de salvación; la salvación está actuando ya en su corazón porque está lleno de fe. ‘Anda, le dice Jesús, tu fe te ha curado’. El creía y la luz y la salvación llegó a su vida.

Que no se nos debilite la fe; que no se nos oscurezca nunca la fe por muchas cegueras y tinieblas que haya en nuestra vida. Creemos en Jesús. Queremos siempre creer en El. Encontraremos obstáculos en el camino de nuestra vida, en el camino que nos conduzca a Jesús, pero sigamos gritando, sigamos pidiendo, sigamos buscando.

Jesús nos llama también. Jesús hará que encontremos manos que nos lleven hasta El. En la providencia amorosa de Dios y en su sabiduría infinita pondrá señales, pondrá signos, pondrá personas que nos tiendan la mano en nombre de Jesús. Vayamos hasta El.

Reconozcamos nuestra pobreza pero con la fe pongamos mucho amor.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Es necesario entender que el que quiera ser primero ha de ser servidor de todos


Eclesiástico, 36, 1-2.5-6.13-19;

Sal. 78;

Mc. 10, 32-45

Había hablado Jesús cuán difícil era a los que ponen su confianza en el dinero entrar en el Reino de Dios, a raíz de lo del joven que no había sido capaz de decidirse por seguir a Jesús cuando le había planteado lo de vender todo para darselo a los pobres y tener un tesoro en el cielo y Pedro había salido preguntando qué es lo que iban a recibir ellos porque lo habían dejado todo por seguirlo.

Ahora Jesús anuncia que suben a Jerusalén y que allí ‘el Hijo del Hombre iba a ser entregado a los sumos sacerdotes y letrados, lo condenarán a muerte … lo azotarán y lo matarán y a los tres días resucitará’, y vienen los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan a pedirle a Jesús que les ‘conceda sentarse en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda’.

Cuando Jesús habla de que el cáliz si lo beberán pero el sentarse a la derecha o izquierda está ya reservado, vienen los otros discípulos con su indignación o sus recelos y envidias contra Santiago y Juan por si Jesús les había concedido a ellos algo que no recibirían los demás.

Parece como que a cada paso que Jesús va dando poniendo las condiciones o las características del Reino de Dios que se está instaurando los discípulos, y son los más cercanos porque son el grupo de los doce, no terminan de entender lo que Jesús les está diciendo. Allá surgen una y otra vez sus recelos y ambiciones, siguen pensando en un Mesías rey poderoso que va a instaurar un reino donde ellos podrían alcanzar algun poder y lo de la pasión que Jesús les anuncia, o la entrega que habrán de tener dándolo todo por el Reino, no lo terminan de entender. ¿Nos pasará a nosotros también algo así?

Pacientemente Jesús una vez más se pone a enseñarles, a explicarles todo. Su reino no es de este mundo, como le diría también un día a Pilatos cuando le pregunta si es Rey. Su Reino no se basa en esos poderes y esos ejércitos que lo defiendan, como son los reinos de este mundo. Su Reino va por otros derroteros que son los del amor verdadero, los del servicio, los de la entrega, los de olvidarse de sí mismo y de la búsqueda de grandezas.

‘Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso; el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos’. Y nos da una razón muy importante. La razón es Jesús, es su vida, es su amor y su entrega. No hemos de hacer otra cosa que imitar a Jesús. ‘Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos’.

¿Entenderán por fin los discípulos a Jesús? ¿Entenderemos nosotros también lo que nos quiere decir Jesús? ¿Sigue entendiendo la Iglesia hoy, los cristianos de hoy, con rotundidad estas palabras de Jesús?

Esto nos tiene que hacer pensar, reflexionar mucho sobre el estilo y el sentido de nuestra vida. Nos cuesta porque en nuestro corazón aparecen una y otra vez las tentaciones de la ambición, de las grandezas. Nos cuesta porque no siempre arrancamos a fondo esas raíces que se nos meten de egoísmo, de orgullo o de amor propio en nuestra vida.

