domingo, 27 de febrero de 2011

¿Qué es lo que merece en verdad todo el afán de nuestra vida?


Is. 49, 14-15

Sal. 61;

1Cor. 4, 1-5;

Mt. 6, 24-34

Parece que hoy en la vida todos andamos agobiados y con prisas. Hoy se vive un ritmo trepidante y casi no nos podemos detener porque hay muchas cosas que hacer. Si nos encontramos con alguien que se toma las cosas con calma y no pierde la paz hasta nos parece un ‘bicho raro’ porque hasta parecería que nos diéramos más importancia por dar la impresión que estamos muy ocupados.

Hay diversas formas de sentirse agobiados. Es cierto que algunas veces nos surgen problemas a los que vemos difícil solución y todo se nos vuelve oscuro, o nos aparece una enfermedad o un accidente, y eso nos desestabiliza. Pero quizá otras veces el agobio nos lo buscamos nosotros por una parte en ese afán de tener más que muchas veces nos persigue, o porque queremos aparentar de una forma u otra en nuestra posición o nuestra figura o no sé qué cosas buscamos a veces, y también porque perdemos la paz fácilmente al enfrentarnos a lo que deseamos o buscamos si no lo alcanzamos, o por los problemas que nos afectan; o vivimos agobiados también porque podemos haber perdido los puntos de apoyo de nuestra fe o nuestra esperanza.

Hoy hasta cuatro veces en el texto del evangelio Jesús nos dice que no andemos agobiados. ‘No estéis agobiados por la vida, pensando que vais a comer o beber, ni por el cuerpo pensando con qué os váis a vestir - que nos lo dice dos veces - … ¿quién a fuerza de agobiarse podrá añadir una hora al tiempo de su vida?... ¿por qué os agobiais por el vestido?... no os agobiéis por el mañana…’

Tendríamos que pararnos un poco y preguntarnos por qué son esos agobios con que andamos en la vida. ¿No será que de alguna manera hemos perdido libertad interior y andamos como esclavizados por las cosas, por el tener o por el aparentar? Algunas veces parece que no creemos ni en nosotros mismos, ¡cuánto más quizá hemos perdido la fe, la confianza, la esperanza en el Dios que nos ha dado la vida y nos ama! Sin esa fe y esa esperanza, qué dura se nos puede volver la vida.

De entrada Jesús nos ha dicho que ‘nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo’. Pero terminará Jesús sentenciando en ese momento: ‘No podéis servir a Dios y al dinero’. ¡Cuántos apegos del corazón! Lo podemos llamar dinero, o lo podemos llamar cosas que tenemos aunque algunas veces parece que las cosas nos tienen a nosotros por lo esclavizados que de ellas estamos, o lo podemos llamar también apariencias, lujo, vanidad, amor propio y muchas cosas más.

Hoy quiere Jesús que nos liberemos de todas esas cosas para poder vivir en paz. Nos está invitando en todo el evangelio a poner nuestra confianza en Dios que es nuestro Padre que nos ama. Dios alimenta a las aves del cielo, viste de belleza a los lirios del campo y de color a las hierbas y flores de la naturaleza y nos dice, ‘¿no valéis vosotros más que todas esas cosas?... Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso…’ Es una invitación a confiar en la providencia amorosa de Dios.

¿Significa eso que tenemos o podemos desentendernos de nuestra obligaciones y responsabilidades y olvidar todos nuestros trabajos? De ninguna manera. Tenemos una vida en nuestras manos y tenemos que vivirla y hacerlo con intensidad; tenemos unas responsabilidades con nosotros mismos, con la familia, y también con la sociedad y el mundo en que vivimos. Podemos pensar y recordar que en la creación Dios ha puesto la vida y el mundo en nuestras manos y es responsabilidad nuestra el hacerlo progresar y hacer que todos seamos felices en él. El trabajo que realizamos no es simplemente una carga o castigo por el pecado – eso será quizá su dureza – sino una responsabilidad que nos ha confiado desde la msima creación y un mandato que Dios nos ha dado.

Pero esa responsabilidad no puede ser nunca un agobio ni causa de pérdida de la paz interior. Esos aspectos negativos nos aparecen cuando perdemos el sentido de nuestra vida y quizá no buscamos lo que verdaderamente es importante; cuando nos dejamos arrastrar por nuestros egoísmos y nuestras ambiciones con las que queremos quizá ponernos como en pedestales para no estar nunca por debajo del otro o para alardear de lo que somos o tenemos.

La revelación que Jesús nos está haciendo de Dios dará sentido, valor, fuerza a nuestra vida. Todo lo vamos a mirar con ojos distintos desde que nos sentimos amados de Dios. Nos vamos a encontrar con un sentido distinto para todo lo que hacemos o vivimos. Nuestra vida ya no podrá ser un seguir arrastrándonos por ella sin saber a donde vamos o el sentido de lo que hacemos. Tampoco tenemos por qué seguir apegados y esclavizados a lo material y terreno como si no hubiera algo superior por lo que luchar o que dé sentido a nuestro vivir. Tenemos otras metas que nos llenan de esperanza y nos darán alegría aún en los momentos duros o difíciles que tengamos que vivir porque nos aceche el dolor o el sufrimiento o cuando nos veamos envueltos en problemas que nos puedan llenar de sombras e incertidumbres.

Qué hermoso es sentirnos amados de Dios. Qué gozo el saber que Dios nos ama, es nuestro Padre y su amor es más grande incluso que el de una madre que nunca llegaría a olvidar a su hijo. Qué ilusión y esperanza nos da, por ejemplo, lo que nos decía el profeta. ‘¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré’. Así es Dios. Así es su amor. Dios Padre-Madre. Somos los hijos de sus entrañas. Así nos ama con amor entrañable.

De ahí, esa confianza en la Providencia de Dios. La Divina Providencia, que decimos en el Catecismo. Dios, por supuesto, conoce todas nuestras necesidades mejor que nosotros mismos y se ocupará de ellas si se las dejamos a El. Bien nos lo dice Jesucristo: “No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimento? ¿qué beberemos?, o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por eso, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso”.

Tenemos la seguridad de que Dios conoce nuestras necesidades y que nos da cada cosa a su tiempo: “Todas esas criaturas de Ti esperan que les des a su tiempo el alimento. Apenas se lo das, ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (Sal. 104, 27-28). Esta atención amorosa de Dios y el gobierno y la dirección que Dios ejerce en el universo es lo que se denomina “Divina Providencia”. “Providencia” viene del verbo latino “providére” que significa “proveer”. Así nos lo enseña el Catecismo.

Sintiéndonos así amados de Dios lo que nosotros tenemos que hacer será buscar su Reino. Es lo importante y por lo que hemos de darlo todo. ‘Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio…’ Será, pues, nuestra esperanza. Será el sentido de nuestro vivir. Será por lo que en verdad merece que nos afanemos y luchemos. Será lo que nos dará la más profunda alegría y satisfacción.

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