domingo, 6 de noviembre de 2011

Que no se nos apague la lámpara…


Sab. 6, 12-16;

Sal. 62;

1Tes. 4, 13-18;

Mt. 25, 1-13

¿De qué nos vale tener una linterna si no tenemos la batería o la fuente de energía necesaria para hacer que nos pueda dar luz e iluminar el camino? ‘Se nos apagan las lámparas…’ dijeron aquellas doncellas que no fueron previsoras para tener el suficiente aceite para aguardar la llegada del novio en cualquier hora que viniese. Nos puede decir mucho de nuestra fe, de nuestra esperanza.

Viene el Señor pero no sabemos la hora. Viene el Señor, y pensamos en el tiempo final, su segunda venida, y nos puede parecer tan lejos que no nos preocupamos ni preparamos para su llegada. Viene el Señor, y pensamos en la hora de nuestra muerte y decimos que ya tendremos tiempo, que nos queda mucha vida por delante.

Viene el Señor, y no pensamos que llega ahora, en cualquier momento, en esta misma celebración, en cualquier acontecimiento, o en cualquiera que se acerca a nosotros desde su vida con sus problemas o con sus lágrimas, con sus necesidades o también con sus alegrías. Viene el Señor… ¿Tendremos aceite suficiente para mantener las lámparas encendidas? ¿Cuáles son esas lámparas que hemos de mantener encendidas?

La parábola que nos propone hoy Jesús en el Evangelio puede decirnos muchas cosas. Nos habla de una boda, según las costumbres de su época, en que las amigas de la novia salían con sus lámparas a iluminar el camino a la llegado del novio, y con cuyas lámparas se iba a iluminar luego la sala del banquete. Pero en los detalles que nos da Jesús en la parábola ya nos está indicando que no sabemos cuando puede llegar. ‘Como el esposo tardaba les entró sueño a todas y se durmieron’ hasta que sonó la voz que anunciaba la llegada del esposo. ‘Que llega el esposo, salid a recibirlo’

Vivimos en la vida, si no dormidos, al menos entretenidos u ocupados en nuestros trabajos, en nuestras obligaciones, en los avatares y aconteceres corrientes de la vida. Pero el creyente sabe que todas esas cosas que componen nuestra vida no son ajenas a nuestra fe, no son ajenas a la presencia de Dios que viene a nosotros. El verdadero creyente vive en vigilancia y en esperanza. ‘El justo vivirá de la fe’, que dice la escritura. Y desde la fe sabemos y descubrimos esa presencia de Dios en nuestra vida, también en medio de nuestros trabajos y nuestras luchas. Y tendríamos que estar atentos a esa presencia del Señor, vivir en esa presencia del Señor.

¿Nos dormimos? ¿Estamos tan entretenidos en nuestras cosas que nos olvidamos de esa presencia del Señor? ¿Tanto nos absorben nuestras preocupaciones o responsabilidades? ¿Se nos apagará esa lámpara de la fe que tendríamos que tener siempre encendida? ¿Se nos acaba el aceite que le dé energía, luz, vida?

Viene el Señor, ya lo decíamos antes, nos sale al encuentro. Nos sale al encuentro en una celebración, como ahora mismo quiere llegar a nosotros en su Palabra y en la Eucaristía. Pero nos sale al encuentro en los acontecimientos que vivimos, o en las personas con las que nos cruzamos en la vida o que conviven con nosotros. Nos sale al encuentro haciéndonos una llamada especial allá en el fondo de nuestro corazón desde una palabra que escuchamos, un consejo que nos dan, o en tantas cosas que nos suceden que si tuviéramos bien encendida nuestra lámpara seríamos capaces de verlo y escucharlo. Nos hace falta una luz especial.

Vigilancia y esperanza necesarias en la vida del creyente. Una lámpara encendida que no podemos dejar apagar. La imagen es hermosa y nos puede decir muchas cosas. La fe tiene que ser una luz – la Luz - que ilumine nuestra vida. Y la ilumine en todo momento. Porque la fe no es algo de quita y pon, de lo que echemos mano cuando nos apetezca, sino que la fe ha de envolver toda nuestra existencia, dar valor y sentido a todo lo que es nuestra vida.

Con la luz de la fe podemos y tenemos que ir haciendo esa lectura creyente de cuanto sucede a nuestro alrededor y cuanto nos sucede a nosotros. La luz de la fe nos abre caminos. Nos hace comprender muchas cosas. Es cada día más rápida y vertiginosa la carrera de nuestro mundo. Algunas veces nos podemos encontrar turbados o confundidos por la marcha de nuestro mundo.

Sentimos, por ejemplo, el sufrimiento de tanto dolor, de tanta muerte como los hombres vamos dejando meter en nuestra vida con nuestros odios y violencias, con tanta insolidaridad e indiferencia que nos hace insensibles, con ese materialismo o esa vida sin sentido que viven muchos. Pero desde esa fe nos sentimos fortalecidos en el Señor. Y nos sentimos al mismo tiempo impulsados a luchar y trabajar por hacer un mundo mejor, ir poniendo esos granitos de arena, esas pequeñas semillas de nuestra bondad y de nuestro amor para llevar paz y consuelo a tantos que nos rodean.

Por eso y por tantas razones más, no podemos dejar apagar esa lámpara de nuestra fe y de nuestro amor. Que no nos falte el aceite. Que no nos falte la gracia del Señor. Que no nos falte esa luz. Que sepamos en verdad buscar ese alimento de nuestra fe, ese combustible que alimente esa luz, en la Palabra del Señor que escuchamos, en nuestra oración, en la Eucaristía que nos alimenta, en la gracia de los sacramentos.

Decíamos antes, vigilancia y esperanza. Efectivamente, hemos de estar atentos para, por así decirlo, no bajar la guardia. Quizá en esa lucha de cada día, en esas nuestras carreras locas, porque decimos que hay tanto que hacer o porque nos vemos sobrepasados, podemos bajar la guardia de nuestra vigilancia y se merme nuestra oración, se merme toda esa vida de piedad que me mantenga unido al Señor para recibir su gracia.

El sarmiento tiene que estar unido a la vid, nos dice Jesús en otro lugar del evangelio. Y si no nos alimentamos permaneciendo unidos al Señor, nuestra lámpara se apaga, nuestro aceite se nos acaba y cuando llegue el momento que lo necesitamos nos vamos a encontrar a oscuras.

Que podamos entrar al banquete bodas; que seamos capaces de hacer de nuestro mundo ese banquete de bodas del Reino de los cielos porque con nuestro amor, con nuestra solidaridad, con nuestra preocupación por los demás tengamos presente esa luz, hagamos presente a Cristo en nuestra vida y en la vida de los demás. Es nuestra tarea y ha de ser nuestra preocupación. Que no nos falte el aceite de la gracia que mantenga encendida siempre esa luz.

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