Tenemos que pedirle una y otra vez al Señor que infunda en nosotros el Espíritu del amor, para que nuestros corazones sean siempre generosos, para que estemos inundados de amor y el amor brote, salga a flote, resuma continuamente de nuestra vida. Así seremos desprendidos con generosidad. Así buscaremos los tesoros que verdaderamente importan y que son los que guardamos en el cielo. Así nos amaremos cada día más y olvidaremos para siempre recelos, resentimientos, rencillas, desconfianzas. Así podremos tener una mirada limpia siempre hacia los demás, porque nuestro corazón está limpio de todo mal. Pidámoslo al Señor que sea así.

martes, 1 de marzo de 2011

Como flor de harina sea nuestra ofrenda de amor al Señor


Eclesiástico, 35, 1-15;

Sal. 49;

Mc. 10, 28-31

‘El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios’. Así hemos expresado en el salmo 49.

¿Cuál es el sacrificio agradable y acepto a Dios? Es la pregunta que se hace el sabio del Antiguo Testamento en el libro del Eclesiástico y que se responde en el texto que hoy hemos escuchado. Es la pregunta también que le repiten continuamente los profetas al pueblo de Israel para que en verdad busquen siempre lo que agrada al Señor. Ya tendremos oportunidad en el principio de la Cuaresma de escuchar este mensaje de los profetas.

‘Honra al Señor con generosidad y no seas mezquino en tus ofrendas; cuando ofreces, pon buena cara, y paga de buena gana tus diezmos. Da al Altísimo como El te dio: generosamente según tus posibilidades…’ Pero ¿se trata de ofrecer solamente cosas materiales, el diezmo del trigo o del vino que hayas cosechado, o lo mejor de las reses y ganados? Es lo que trata de respondernos el texto sagrado. No son simplemente cosas las que tenemos que ofrecer al Señor. Es la tentación que todos tenemos de una forma o de otra. Es algo más que tiene que surgir desde lo más hondo de nuestra vida.

Recordemos simplemente lo que nos ha dicho. ‘El que observa la ley hace una buena ofrenda, el que guarda los mandamientos ofrece sacrificios de acción de gracias, el que hace favores ofrenda flor de harina, el que da limosna ofrece sacrificio de alabanza. Apartarse del mal es agradable al Señor, apartarse de la injusticia es expiación’.

Todo ha de pasar, pues, por la observancia y el cumplimiento de los mandamientos y de la ley del Señor; todo tiene que estar muy lleno de la generosidad del corazón para compartir y para amar; todo ha de conducirse por una vida recta lejos de toda injusticia y de toda maldad porque de lo contrario no sería agradable al Señor. Hacemos expiación de nuestros pecados arrepintiéndonos de ellos y dándole la vuelta al corazón para caminar por caminos de bien.

Si no lo hiciéramos así sería un contrasentido y una incongruencia grande. Lo que tiene que ser en verdad agradable al Señor tiene que ser nuestra vida llena de rectitud y de amor; una vida vivida con sinceridad y haciendo siempre el bien al tiempo que se busca en todo la justicia.

¿Queremos bendecir y alabar al Señor y seguimos al mismo tiempo en nuestro pecado? La mejor alabanza al Señor tiene que arrancar de nuestra conversión a El, de nuestro arrepentimiento y cambio de vida. Luego con ello podemos hacerle ofrendas de cosas que arrancamos de nuestra vida porque queremos que sean para el Señor; son los sacrificios que hacemos con nuestras ofrendas que tienen que mostrar ese amor que le tenemos a Dios, pero que lo reflejamos también necesariamente en los hermanos.

‘Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios’, que decía el salmo. Seguimos ese buen camino, estamos dispuestos a seguir al Señor aunque eso signifique muchas renuncias en nuestra vida. Pero en el Señor tendremos la recompensa y la plenitud del gozo y la alegría. Es de lo que nos habla también el evangelio cuando Pedro le pregunta qué es lo que van a obtener ellos que lo han dejado todo por seguirle. ‘Recibirá cien veces más… y en la edad futura, la vida eterna’.

