miércoles, 2 de noviembre de 2011

Concéde a los difuntos el lugar del consuelo, de la luz y de la paz


Is. 25, 6-9;

1Ts. 4, 13-14.17-18;

Jn. 11, 17-27

Quiero comenzar mi reflexión recogiendo el sentir de la oración por los difuntos que la liturgia nos ofrece en las plegarias eucarísticas. Pedimos por nuestros hermanos ‘que durmieron en la esperanza de la resurrección para que quienes compartieron la muerte de Jesucristo compartan también con El la gloria de la resurrección para que todos participemos un día de la heredad de su Reino y con María, la Virgen, con los apóstoles y los santos, junto con toda la creación, libre ya del pecado y de la muerte, podamos contemplarle y cantar eternamente las alabanzas del Señor’.

Expresamos una fe y una esperanza. Es el sentido profundo de nuestra oración por los difuntos y el sentido que hemos de darle a esta commemoración que hoy estamos haciendo de todos los difuntos, después que ayer contemplábamos a todos los santos que eternamente alaban al Señor en la gloria del cielo.

Son dos celebraciones distintas, la de ayer de todos los santos y la commemoración de los difuntos que hoy hacemos, pero tienen mucho que les une desde la fe y la esperanza que tenemos puesta en el Señor fiados de su palabra. Que un día todos podamos contemplar el rostro de Dios tal cual es en el cielo y, participando plenamente de la heredad de su Reino, glorificar a Dios por toda la eternidad.

Y es que nos fiamos de la palabra del Señor que nos habla de resurrección y de vida eterna. Por eso, como tantas veces habremos escuchado a san Pablo en la carta a los Tesalonicenses nosotros no nos desesperamos ante la muerte como quienes no tienen esperanza. Los que creemos en Jesús muerto y resucitado tenemos nuestra vida llena de esperanza. Compartiremos la muerte de Cristo en nuestra propia muerte pero estamos llamados a participar también de la gloria de la resurrección, como expresamos en la oración de la Iglesia ya mencionada. Es que además lo estamos viviendo desde el primer momento que nos hemos unido a El por el Bautismo que es participar en su muerte y en su resurrección. Día a día el cristiano ha de irlo viviendo en ese camino de fe, de fidelidad en el amor, para que un día podamos participarlo en plenitud.

Como decíamos, nos fiamos de la Palabra de Jesús que nos sale al encuentro invitándonos a la vida. Lo hemos escuchado hoy también en el evangelio. Jesús que viene a nuesro encuentro allí donde estamos con lo que es nuestra vida, también nuestros sufrimientos, también en el dolor y los interrogantes y vacíos de la muerte. Lo vemos hoy en Betania con aquella familia de amigos de Jesús, pero lo hemos visto muchas veces a lo largo del evangelio.

De camino va al encuentro de la samaritana cuando sabe que ella se va a acercar al pozo de Jacob en Samaría. Como de camino se detiene ante la higuera donde está Zaqueo para que baje porque quiere llevar la salvación a su casa, quiere hospedarse en su casa. De camino va cuando se acerca aquel joven inquieto que se pregunta que ha de hacer para alcanzar la vida eterna, o aquellos otros se ofrecerán para seguirle a donde quiera que vaya. De camino pasa por donde están los leprosos que le suplicarán vida y salud, o donde aquel ciego pide limosna, pero pedirá más aún luz para sus ojos, por sólo citar algunos de esos encuentros.

Allí donde estamos en los caminos de nuestra vida, con nuestras cegueras o con nuestros males, con nuestros interrogantes o con nuestras inquietudes, Jesús se va a acercar a nosotros con una palabra de vida y de esperanza, con una palabra que nos traerá salvación. Es la palabra que tiene para Marta y para María en el duelo por la muerte de su hermano Lázaro. Allí están ellas con sus quejas y con su dolor, pero no dejándose encerrar por la pena con las puertas de su corazón abiertas a la llegada de Jesús.

‘Tu hermano resucitará… yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mi aunque haya muerto vivirá para siempre…’, nos dice Jesús. Y nuestra vida se llena de esperanza. Y le damos sentido a nuestro vivir y a nuestro morir. Y pensamos y creemos en la vida eterna. Y deseamos un día nosotros poder alcanzar esa vida eterna junto a Dios. Y oramos llenos de fe y de esperanza por nuestros difuntos porque esperamos y queremos que vivan en Dios para siempre.

Aunque en el recuerdo de los seres queridos que han fallecido nuestros ojos se puedan llegar de lágrimas sin embargo no nos falta la esperanza ni nos dejamos llevar por la angustia. Será un recuerdo y un dolor sereno y lleno de paz porque sabemos que los ponemos en buenas manos, porque los ponemos en las manos del Señor.

No nos quedamos en cosas supérfluas ni innecesarias, porque una flor se marchita, la vanidad de una lápida se desvanece con el tiempo que la envejece y la corroe, pero una oración llena de confianza llega al corazón de Dios y en Jesús, con el mérito infinito de su muerte y resurreción, puede tener valor de vida eterna para nuestros seres queridos.

Es lo que ahora estamos haciendo al celebrar la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección del Señor, sacrificio de Cristo que ofrecemos al Señor por el eterno descanso de nuestros difuntos. ‘A ellos y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz’, como se pide en una de las plegarias eucarísticas.

Vivamos con hondo sentido de fe y esperanza nuestra celebración y el recuerdo que hacemos de nuestros difuntos en estos días.

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