Quien se entrega y en su entrega tiene que renunciar a cosas por seguir a Jesús, aunque le cueste, va a sentir en lo hondo de su corazón una alegría y una satisfacción tan grande que ninguna otra cosa aquí en la tierra se la podrá dar. Algunos no entienden que para seguir a Jesús en el sacerdocio o la vida consagrada se renuncie a cosas que son buenas porque son queridas también por Dios como puede ser el matrimonio. No entienden ni el celibato ni la consagración virginal al Señor en la vida consagrada. Se renuncia, es cierto, a algo bueno y lícito, pero el gozo que Dios nos da el corazón puede superar todas esas felicidades humanas.

Pedidle al Señor para que quienes nos hemos entregado así por el Reino tengamos siempre la fuerza del Señor para vivir nuestra entrega y consagración.

lunes, 28 de febrero de 2011

Jesús nos mira con cariño y nos pide generosidad y desprendimiento


Eclesiástico, 17, 20-28;

Sal. 31;

Mc. 10, 17-27

‘Jesús se le quedó mirando con cariño…’ dice el evangelio. También nosotros cuando nos encontramos con una persona buena, generosa, de gran corazón parece que lo miramos de otra manera, surge de forma espontánea también en nuestro corazón un aprecio a esa persona.

Aquel joven que se había acercado a Jesús y, postrándose ante El, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?’ Ya hemos escuchado todo el diálago que sigue con Jesús. Cuando Jesús le dice que cumpla los mandamientos aquel joven responderá: ‘Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño’. Es entonces cuando se manifiesta esa ternura en la mirada de Jesús.

Como en otras ocasiones hemos reflexionado hemos de saber apreciar las cosas buenas de los demás. Y allí donde brilla un buen corazón por la rectitud de su vida, por lo bueno que hace o lo comprometido que está con los demás, hemos de saber valorarlo. No me canso de esta insistencia porque bien sabemos cuánto nos cuesta valorar a los demás. Siempre ponemos ‘peros’. No es que el que haga el bien necesite de nuestra aprobación por lo que hace porque estará obrando en la rectitud de su conciencia, pero siempre es un estímulo para seguir adelante el ser considerado o valorado por los demás, si sabemos dejar a un lado vanidades y vanasglorias.

Jesús le ofrece algo más a aquel buen muchacho. ‘Una cosa te falta; anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego sígueme’. Ya sabemos que no fue capaz de dar ese paso. ‘Era muy rico’, dice el evangelio y no tuvo valor para llegar a ese desprendimiento. ‘Se marchó pesaroso’. Una oportunidad para Jesús darnos más enseñanzas.

Pero nosotros no juzguemos ni condenemos. No somos nadie para juzgar ni para condenar. Nosotros, ¿qué hubiéramos hecho? ¿qué hacemos en este sentido? Algunas veces llegar a decisiones drásticas como las que le está pidiendo Jesús a este joven necesita un tiempo de maduración en el interior. No siempre somos capaces de dar a bote pronto una respuesta. No podemos entrar ni en justificaciones ni en condenas de este joven del evangelio, sino aprender la lección para nosotros. Son tantas las cosas que en nuestro interior vamos sintiendo que el Señor nos pide cada día cuando escuchamos su Palabra, pero no siempre damos la respuesta que desearía el Señor de nosotros. Y el Señor es paciente con nosotros porque siempre nos está esperando.

Como decíamos este episodio dará oportunidad a Jesús para dejarnos muchas enseñanzas. Jesús se lamenta de lo difícil que le es para algunos dar los pasos de una conversión auténtica. ‘¡Qué dificil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios! Y los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios’.

Ayer domingo escuchábamos a Jesús que nos decía que no podemos servir a dos señores. ‘No se puede servir a Dios y al dinero’, nos venía a decir Jesús. Lo que El nos pide es un corazón desprendido y generoso; un corazón que no se apegue a las cosas que se conviertan en dueñas de nuestra vida. Somos nosotros los que hemos de estar sobre las cosas, no las cosas sobre nosotros imponiéndonos una esclavitud. Lo que tenemos siempre tiene que estar en disposición de servicio, porque lo que Dios nos ha dado nos lo ha dado para todos. Y si por tus capacidades, tu trabajo o lo que hayas recibido ahora tienes algo, piensa en el bien que puedes y tienes que hacer con eso que tienes a los demás. Somos deudores de los otros y con los otros hemos de compartir lo que somos y lo que tenemos.

Muchas lecciones podemos recibir de este texto del evangelio.

domingo, 27 de febrero de 2011

¿Qué es lo que merece en verdad todo el afán de nuestra vida?


Is. 49, 14-15

Sal. 61;

1Cor. 4, 1-5;

Mt. 6, 24-34

Parece que hoy en la vida todos andamos agobiados y con prisas. Hoy se vive un ritmo trepidante y casi no nos podemos detener porque hay muchas cosas que hacer. Si nos encontramos con alguien que se toma las cosas con calma y no pierde la paz hasta nos parece un ‘bicho raro’ porque hasta parecería que nos diéramos más importancia por dar la impresión que estamos muy ocupados.

Hay diversas formas de sentirse agobiados. Es cierto que algunas veces nos surgen problemas a los que vemos difícil solución y todo se nos vuelve oscuro, o nos aparece una enfermedad o un accidente, y eso nos desestabiliza. Pero quizá otras veces el agobio nos lo buscamos nosotros por una parte en ese afán de tener más que muchas veces nos persigue, o porque queremos aparentar de una forma u otra en nuestra posición o nuestra figura o no sé qué cosas buscamos a veces, y también porque perdemos la paz fácilmente al enfrentarnos a lo que deseamos o buscamos si no lo alcanzamos, o por los problemas que nos afectan; o vivimos agobiados también porque podemos haber perdido los puntos de apoyo de nuestra fe o nuestra esperanza.

Hoy hasta cuatro veces en el texto del evangelio Jesús nos dice que no andemos agobiados. ‘No estéis agobiados por la vida, pensando que vais a comer o beber, ni por el cuerpo pensando con qué os váis a vestir - que nos lo dice dos veces - … ¿quién a fuerza de agobiarse podrá añadir una hora al tiempo de su vida?... ¿por qué os agobiais por el vestido?... no os agobiéis por el mañana…’

Tendríamos que pararnos un poco y preguntarnos por qué son esos agobios con que andamos en la vida. ¿No será que de alguna manera hemos perdido libertad interior y andamos como esclavizados por las cosas, por el tener o por el aparentar? Algunas veces parece que no creemos ni en nosotros mismos, ¡cuánto más quizá hemos perdido la fe, la confianza, la esperanza en el Dios que nos ha dado la vida y nos ama! Sin esa fe y esa esperanza, qué dura se nos puede volver la vida.

De entrada Jesús nos ha dicho que ‘nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo’. Pero terminará Jesús sentenciando en ese momento: ‘No podéis servir a Dios y al dinero’. ¡Cuántos apegos del corazón! Lo podemos llamar dinero, o lo podemos llamar cosas que tenemos aunque algunas veces parece que las cosas nos tienen a nosotros por lo esclavizados que de ellas estamos, o lo podemos llamar también apariencias, lujo, vanidad, amor propio y muchas cosas más.

Hoy quiere Jesús que nos liberemos de todas esas cosas para poder vivir en paz. Nos está invitando en todo el evangelio a poner nuestra confianza en Dios que es nuestro Padre que nos ama. Dios alimenta a las aves del cielo, viste de belleza a los lirios del campo y de color a las hierbas y flores de la naturaleza y nos dice, ‘¿no valéis vosotros más que todas esas cosas?... Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso…’ Es una invitación a confiar en la providencia amorosa de Dios.

¿Significa eso que tenemos o podemos desentendernos de nuestra obligaciones y responsabilidades y olvidar todos nuestros trabajos? De ninguna manera. Tenemos una vida en nuestras manos y tenemos que vivirla y hacerlo con intensidad; tenemos unas responsabilidades con nosotros mismos, con la familia, y también con la sociedad y el mundo en que vivimos. Podemos pensar y recordar que en la creación Dios ha puesto la vida y el mundo en nuestras manos y es responsabilidad nuestra el hacerlo progresar y hacer que todos seamos felices en él. El trabajo que realizamos no es simplemente una carga o castigo por el pecado – eso será quizá su dureza – sino una responsabilidad que nos ha confiado desde la msima creación y un mandato que Dios nos ha dado.

Pero esa responsabilidad no puede ser nunca un agobio ni causa de pérdida de la paz interior. Esos aspectos negativos nos aparecen cuando perdemos el sentido de nuestra vida y quizá no buscamos lo que verdaderamente es importante; cuando nos dejamos arrastrar por nuestros egoísmos y nuestras ambiciones con las que queremos quizá ponernos como en pedestales para no estar nunca por debajo del otro o para alardear de lo que somos o tenemos.

La revelación que Jesús nos está haciendo de Dios dará sentido, valor, fuerza a nuestra vida. Todo lo vamos a mirar con ojos distintos desde que nos sentimos amados de Dios. Nos vamos a encontrar con un sentido distinto para todo lo que hacemos o vivimos. Nuestra vida ya no podrá ser un seguir arrastrándonos por ella sin saber a donde vamos o el sentido de lo que hacemos. Tampoco tenemos por qué seguir apegados y esclavizados a lo material y terreno como si no hubiera algo superior por lo que luchar o que dé sentido a nuestro vivir. Tenemos otras metas que nos llenan de esperanza y nos darán alegría aún en los momentos duros o difíciles que tengamos que vivir porque nos aceche el dolor o el sufrimiento o cuando nos veamos envueltos en problemas que nos puedan llenar de sombras e incertidumbres.

Qué hermoso es sentirnos amados de Dios. Qué gozo el saber que Dios nos ama, es nuestro Padre y su amor es más grande incluso que el de una madre que nunca llegaría a olvidar a su hijo. Qué ilusión y esperanza nos da, por ejemplo, lo que nos decía el profeta. ‘¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré’. Así es Dios. Así es su amor. Dios Padre-Madre. Somos los hijos de sus entrañas. Así nos ama con amor entrañable.

De ahí, esa confianza en la Providencia de Dios. La Divina Providencia, que decimos en el Catecismo. Dios, por supuesto, conoce todas nuestras necesidades mejor que nosotros mismos y se ocupará de ellas si se las dejamos a El. Bien nos lo dice Jesucristo: “No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimento? ¿qué beberemos?, o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por eso, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso”.

Tenemos la seguridad de que Dios conoce nuestras necesidades y que nos da cada cosa a su tiempo: “Todas esas criaturas de Ti esperan que les des a su tiempo el alimento. Apenas se lo das, ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (Sal. 104, 27-28). Esta atención amorosa de Dios y el gobierno y la dirección que Dios ejerce en el universo es lo que se denomina “Divina Providencia”. “Providencia” viene del verbo latino “providére” que significa “proveer”. Así nos lo enseña el Catecismo.

Sintiéndonos así amados de Dios lo que nosotros tenemos que hacer será buscar su Reino. Es lo importante y por lo que hemos de darlo todo. ‘Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio…’ Será, pues, nuestra esperanza. Será el sentido de nuestro vivir. Será por lo que en verdad merece que nos afanemos y luchemos. Será lo que nos dará la más profunda alegría y satisfacción.